domingo, 3 de marzo de 2019

8° Domingo del Tiempo Ordinario; 3 de marzo del 2019; FFF


Eclesiástico 275-8; Salmo 91; 1ª Corintios 1554-58; Lucas 639-45

De alguna manera podemos observar que las lecturas de este domingo tienen un corte más de carácter costumbrista-moral, que histórico en cuanto referido al seguimiento de Jesús. Sus énfasis están orientados hacia los comportamientos de la incipiente comunidad cristiana, con la finalidad o el deseo de constituir un grupo que realmente marque la diferencia con respecto a los otros grupos religiosos de la época.
“¿Puede acaso un ciego guiar a otro ciego?” –afirma el Evangelio-. Es decir, si en la comunidad de seguidores de Jesús no está clara la diferencia respecto a la experiencia de la religión judía, entonces no habrá habido ningún cambio significativo en los seguidores de Jesús. Y ésta es la primera invitación radical de este domingo. Nosotros, como seguidores de Jesús, no podemos vivir con las normas que nos marca la cultura dominante de la sociedad en la que nos encontramos; pues entonces no seremos más que ciegos guiando a otros ciegos.
El evangelio denuncia enfáticamente la hipocresía con la que quizá actuaban algunos de los que intentaban ser discípulos de Jesús. Es tan fácil caer en la actitud que se denuncia, que entonces, ¿dónde está la diferencia con las otras formas de vivir la experiencia religiosa? ¿Cómo reconocer a los verdaderos seguidores de Jesús? El tema, por demás, es muy conocido. Somos tremendamente perspicaces para observar y criticar los límites o pecados de los demás; pero no para reconocer los propios que –como dice San Lucas- son peores.  Vemos “la paja” en el ojo ajeno, pero no “la viga” que traemos en el propio.
Y de ahí surge la pregunta: ¿cómo podemos ser auto-críticos? ¿Cómo podemos tener el mínimo de honestidad para reconocer nuestras propias fallas? Parece que somos verdaderamente “ciegos” que no queremos ver la viga que traemos en el ojo, quizá por varias razones: porque nos da miedo enfrentar la propia verdad; porque la soberbia nos ciega impidiéndonos ver y aceptar nuestras propias limitaciones; quizá también porque tenemos una falsa conciencia de que nosotros “sí somos buenos” y no tenemos nada que nos recrimine. La comunidad de seguidores no puede estar formada por personas que son incapaces para reconocer su propia realidad con sus límites y pecados. No se trata de “ser puros”, de no tener ninguna mancha o pecado; sino de tener el suficiente valor moral como para reconocerlos y hacer lo necesario para quitarlos.
Pero hay otro elemento clave para conformar la comunidad de los discípulos. Y es la invitación a dejar de señalar las faltas y pecados de los otros. El que hace esto, no es más que un ciego guiando a otros ciegos: yo quiero señalarle al otro cuál es su pecado; pero, ¿conozco el mío? ¿Lo manejo? ¿He intentado “sacarme la viga” antes de acusar al que sólo tiene una paja en el ojo? Es como una tendencia a resaltar los pecados del otro, con el fin de poner un velo que oculte los propios o que, al menos, nos haga sentir que no son tan graves. Si queremos ser seguidores de Jesús, tenemos que marcar la diferencia dejando de criticar al otro y haciendo un esfuerzo por reconocer lo nuestro. Sin esto, no seremos más que ciegos.
La segunda invitación de Lucas es a revisar si “damos frutos buenos”; ellos serán el indicador de nuestro seguimiento. No basta hablar, aunque hablemos bien. San Ignacio de Loyola afirma que el “amor se ha de poner más en las obras que en las palabras”. Y esto también es clarísimo en nuestras comunidades cristianas. Hacemos muchas cosas, nos creemos buenos; sin embargo, los frutos que damos, ¿son verdaderamente buenos? ¿Son frutos que marquen nuestra pertenencia a la comunidad cristiana? Quizá hablemos mucho, pero hagamos poco; o hagamos “cosas buenas”, pero no dejamos de hacer lo que está causando tanta pobreza y miseria en nuestras sociedades. Podemos hacer caridades, pero al mismo tiempo no pagar lo justo, no compartir nuestras riquezas, acumular exageradamente, etc. La invitación, en consecuencia, es a dar verdaderos frutos que transformen las raíces injustas de nuestras sociedades. Ahora ya no sólo seremos hipócritas por acusar al hermano, sino por no ver que nuestras acciones no son tan buenas como decimos y que, más aún, son la raíz de la injusticia. Obvio, esas personas, aunque se digan seguidores de Jesús, no lo son; pues sus frutos no son buenos y, más aún, sus acciones están ocasionando el mismo mal que se quiere evitar.
El comentario de este domingo lo cierra San Pablo al animarnos a estar firmes, a ser constantes, “trabajando siempre en la obra de Cristo, puesto que Uds. saben que sus fatigas no quedarán sin recompensa por parte del Señor”. Nuestro ser corruptible se revestirá de “incorruptibilidad e inmortalidad”, pues la muerte ha sido aniquilada por el triunfo de Jesucristo. “¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón?”.
San Pablo ha vivido en carne propia que vale la pena luchar hasta el fin, a pesar de tantas dificultades y problemas como tuvo él en la predicación del Evangelio. Vale la pena seguir hasta el fin, pues la muerte ha sido derrotada por el triunfo de Jesucristo en la cruz. La muerte no pudo retener al autor de la vida; y esa es la gran motivación para seguir a Jesús a pesar de cualquier dificultad. La muerte sólo será el encuentro pleno y feliz con Jesús resucitado.