Hechos de los Apóstoles 11-11; Salmo 46; Efesios 41-13;
Marcos 1615-20
Muchas enseñanzas nos deja este día en el que celebramos la Ascensión del Señor.
Lo primero es el hecho. Las lecturas afirman que después de estar 40 días con los discípulos,
de manifestarse a los distintos seguidores que iban creyendo en la Palabra y
estando reunidos los 11 con Jesús, se fue elevando hasta desaparecer delante de
sus ojos.
Jesús ha realizado su Misión: durante su
vida mortal cumplió lo que el Padre le había encargado, potenciado por la
fuerza que el Espíritu le había comunicado al momento de ser bautizado por Juan
el Bautista. Desde el inicio, los Evangelistas nos transmiten la esencia del
mensaje de Jesús, lo que ellos captaron y luego se lanzaría a hacer: “El Reino de los Cielos está cerca; conviértanse
y crean en la Buena Noticia”, lo cual fue respaldado por la acción real, física,
de Jesús en favor de los pobres y excluidos. Ellos fueron testigos de que “Jesús pasó haciendo bien y curando toda
enfermedad y toda dolencia”. Y “de
eso –como dice la Escritura- serán
mis testigos”.
La salvación de
Dios, el anuncio del Reino, nos trasluce con toda nitidez que la voluntad del
Padre, actuada por Jesús, fue disminuir el sufrimiento de sus hijos e hijas en
la tierra; y mediante esos “signos” (milagros), que todos llegaran a creer que
ese hombre de Nazaret era el Hijo de Dios, y que ese mismo Dios era un Padre
preocupado por sus hijos, particularmente por los más desvalidos: los pobres,
los excluidos, los marginados, los enfermos, los pecadores, los rechazados.
Ellos captaron
con toda lucidez que el mensaje de Dios en Jesucristo no había consistido en
largas doctrinas, mandamientos o normas que tenían que aprender y practicar;
por el contrario, el mensaje del Padre era que había que hacer el bien, que no
se podía pasar con indiferencia delante de los leprosos, pecadores o
prostitutas; que Jesús era el Hijo de Dios, a la vez que Dios era un Padre-Madre
deseoso de suprimir el dolor y el sufrimiento del mundo. Esto fue en esencia,
tan sencillo y tan comprometedor, el mensaje de Jesús.
La Ascensión. Sin embargo, misteriosamente como fruto de la libertad de Dios y
de la lógica divina (quizá nosotros hubiéramos hecho la salvación de otro
modo), con eso, el encargo que el Padre le había hecho a Jesús, terminaba. Por
así decirlo, la encomienda de Dios para con su Hijo era abrirles los ojos y el
corazón a los seres humanos para que también ellos, sostenidos por su mismo Espíritu,
curaran toda enfermedad y dolencia. Nada de clases, de aprendizajes teóricos,
de normas o de teorías sobre Dios; simplemente, hacer el bien; cambiar la
imagen de Dios por la de un Padre; entender que el máximo amor que pudo haber
en la tierra es que ese Dios había enviado a su Hijo para dar su vida por
nosotros, a fin de que nosotros pudiéramos hacer lo mismo.
El Espíritu de Jesús. Con eso terminaba la acción de Jesús en la historia y comenzaba
la era del Espíritu. Él no se quedaría a consolidar su proyecto; había formado
un grupo; había logrado que lo quisieran entrañablemente a pesar de sus
debilidades y traiciones, había actuado delante de sus ojos…, e incomprensiblemente,
ahora confiaba absolutamente en ellos; y
eso era todo.
Y esto es lo más sorprendente: ¿cómo Jesús fue capaz de confiar en
ese puñado de hombres rudos, ignorantes, débiles, que hasta el final de su vida
seguían sin entender su enseñanza? El confiar su obra a esos hombres y mujeres
fue un acto impresionante de Jesús. Él creyó en la humanidad; Él pudo volver
con su Padre porque se sabía amado por ellos, y eso bastaba para su certeza de
que no se acabaría todo, fruto de la debilidad y limitaciones de esa humanidad
tan llena de miserias. Ahora serán ellos los encargados y responsables de que
el Proyecto de Jesús, no muera.
Sin embargo, no los abandona totalmente. Jesús confío en ellos,
pero también les dejó su Espíritu. Como dice la Escritura, Él les enseñaría todo
lo referente al Reino de los Cielos y los sostendría en medio de la adversidad
para ser sus testigos en cualquier circunstancia.
El puente
entonces, entre la vida de Jesús y la vida de esa primitiva comunidad de
seguidores, y la condición para que su obra no quedara en el olvido, fue el
anuncio que Jesús les hizo: “Uds. será
bautizados con el Espíritu Santo…; los llenará de fortaleza y serán mis
testigos…, hasta en los últimos rincones de la tierra”.
Entonces, si el
cristianismo siguió adelante, fue gracias a dos condiciones: la certeza de que Jesús
se sabía amado hasta el extremo por sus seguidores y por la real fuerza del Espíritu.
Sólo así se puede entender que todo no haya acabado ahí, como les pasó a los
discípulos después de la Crucifixión.
Nosotros, también
seguidores. No hay de otra; ahora somos nosotros los
que tenemos que seguir con la estafeta. Jesucristo confía en cada uno; sabe que
el Espíritu nos acompaña; pero que no seguirá adelante su obra, si no estamos
profundamente enamorados del Maestro, como lo fueron sus seguidores, y
comprometidos con su obra a la manera de los discípulos, creyendo y viviendo
desde la fuerza del Espíritu.