Isaías 401-5. 9-11; Salmo 103; Tito 211-14;
34-7; Lucas 315-16. 21-22
Hoy la Iglesia celebra una de las fiestas más importantes de la vida
cristiana: el Bautismo de Jesús. El hecho posee una enorme densidad, dentro del
misterio que lo rodea. ¿A qué viene el bautismo de Jesús? Eso es lo primero que
se ocurre. Si es el “Hijo de Dios”, ¿por qué ha de formarse en la fila de los
pecadores, a fin de ser purificado por el Bautismo de Juan, que ni siquiera era
“de fuego”, como después será el del mismo Jesús? Es profundamente sorprendente
que de nuevo –parece como si Jesús no hubiera aprendido la lección- comienza su
vida pública con un hecho que va a contradecir su Misión como “Mesías”.
Cuando Jesús nace, para nada se ve rodeado de toda la parafernalia que debería de
tener por ser el “Enviado de Dios”, su “Hijo”, el “Mesías”. No sólo no nace
como “hijo de Rey”, sino todo lo contrario; nace como pobre entre los pobres,
despreciado y rechazado por los mismos a quienes venía a salvar y quienes deberían
de creer en Él. Y, por si fuera poco, demasiado pronto se le busca para
matarlo. Si él venía a proclamarse como el “Salvador del mundo”, ¿por qué
comienza con los signos más contrarios al poder, prestigio, fortaleza…? Así,
nadie creería en Él. No comenzaba su misión de 0, sino de bajo 0.
Y en el Bautismo sucede
algo parecido. Jesús ya es un adulto; siente que el Espíritu lo invita a dejar
su casa de Nazaret y a comenzar la misión por la que ha sido enviado al Mundo. Pero,
una vez más, no aparece en un carro de fuego, como el Profeta Daniel cuando fue
arrebatado al Cielo; sino poniéndose en la fila de los pecadores que buscaban
el Bautismo para recibir el perdón de Dios por sus pecados. La pregunta es
obvia: ¿de verdad puede ser Mesías, alguien que se presenta como pecador? ¿Alguien
que necesita ser bautizado por limpiar sus pecados? ¿No es una contradicción
que un pecador quiera presentarse como “redentor del Mundo”?
Y, sin embargo, así comienza Jesús su vida pública. El camino de la salvación es totalmente
contrario al camino de este mundo. Este impresionante hecho choca contra la
forma como nosotros consideramos el camino que hemos de recorrer en la vida. Nosotros
queremos “aparentar”; Jesús rompe las apariencias; nosotros buscamos el poder y
el prestigio; Jesús se entrega humildemente a alguien “que no merece desatar
las correas de sus sandalias”, para realizar el rito de su purificación. Nada
de poder, prestigio, apariencia; nada de jugar con ventaja. Jesús comienza su
misión como uno más; no se distingue de los otros; se identifica con su pueblo
pecador necesitado de Dios.
Sin duda, es lo que Pablo nos refleja en su carta a Tito. Pablo
captó el sentido profundo de esas acciones desconcertantes de Jesús. El camino
del poder que ha ido llevando a la muerte a los hijos de Dios, tiene una dinámica
totalmente contraria al camino de la Salvación. Desde nuestros criterios y
estrategias, le hubiéramos corregido la plana a Jesús. Muy probablemente le
hubiéramos dicho que no naciera pobre entre los pobres; que desde niño se
manifestara como “Hijo de Dios”, con todo su poder para que la gente creyera en
Él. Lo mismo ahora: desde nuestras concepciones jamás le hubiéramos sugerido
que hiciera fila entre los pecadores que necesitaban el bautismo para conseguir
el perdón de sus pecados. Si era el Hijo de Dios en el que no cabía pecado, no
debía haberse presentado como un pecador más; eso jugaría en su contra.
Pero el camino de Dios tiene otros senderos, justo lo que captó
Pablo. “La gracia de Dios –nos dice
Pablo- nos ha enseñado a renunciar a la
vida sin religión y a los deseos mundanos, para que vivamos, ya desde ahora, de
una manera sobria, justa y fiel a Dios”. La raíz del mal en nuestra historia
es ese afán de dominar, poseer, aparentar… Pero lo que tanto el Nacimiento de Jesús como su Bautismo nos muestran, es justo lo
contrario. La salvación viene como don; no como mérito; viene como entrega
desinteresada y humilde; no como posesión que busca asegurar la vida en esta
tierra.
Y entonces, entendemos la dinámica de la gracia. No somos nosotros
“quienes nos salvamos”, sino es Dios quien lo hace como regalo, como afirma
Pablo: “él nos salvó, no porque nosotros
hubiéramos hecho algo digno de merecerlo, sino por su misericordia”. La
salvación se nos da, justo porque Dios es bueno; no por nuestros méritos. En la
dinámica de Jesús, no existe la “meritocracia”.
Por eso, el Profeta Isaías, anunciando el futuro, nos dice: “Consuelen, consuelen a mi pueblo…; ya terminó
el tiempo de su servidumbre… Anuncia a los ciudadanos de Judá: <Aquí está su
Dios. Aquí llega el Señor, lleno de poder… Como pastor apacentará su rebaño;
llevará en sus brazos a los corderitos recién nacidos>”
Cierto, la salvación es gracia; pero también nosotros hemos de
vivir una vida digna de la vocación a la que hemos sido llamados, como dice el
mismo Pablo. De ahí a lo que nos invita Isaías: la salvación viene de Dios,
pero también nosotros hemos de cooperar con ella: “Preparen el camino del Señor en el desierto… Que todo valle se eleve, que
todo monte y colina se rebajen; que lo torcido se enderece y lo escabroso se
allane. Entonces se revelará la gloria del Señor y todos los hombres la verán”.
Finalmente, todo este camino que comienza a recorrer Jesús, es
confirmado por el Padre cuando el Espíritu en forma de Paloma baja sobre su
hombro y se oye la voz: “Tú eres mi Hijo,
el predilecto; en ti me complazco”.