domingo, 20 de agosto de 2017

20° domingo del Tiempo Ordinario; Ag. 20 '17; Homilía FFF

Isaías 561. 6-7; Salmo 66; Romanos 1113-15. 29-32; Mateo 1521-28

La liturgia de este domingo toca unos de los temas que más en boga están en nuestros tiempos, y lo toca mirándolo desde la óptica de la salvación de Dios, que es para todos. Se trata de la discriminación o exclusión que hacemos como seres humanos entre nosotros mismos, por diversas razones, sean desde las más sencillas hasta las más complejas. Además, el evangelio lo trata de una manera sorprendente, pues nos deja entrever una especie de “conversión” del mismo Jesús. Veamos.
Él sale de su centro de acción en los alrededores de Cafarnaúm y camina hacia la comarca de Tiro y Sidón. Va con sus discípulos. La narración señala que “Jesús se retiró”, sin decirnos para qué o con qué intenciones. Podemos intuir que es una de esas salidas estratégicas, en la que quiere estar con los 12 a fin de seguirlos instruyendo, más allá de la demanda desbordante de la gente del pueblo, que no le permitía tener ni un minuto de descanso. Y, justo, cuando ya está fuera del alcance de la multitud, una señora cananea lo aborda desesperadamente a fin de que tuviera compasión de ella y expulsara a un demonio que atormentaba a su hija.
Por el diálogo que se da, parece que esa petición de la madre desesperada lo pone de malas; como si le echara a perder sus planes. Para nuestra sorpresa, Jesús no le contesta una sola palabra. Simplemente la ignora de forma grosera; su actitud escandaliza; pues, ¿cómo el Hijo de Dios, el Salvador del mundo, la persona más íntegra, bondadosa, misericordiosa de la historia de la humanidad, es capaz de actuar de esa forma ante una madre que le pide angustiosamente un favor para que su hija deje de sufrir?
Por el contrario, lo que ahora sorprende muy positivamente es la reacción de los discípulos. Como si pudiéramos decir: “Finalmente, ellos han entendido el mensaje de liberación de su Maestro y actúan correctamente, teniendo el valor de confrontarlo”. Ellos decididamente abogan por esa madre sufriente.
Sin embargo, Jesús no cede; sigue en su rechazo escandaloso y de forma grosera le niega el favor, aludiendo que no está bien quitarles a los hijos el pan para echárselo a los perros. Él Mesías ha sido enviado sólo a las ovejas de la casa de Israel; a aquellos que se habían desviado; pero no a los extranjeros, a los que no pertenecían a su pueblo.
Y de pronto, parece que por primera vez, alguien le gana la partida a Jesús. Por eso es tan sorprendente este pasaje. La Mujer, desesperada por la enfermedad de su hija, le responde muy hábilmente, sin importarle sufrir la humillación a la que el Maestro la estaba sometiendo, y le dice: “También los perritos tienen derecho a comer las migajas que caen de la mesa de los amos”. Impresionante la astucia y el valor de la Mujer, sólo comprensible por la necesidad tan grande que sentía por ayudar a su hija. Es justo el ejemplo de lo que una madre es capaz de hacer. Finalmente, Jesús accede, le hace el milagro y termina ponderando su fe.
¿Por qué reacciona así Jesús? Sin duda, no deja de ser un misterio; pero intuyendo algún camino de respuesta, podemos señalar que Él estaba capturado por la tradición judía y no terminaba de comprender que la salvación era para todos, con independencia de cualquier condición que hiciera diferente a la otra persona. Después de siglos de señalar que Yahvé era sólo Dios para su Pueblo, ahora tendría que romper esa tradición y aceptar que también la salvación estaba llegando para los que no eran parte del pueblo.
El brinco es sumamente fuerte, pero muy esperanzador para toda la humanidad. Más allá de personas, sexo, razas o creencias, Jesús ha sido enviado para llevar la buena noticia, el Evangelio, a todos los rincones de la tierra. Ninguna razón vale para discriminar a alguna persona de la salvación que Dios, el Padre, quiere para todos sus hijos. Algo semejante a lo que esa mujer siro-fenicia quería pasa su hija.
Ruptura muy interesante en las concepciones del mismo Mesías que señalan con toda claridad cómo era verdaderamente hombre, ser humano, e iba descubriendo la voluntad de su Padre de diversas formas. Jesús tiene que tragarse sus palabras y aceptar que ahí, su Padre, le estaba pidiendo dar un paso más; lo estaba invitando a ir más allá de Israel, para llevar la salvación a todo el mundo.
En la primera lectura de Isaías, hay ya algún atisbo de que Yahvé quería la salvación para toda la humanidad, con tal de que los extranjeros que se acercaran “velaran por los derechos de los demás y practicaran la justicia”, además de realizar los actos simbólicos en los que se expresaba la fe del Pueblo. Respeto a los derechos y realización de la justicia: sorprendente manera de subrayar lo esencial para que cualquier persona entre en la órbita de la salvación.
Finalmente, San Pablo también reafirma que el mensaje de Cristo es tanto para los judíos como para los gentiles. En la nueva órbita de la revelación de Dios, no hay ninguna condición que justifique el marginar a los otros, a los que “no son como nosotros”. Lo único que se exige, es respetar los derechos de los demás y realizar la justicia.
Ojalá que en estos tiempos convulsos de tanta diversidad, podamos aprender de la misma conversión que tuvo Jesús en su camino de fidelidad al Padre.