domingo, 6 de agosto de 2017

La Transfiguración; 5 de agosto del 2017; Homilía de FFF.

Daniel 79-10; Salmo 96; 2ª Pedro 116-19; Mateo 171-9

El hecho central de este domingo se ubica en el Evangelio. Se trata de la “Transfiguración del Señor”. De nuevo, Jesús llama a los 3 discípulos en quienes más se apoya, Pedro, Santiago y Juan, y los lleva consigo al Monte. Ahí, en medio de la oración, se da un acontecimiento realmente extraordinario: Jesús aparece con dos de los más grandes personajes del Antiguo Testamento, Moisés y Elías, cuyo papel fundamental de su profetismo había sido, para el primero, la liberación del pueblo de Israel y la lucha por mantener al pueblo en su fidelidad al Dios verdadero; y para el segundo, la denuncia permanente del pueblo por romper el compromiso ético de la antigua ley mosaica al alejarse de Yahvé e inclinarse ante los dioses de otros pueblos, como Baal.
En la “Transfiguración” no aparecen otros grandes personajes del Antiguo Testamento, como podría haber sido algún patriarca, como Abraham, o algún gran sacerdote, como Melquisedec. De donde surge la primera gran evidencia de este acontecimiento: el mesianismo de Jesús está en línea directa con esos grandes profetas y con sus luchas: la liberación, la denuncia y la búsqueda de la congruencia ética con las enseñanzas de la ley mosaica. Es decir, en ese acontecimiento, se confirma la misión que ha venido teniendo Jesús: la denuncia a todo poder establecido que oprima a los hijos de Dios, aunque esto le pueda costar la vida, como sucedió en la tradición de los mismos profetas. Jesús es confirmado como el nuevo Moisés, el nuevo liberador del pueblo, y el nuevo Elías, como el gran profeta que busca de todas las formas posibles la fidelidad a Yahvé y, al final de su vida, es arrebatado por un carro de fuego.
Jesús no será especialista en la Ley ni sacerdote del templo: su ministerio será llevar el amor y la misericordia de Dios a los oprimidos por el poder fáctico de los grandes dominadores de la sociedad de su tiempo. Su mesianismo será profético, de denuncia de toda opresión y de anuncio de un Reino del Padre, de verdad y de justicia.
En segundo lugar, algo fundamental es que el resplandor que le viene a Jesús no le viene por haber visto a Dios, como sucedía con Moisés; sino porque él mismo es Dios. El brillo surge desde su interior. Él mismo provoca ese resplandor para indicar que es el Hijo de Dios, que no está en el mismo nivel que Moisés y Elías, por más grandes personajes que hayan sido en la vida. Jesús es Dios mismo; “su rostro resplandecía como el sol y sus vestiduras se pusieron blancas como la nieve”. Jesús da continuidad a la línea profética, pero la supera. Él estará por encima de dos de los más grandes representantes del Antiguo Testamento. Lo que resulta sumamente importante para la revelación de Dios que se da en Jesucristo: no hay ruptura con el Antiguo Testamento, pero ya no es la revelación más importante de Dios para su pueblo: ahora, esa se encuentra en Jesucristo: alguien mayor a cualquier actor de la historia que le precedió; además, en Jesús comenzará una nueva historia –como lo atestigua todo el Nuevo Testamento- en la que la revelación y salvación de Dios ya no será exclusivamente para el pueblo de Israel, sino para toda la humanidad. Algo extraordinario ha comenzado en Jesús.
Pero, en tercer lugar, la gran consolación y experiencia divina que experimentan los mismos discípulos que trastorna la racionalidad de Pedro, pues lo lleva a decir cosas sin sentido, como el ofrecerles tres tiendas para que Jesús, Moisés y Elías se queden ahí, oculta también la gran contradicción que pronto vivirá Jesús y que se convertirá en una realidad incomprensible para los discípulos. Esa manifestación extraordinaria del poder de Dios y de la fuerza de Jesús de colocarse por encima de esos dos profetas, ahora entrará en conflicto por el anuncio de la próxima crucifixión y muerte de Jesús. La gloria que ahí se manifiesta va a tener que pasar por la “kénosis” (el vaciamiento) de Jesús, ya descrito en la carta de Pablo a los Filipenses que, con otras palabras, pero retoma el mismo hecho: “El cual, siendo de condición divina, no hizo alarde de ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su parte como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz” (Filipenses 26-8).
Jesús les da a probar algo de lo que será la maravilla de la realidad divina cuando la veamos “cara a cara”; y eso los transforma; los anima; les permite gozar de la misma gloria de Dios de una forma extraordinaria, ofreciéndoles una consolación como no la habían tenido ni la volverán a tener sino hasta la Resurrección.
Pero ese ánimo y fuerza, esa gran consolación, sólo serán la fuerza que Jesús les ofrece a los discípulos en ese momento, a fin de que puedan superar la gran prueba que les vendrá por la muerte en cruz de su Maestro.  Jesús es verdaderamente el Hijo de Dios; pero tendrá que pasar por la muerte; y sin embargo, no por eso dejará de ser el “Hijo”; sino justamente por eso; por esa obediencia que lo llevó a manifestar el amor de Dios por la humanidad hasta el extremo, incluso más allá de la tortura y la muerte que no evadió por su gran compromiso por los pequeños del Reino hasta el final.
La realidad humana comprende vida y muerte; pero que sólo se puede vivir desde la experiencia de Jesús muerto y resucitado.