Daniel 79-10; Salmo 96; 2ª Pedro 116-19; Mateo
171-9
El hecho central de este domingo se ubica en el Evangelio. Se
trata de la “Transfiguración del Señor”.
De nuevo, Jesús llama a los 3 discípulos en quienes más se apoya, Pedro,
Santiago y Juan, y los lleva consigo al Monte. Ahí, en medio de la oración, se
da un acontecimiento realmente extraordinario: Jesús aparece con dos de los más
grandes personajes del Antiguo Testamento, Moisés y Elías, cuyo papel
fundamental de su profetismo había sido, para el primero, la liberación del
pueblo de Israel y la lucha por mantener al pueblo en su fidelidad al Dios
verdadero; y para el segundo, la denuncia permanente del pueblo por romper el
compromiso ético de la antigua ley mosaica al alejarse de Yahvé e inclinarse
ante los dioses de otros pueblos, como Baal.
En la “Transfiguración”
no aparecen otros grandes personajes del Antiguo
Testamento, como podría haber sido algún patriarca, como Abraham, o algún
gran sacerdote, como Melquisedec. De donde surge la primera gran evidencia de
este acontecimiento: el mesianismo de Jesús está en línea directa con esos
grandes profetas y con sus luchas: la liberación, la denuncia y la búsqueda de
la congruencia ética con las enseñanzas de la ley mosaica. Es decir, en ese
acontecimiento, se confirma la misión que ha venido teniendo Jesús: la denuncia
a todo poder establecido que oprima a los hijos de Dios, aunque esto le pueda costar
la vida, como sucedió en la tradición de los mismos profetas. Jesús es
confirmado como el nuevo Moisés, el nuevo liberador del pueblo, y el nuevo Elías,
como el gran profeta que busca de todas las formas posibles la fidelidad a Yahvé
y, al final de su vida, es arrebatado por un carro de fuego.
Jesús no será especialista en la Ley ni sacerdote del templo: su
ministerio será llevar el amor y la misericordia de Dios a los oprimidos por el
poder fáctico de los grandes dominadores de la sociedad de su tiempo. Su
mesianismo será profético, de denuncia de toda opresión y de anuncio de un
Reino del Padre, de verdad y de justicia.
En segundo lugar, algo fundamental es que el resplandor que le viene a Jesús no le
viene por haber visto a Dios, como sucedía con Moisés; sino porque él mismo es
Dios. El brillo surge desde su interior. Él mismo provoca ese resplandor para
indicar que es el Hijo de Dios, que no está en el mismo nivel que Moisés y Elías,
por más grandes personajes que hayan sido en la vida. Jesús es Dios mismo; “su
rostro resplandecía como el sol y sus vestiduras se pusieron blancas como la
nieve”. Jesús da continuidad a la línea profética, pero la supera. Él estará
por encima de dos de los más grandes representantes del Antiguo Testamento. Lo que
resulta sumamente importante para la revelación de Dios que se da en
Jesucristo: no hay ruptura con el Antiguo Testamento, pero ya no es la revelación
más importante de Dios para su pueblo: ahora, esa se encuentra en Jesucristo:
alguien mayor a cualquier actor de la historia que le precedió; además, en Jesús
comenzará una nueva historia –como lo atestigua todo el Nuevo Testamento- en la
que la revelación y salvación de Dios ya no será exclusivamente para el pueblo
de Israel, sino para toda la humanidad. Algo extraordinario ha comenzado en Jesús.
Pero, en tercer lugar, la
gran consolación y experiencia divina que experimentan los mismos discípulos
que trastorna la racionalidad de Pedro, pues lo lleva a decir cosas sin
sentido, como el ofrecerles tres tiendas para que Jesús, Moisés y Elías se
queden ahí, oculta también la gran contradicción que pronto vivirá Jesús y que
se convertirá en una realidad incomprensible para los discípulos. Esa
manifestación extraordinaria del poder de Dios y de la fuerza de Jesús de colocarse
por encima de esos dos profetas, ahora entrará en conflicto por el anuncio de la
próxima crucifixión y muerte de Jesús. La gloria que ahí se manifiesta va a
tener que pasar por la “kénosis” (el vaciamiento) de Jesús, ya descrito en la
carta de Pablo a los Filipenses que, con otras palabras, pero retoma el mismo
hecho: “El cual, siendo de condición divina,
no hizo alarde de ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo tomando condición
de siervo, haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su parte como
hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz”
(Filipenses 26-8).
Jesús les da a probar algo de lo que será la maravilla de la realidad
divina cuando la veamos “cara a cara”; y eso los transforma; los anima; les
permite gozar de la misma gloria de Dios de una forma extraordinaria, ofreciéndoles
una consolación como no la habían tenido ni la volverán a tener sino hasta la
Resurrección.
Pero ese ánimo y fuerza, esa gran consolación, sólo serán la
fuerza que Jesús les ofrece a los discípulos en ese momento, a fin de que
puedan superar la gran prueba que les vendrá por la muerte en cruz de su
Maestro. Jesús es verdaderamente el Hijo
de Dios; pero tendrá que pasar por la muerte; y sin embargo, no por eso dejará
de ser el “Hijo”; sino justamente por eso; por esa obediencia que lo llevó a
manifestar el amor de Dios por la humanidad hasta el extremo, incluso más allá
de la tortura y la muerte que no evadió por su gran compromiso por los pequeños
del Reino hasta el final.
La realidad humana comprende vida y muerte; pero que sólo se puede
vivir desde la experiencia de Jesús muerto y resucitado.