Isaías 621-5; Salmo 95; 1ª Corintios 124-11;
Juan 21-11
Las lecturas de este domingo nos presentan dos temas
complementarios: la abundancia que nos trae la encarnación, simbolizada en el
milagro de las bodas de Caná, y la riqueza que a cada uno nos da el Espíritu,
como don particular para la construcción del Reino. Veamos:
Es sorprendente ver cómo el primer efecto de la encarnación de
Dios en Jesús, implica un milagro que, en cierto sentido, nada tiene que ver
con el deseo de acrecentar la relación con Dios, el culto, la dimensión
espiritual, etc.; pero que definitivamente sí tiene que ver con el sentido
profundo de la venida de Jesús: “He
venido para que tengan vida y la tengan en abundancia”. La vida que Dios
nos ofrece, fruto de la encarnación, no sólo es –en sentido restrictivo- “vida
espiritual”. La salvación que se nos brinda en Jesús es total; no hay división
entre el cielo y la tierra, las necesidades humanas y las espirituales, la vida
de Dios o la vida del hombre, lo espiritual o lo material.
Para Dios, la salvación busca la plenitud de la vida; no hay
dicotomías o divisiones en el ser humano que nos hagan pensar que hay algunas dimensiones
en el ser humano que sean más importantes o trascendentes que las otras. La
salvación de la humanidad tiene que ver con todo lo que es el ser humano; y ahí
es donde está la intervención divina. No podemos pensar que la salvación de
Dios sólo llega al corazón y deja fuera el cuerpo; no podríamos aceptar que la
oferta que se nos da en Jesús sólo es para el alma y no para el cuerpo. Y eso
lo mostró Jesús al llevar la “buena nueva” a los pobres, a los lisiados, a los
ciegos, los presos, los cojos… La salvación llegaba cuando ellos eran liberados
de sus ataduras físicas, materiales, corporales. Entonces, la fe en ellos
brotaba como una respuesta espontánea.
Sin embargo, este hecho que nos presenta el Evangelio de Juan –que
es el único de los 4 evangelistas que lo registra- nos ofrece las claves
fundamentales de la salvación que quiere Jesús para nosotros.
La primera es que Jesús aún no ha comenzado su vida pública y se encuentra en
una fiesta con sus amigos y su madre. Él era una persona totalmente integrada a
la vida del pueblo; era un ser humano como cualquier otro: con sus necesidades,
sus gustos, sus relaciones, su participación en la vida social de la comunidad.
Está en la fiesta, pero no como Mesías ni como alguien que utilizará su poder
para hacer milagros; sino como un vecino más de la comunidad.
La segunda es la intervención maravillosa de María, su madre. Jesús o no se
había dado cuenta del problema de la falta de vino o no lo quiso asumir como
una cuestión que le tocaba. Como cualquier otro invitado, él no era responsable
de la fiesta. Sin embargo, la intuición maravillosa de su Madre le hace
adelantar “su hora”. María se da
cuenta de la falta del vino; se preocupa por eso, aunque desde cierto punto de
vista ni le incumbía ni tenía por qué solucionar el problema. Sin embargo, su
sensibilidad le lleva a querer ayudar, intuyendo que su Hijo podría solucionar
el problema.
¿Por qué María conoce el poder de Jesús, cuando aún no había
comenzado su vida pública? ¿Qué la lleva a pedirle su intervención,
precisamente para un hecho que no tenía mayor trascendencia con “la salvación”, con una grave o urgente
enfermedad, con una injusticia, etc.? No lo sabremos, pero lo cierto es que María
abre la puerta para que Jesús comience su actividad salvadora y manifieste que
el Mesías ha venido a traer vida y vida en abundancia. ¡Es maravilloso! El
primer milagro de Jesús que los evangelios nos atestiguan, no tiene que ver con
nada trascendente en la relación con Dios o en la vivencia de la religión. Tiene
que ver con la intrascendencia de una boda y de la falta de vino.
Jesús no acepta en primera instancia la petición de su madre; le
dice: “no ha llegado mi hora”; pero
María no le hace caso. No le ruega. Se vuelve con los criados y les dice: “hagan lo que Él les diga”. Increíble,
pero a Jesús no le queda más remedio que responder a la petición de su Madre. Sin
embargo, ese milagro mostrará su mensaje fundamental: la salvación de Dios toca
todas las dimensiones de la persona y su vida social. Esto también es parte de
la “abundancia de vida” que Dios quiere para nosotros.
Complementariamente, San Pablo señala que esa abundancia de vida
que la encarnación nos ha traído, se concreta –por así decirlo- en dones
particulares para cada uno de los creyentes. A cada uno Dios nos ha dado un don
que de alguna manera será la parte que cada uno tiene, para construir la nueva
comunidad del Reino; y que será la forma como Dios mismo nos estará
participando su vida y los seres humanos podremos irnos acercando a su
misterio. Cada uno tenemos dones diferentes; porque esa es la riqueza de la
vida que nos ha sido dada en Jesucristo; y poniéndolos al servicio de la
comunidad, la presencia divina se irá extendiendo y el Reino irá apareciendo
como plenitud de vida para la humanidad.
Reconozcamos el don que cada uno tenemos y pongámoslo al servicio
de la comunidad cristiana, haciendo que la vida en plenitud llegue a cada una
de las personas con las que vivimos.