Ezequiel 3712-14; Salmo 129; Romanos 88-11; Juan
111-45
Llegamos al final de la
cuaresma; cinco domingos reflexionando sobre este Misterio Pascual que se
aproxima ya: la muerte y resurrección del Señor. Tiempo que se nos ha ofrecido
para entrar en una meditación profunda sobre el sentido de nuestras vidas;
sobre el presente y el futuro. San Ignacio nos pone delante de Cristo
Crucificado para preguntarnos: “¿Qué he
hecho por Cristo? ¿Qué hago por Cristo? ¿Qué quiero hacer por Él?” Aquí se
está jugando el sentido definitivo de nuestra existencia; pero de la existencia
profunda, de lo que verdaderamente importa, de lo trascendente.
Las lecturas de este último
domingo nos van ofreciendo pedagógicamente los
pasos que nos llevarán a ese Misterio Pascual, a fin de poderlo comprender en
la mayor profundidad que nuestro espíritu nos lo permita y, así, orientar
nuestras vidas de acuerdo a lo que Dios quiere y espera de cada uno.
La primera lectura de
Ezequiel reafirma la veracidad de las promesas de
Dios, a pesar de la persistencia de nuestro pecado. El pecado nos ha llevado a
la muerte, al destierro; el pueblo de Israel ha caído en cautividad por la
desobediencia a Yahvé y a sus mandatos. Han traicionado a ese Dios que los sacó
de la esclavitud de los egipcios, rompiendo la Alianza.
Sin embargo, la terca persistencia de Dios en el amor a su pueblo,
nada ni nadie la puede hacer desaparecer: “Yo
mismo abriré sus sepulcros –dice el Señor Dios-, los haré salir de ellos y los conduciré de nuevo a la tierra de Israel”.
No importa la dimensión del pecado en que hayamos caído; la bondad y
misericordia de Dios, el cariño y amor por su pueblo, lo hace ofrecer una y mil
veces la oferta de salvación.
Y si hace todo eso, es para que finalmente podamos aceptar y
reconocer que “Él es el Señor”. Es la gran lucha de Dios contra la incredulidad
de su pueblo, el pueblo de sus entrañas. ¿Cómo hacer para que terminemos de
creer absolutamente en Dios? ¿Cómo hacer para ir más allá de lo que vemos y
vivimos y, justo en esa dimensión de la vida, abrirnos al misterio de Dios? Sin
duda, esto es gracia; y podemos creer, porque Yahvé ha infundido su Espíritu en nuestro corazón.
Esta es la primera aseveración de las lecturas de este domingo:
partimos del compromiso radical de Dios para con su pueblo. Más allá del pecado
y la muerte, está el amor incondicional de Yahvé que nos arranca de ella y nos
infunde su Espíritu. Ese es el dato del que parte nuestra vida de creyentes:
Dios ha apostado por nosotros; y nosotros podremos creer porque su Espíritu nos
habita.
San Pablo, en la segunda
lectura, parte del dato de que no llevamos una
vida desordenada y egoísta, porque “el
Espíritu de Dios habita verdaderamente” en nosotros. Y esto es garantía de la
otra vida, de la Resurrección que el mismo Cristo vivirá en su Misterio Pascual:
porque Cristo vive en nosotros, “aunque
nuestro cuerpo siga sujeto a la muerte por causa del pecado, nuestro espíritu
vive a causa de la actividad salvadora de Dios”.
La convicción profunda de Pablo, la fe a la que nos invita, es a creer
radicalmente que ya tenemos en nuestro espíritu semillas de vida eterna, de
alguna forma, porque el Espíritu de Dios habita en nosotros. Definitivamente el
Padre también nos dará vida a nuestros cuerpos mortales, como se la dio a Jesús
por medio de la Resurrección.
Si en la primera lectura Ezequíel
nos manifestaba el amor irrestricto de Dios que permanece a pesar de nuestro
pecado y que sólo nos pide creer que Él es el Señor; ahora san Pablo afirma que justo el que cree en Dios, posee la vida
eterna. Ambas afirmaciones lo que hacen es que caminemos con la certeza de que
Dios está de nuestro lado; que no busca la muerte del pecador, sino que se
convierta. La experiencia cristiana está enraizada en el amor; parte de su
voluntad explícita de regalarnos la salvación: esto es justo el sentido
profundo de la gracia.
Finalmente, el Evangelio
de Juan en la resurrección de Lázaro, termina por
confirmarnos con toda claridad que Dios ha apostado por nuestra vida y que, más
allá de la muerte física, estamos llamados a vivir en la resurrección con el
mismo Jesús quien fue el primero en romper la esclavitud de la muerte y en
destruirla en sí mismo: la muerte no lo pudo retener.
La narración es maravillosa y nos descubre a un Jesús totalmente
entrañable: ama a Marta, a Lázaro, a María; se compadece de su dolor; pero no
se los quita, pues lo más importante es pasar por él, para entender y vivir la
profundidad del misterio de la Salvación; para hacerles entender que “Él es la
Resurrección y la vida”; llora, se estremece hasta lo más profundo de sus
entrañas; y, finalmente, resucita a Lázaro y lo devuelve a sus hermanas.
En esta acción no pierde la conciencia de su misión: hacer que
creamos que Él es el Mesías, el Hijo de Dios y que en Él se da la vida
verdadera; la vida que ni la muerte puede retener; pues Él ha venido para que
tengamos vida y vida en abundancia.