domingo, 2 de abril de 2017

5° Domingo de Cuaresma; 2 de abril del 2017; Homilía FFF

Ezequiel 3712-14; Salmo 129; Romanos 88-11; Juan 111-45

Llegamos al final de la cuaresma; cinco domingos reflexionando sobre este Misterio Pascual que se aproxima ya: la muerte y resurrección del Señor. Tiempo que se nos ha ofrecido para entrar en una meditación profunda sobre el sentido de nuestras vidas; sobre el presente y el futuro. San Ignacio nos pone delante de Cristo Crucificado para preguntarnos: “¿Qué he hecho por Cristo? ¿Qué hago por Cristo? ¿Qué quiero hacer por Él?” Aquí se está jugando el sentido definitivo de nuestra existencia; pero de la existencia profunda, de lo que verdaderamente importa, de lo trascendente.
Las lecturas de este último domingo nos van ofreciendo pedagógicamente los pasos que nos llevarán a ese Misterio Pascual, a fin de poderlo comprender en la mayor profundidad que nuestro espíritu nos lo permita y, así, orientar nuestras vidas de acuerdo a lo que Dios quiere y espera de cada uno.
La primera lectura de Ezequiel reafirma la veracidad de las promesas de Dios, a pesar de la persistencia de nuestro pecado. El pecado nos ha llevado a la muerte, al destierro; el pueblo de Israel ha caído en cautividad por la desobediencia a Yahvé y a sus mandatos. Han traicionado a ese Dios que los sacó de la esclavitud de los egipcios, rompiendo la Alianza.
Sin embargo, la terca persistencia de Dios en el amor a su pueblo, nada ni nadie la puede hacer desaparecer: “Yo mismo abriré sus sepulcros –dice el Señor Dios-, los haré salir de ellos y los conduciré de nuevo a la tierra de Israel”. No importa la dimensión del pecado en que hayamos caído; la bondad y misericordia de Dios, el cariño y amor por su pueblo, lo hace ofrecer una y mil veces la oferta de salvación.
Y si hace todo eso, es para que finalmente podamos aceptar y reconocer que “Él es el Señor”. Es la gran lucha de Dios contra la incredulidad de su pueblo, el pueblo de sus entrañas. ¿Cómo hacer para que terminemos de creer absolutamente en Dios? ¿Cómo hacer para ir más allá de lo que vemos y vivimos y, justo en esa dimensión de la vida, abrirnos al misterio de Dios? Sin duda, esto es gracia; y podemos creer, porque Yahvé ha infundido su Espíritu en nuestro corazón.
Esta es la primera aseveración de las lecturas de este domingo: partimos del compromiso radical de Dios para con su pueblo. Más allá del pecado y la muerte, está el amor incondicional de Yahvé que nos arranca de ella y nos infunde su Espíritu. Ese es el dato del que parte nuestra vida de creyentes: Dios ha apostado por nosotros; y nosotros podremos creer porque su Espíritu nos habita.
San Pablo, en la segunda lectura, parte del dato de que no llevamos una vida desordenada y egoísta, porque “el Espíritu de Dios habita verdaderamente” en nosotros. Y esto es garantía de la otra vida, de la Resurrección que el mismo Cristo vivirá en su Misterio Pascual: porque Cristo vive en nosotros, “aunque nuestro cuerpo siga sujeto a la muerte por causa del pecado, nuestro espíritu vive a causa de la actividad salvadora de Dios”.
La convicción profunda de Pablo, la fe a la que nos invita, es a creer radicalmente que ya tenemos en nuestro espíritu semillas de vida eterna, de alguna forma, porque el Espíritu de Dios habita en nosotros. Definitivamente el Padre también nos dará vida a nuestros cuerpos mortales, como se la dio a Jesús por medio de la Resurrección.
Si en la primera lectura Ezequíel nos manifestaba el amor irrestricto de Dios que permanece a pesar de nuestro pecado y que sólo nos pide creer que Él es el Señor; ahora san Pablo afirma que justo el que cree en Dios, posee la vida eterna. Ambas afirmaciones lo que hacen es que caminemos con la certeza de que Dios está de nuestro lado; que no busca la muerte del pecador, sino que se convierta. La experiencia cristiana está enraizada en el amor; parte de su voluntad explícita de regalarnos la salvación: esto es justo el sentido profundo de la gracia.
Finalmente, el Evangelio de Juan en la resurrección de Lázaro, termina por confirmarnos con toda claridad que Dios ha apostado por nuestra vida y que, más allá de la muerte física, estamos llamados a vivir en la resurrección con el mismo Jesús quien fue el primero en romper la esclavitud de la muerte y en destruirla en sí mismo: la muerte no lo pudo retener.
La narración es maravillosa y nos descubre a un Jesús totalmente entrañable: ama a Marta, a Lázaro, a María; se compadece de su dolor; pero no se los quita, pues lo más importante es pasar por él, para entender y vivir la profundidad del misterio de la Salvación; para hacerles entender que “Él es la Resurrección y la vida”; llora, se estremece hasta lo más profundo de sus entrañas; y, finalmente, resucita a Lázaro y lo devuelve a sus hermanas.
En esta acción no pierde la conciencia de su misión: hacer que creamos que Él es el Mesías, el Hijo de Dios y que en Él se da la vida verdadera; la vida que ni la muerte puede retener; pues Él ha venido para que tengamos vida y vida en abundancia.