domingo, 13 de agosto de 2017

19° domingo del Tiempo Ordinario; 13 de agosto del 2017; Homilía FFF.

1er Reyes 199. 11-13; Salmo 84; Romanos 91-5; Mateo 1422-33

El evangelio inicia inmediatamente después de la multiplicación de los panes y deja entrever una situación realmente conflictiva en la vida de Jesús, y que poco toman en cuenta las reflexiones teológicas. El Señor realiza el milagro de los panes, pero no sólo para saciar el hambre de las personas que lo han seguido; sino para evidenciar el verdadero “signo” del Reino, de la llegada del Mesías: “la vida como banquete”, en el que el compartir, disfrutar la comida, la abundancia, son el verdadero milagro.
Sin embargo, el pueblo no trasciende; no capta el mensaje principal que Jesús quiere ofrecerles. Ellos sólo ven el beneficio personal e inmediato que han recibido. Su reflexión es muy pedestre: “si hay alguien que nos da de comer milagrosamente, pues hagámoslo Rey; y así se habrán terminado nuestros afanes”.
Por la reacción tan violenta de Jesús, se adivina que esta propuesta del pueblo se convierte en una verdadera tentación: qué bueno sería ser Rey de ellos y utilizar el poder para atraer a las masas; y así evitar lo conflictivo que será el mesianismo profético al que el Padre le había invitado.
El Evangelio transmite un cierto nerviosismo en Él; una prisa, un verdadero malestar; y una necesidad de refugiarse lo más pronto posible en el monte y orar. Frente a esta tentación –que sabemos que fue recurrente-, Jesús despide a la multitud, lo mismo que a sus discípulos, para quedarse solo. El encuentro con su Padre tras largas horas de oración, le devuelven la claridad del camino: no puede quedarse con el halago inmediato de la gente, cuando ese medio no ayuda a captar el verdadero mensaje del Reino. Después de la reacción del pueblo ante el milagro de los panes, termina frustrado, desconcertado; y por eso acude a la oración, para volver a clarificar lo que Dios, su Padre, quiere y espera de Él; intuye que no puede quedar atrapado en el gozo inmediato, el halago y la atracción de un mesianismo tranquilo y sin conflictos.
Y ahí descubre una nueva estrategia para transmitir la misión que el Padre le ha encomendado: se dedicará con más esmero a los 12 a quienes había escogido como discípulos y quienes serán los encargados de continuar con su obra.
Reconfortado por la oración, se les aparece en medio de la tormenta, caminando sobre el mar embravecido, justo con el deseo de que entiendan que Él es el hijo de Dios y que la “misión” no se queda en dar de comer al pueblo, sino en mucho más: a final de cuentas, en luchar contra todo aquello que daña a ese rebaño golpeado por los poderes opresores de la tierra.
Por eso, Jesús realiza este nuevo milagro: los discípulos tendrán que convencerse de que Él es el verdadero Mesías, el Hijo de Dios, el Cristo que habría de venir; pues sólo desde esa convicción profunda, podrán ellos ser los continuadores de la Misión del Señor, sea cual sea la tribulación que los aseche.
Sin embargo, Pedro, al verlo sobre las aguas, no cree; simplemente lo identifica con un fantasma. Y en lugar de abrirse a la fe, pone a prueba a Jesús: “Si eres, mándame ir a ti”. Jesús no le reprocha la osadía desafiante, pues él solo pronto caerá en la cuenta de su afrenta y de su falta de fe; lo mismo que los demás discípulos. Comienza a caminar sobre las aguas, pero ante el viento, las olas, la tormenta, su fe desfallece y se hunde.
Sabemos cómo Jesús le tiende la mano, suben a la barca, ordena al mar que se calme y todo vuelve a la normalidad; sin embargo, en los discípulos se ha operado el verdadero milagro: se han dado un paso muy importante en su fe, aunque todavía les faltará caminar mucho para creer en Jesús como el verdadero Hijo de Dios. A ellos se tendrá que dedicar más, pues ellos serán quienes continúen con su labor. Aún les falta mucho; apenas comienzan la vida con Jesús y mucho más tendrán que aprender; pero han superado una crisis más.
El caso de Elías es diferente, aunque la escena también sucede en medio de una de sus crisis más severas, al ver que su misión está siendo un fracaso. Elías no está comenzando, si no que va casi al final de su profetismo. El pueblo no le ha hecho caso; se siente frustrado, pero también abandonado por Yahvé. Por eso, en el culmen de su desesperación se mete a una cueva y se desea la muerte: no tiene caso seguir adelante; ya no puede más. Sin embargo, Dios no lo deja; le pide salir de la cueva donde se ha abandonado; y contra su voluntad, pero acepta salir. De alguna manera lo mueve la esperanza de volverse a encontrar con Yahvé y renovar sus fuerzas; pero no sabe cómo Dios lo va a consolar y devolver las fuerzas para seguir adelante. Pasan varios signos poderosos, como la tormenta, el viento, el fuego, los temblores; pero Elías los va descartando; ahí no está Dios, a pesar de su angustia y urgencia que tiene de Él. Contradictoria y curiosamente será en la brisa suave y no en lo extraordinario, en donde encontrará a Dios.
Pedro al inicio del seguimiento de Jesús; Elías casi al final; pero ambos pasan por una fuerte crisis de fe; y Dios los sostiene a cada uno de manera diferente; pero a ambos los devuelve a la fe y les da la fuerza necesaria para que continúen con la misión.
El camino de seguimiento y la realización de la misión que nos ha encomendado Jesús no estarán libres ni de tentaciones que querrán ofrecernos caminos más fáciles y sensacionalistas, ni de crisis en las que experimentaremos que ya no hay camino ni futuro. Pero, ahí se manifestará la fidelidad de Dios. Él jamás nos abandonará. A nosotros nos toca aprender de las crisis y reforzar la fe “contra viento y marea”, para seguir adelante en el Proyecto del Reino, al que nos hemos sentido invitados por Jesús, por más complicado y cuesta arriba que nos resulte.