Eclesiástico 275-8; Salmo 91; 1ª Corintios 1554-58;
Lucas 639-45
De alguna manera podemos observar que las lecturas de este domingo
tienen un corte más de carácter costumbrista-moral, que histórico en cuanto
referido al seguimiento de Jesús. Sus énfasis están orientados hacia los
comportamientos de la incipiente comunidad cristiana, con la finalidad o el
deseo de constituir un grupo que realmente marque la diferencia con respecto a
los otros grupos religiosos de la época.
“¿Puede acaso un ciego
guiar a otro ciego?” –afirma el Evangelio-. Es
decir, si en la comunidad de seguidores de Jesús no está clara la diferencia respecto
a la experiencia de la religión judía, entonces no habrá habido ningún cambio significativo
en los seguidores de Jesús. Y ésta es la primera invitación radical de este
domingo. Nosotros, como seguidores de Jesús, no podemos vivir con las normas
que nos marca la cultura dominante de la sociedad en la que nos encontramos;
pues entonces no seremos más que ciegos guiando a otros ciegos.
El evangelio denuncia enfáticamente la hipocresía con la que quizá
actuaban algunos de los que intentaban ser discípulos de Jesús. Es tan fácil
caer en la actitud que se denuncia, que entonces, ¿dónde está la diferencia con
las otras formas de vivir la experiencia religiosa? ¿Cómo reconocer a los
verdaderos seguidores de Jesús? El tema, por demás, es muy conocido. Somos
tremendamente perspicaces para observar y criticar los límites o pecados de los
demás; pero no para reconocer los propios que –como dice San Lucas- son peores.
Vemos “la paja” en el ojo ajeno, pero no
“la viga” que traemos en el propio.
Y de ahí surge la pregunta: ¿cómo podemos ser auto-críticos? ¿Cómo
podemos tener el mínimo de honestidad para reconocer nuestras propias fallas? Parece
que somos verdaderamente “ciegos” que no queremos ver la viga que traemos en el
ojo, quizá por varias razones: porque nos da miedo enfrentar la propia verdad; porque
la soberbia nos ciega impidiéndonos ver y aceptar nuestras propias limitaciones;
quizá también porque tenemos una falsa conciencia de que nosotros “sí somos
buenos” y no tenemos nada que nos recrimine. La comunidad de seguidores no
puede estar formada por personas que son incapaces para reconocer su propia
realidad con sus límites y pecados. No se trata de “ser puros”, de no tener
ninguna mancha o pecado; sino de tener el suficiente valor moral como para
reconocerlos y hacer lo necesario para quitarlos.
Pero hay otro elemento clave para conformar la comunidad de los
discípulos. Y es la invitación a dejar de señalar las faltas y pecados de los
otros. El que hace esto, no es más que un ciego guiando a otros ciegos: yo
quiero señalarle al otro cuál es su pecado; pero, ¿conozco el mío? ¿Lo manejo?
¿He intentado “sacarme la viga” antes
de acusar al que sólo tiene una paja en el ojo? Es como una tendencia a
resaltar los pecados del otro, con el fin de poner un velo que oculte los propios
o que, al menos, nos haga sentir que no son tan graves. Si queremos ser seguidores
de Jesús, tenemos que marcar la diferencia dejando de criticar al otro y
haciendo un esfuerzo por reconocer lo nuestro. Sin esto, no seremos más que
ciegos.
La segunda invitación de
Lucas es a revisar si “damos frutos
buenos”; ellos serán el indicador de nuestro seguimiento. No basta hablar,
aunque hablemos bien. San Ignacio de Loyola afirma que el “amor se ha de poner más en las obras que en las palabras”. Y esto
también es clarísimo en nuestras comunidades cristianas. Hacemos muchas cosas,
nos creemos buenos; sin embargo, los frutos que damos, ¿son verdaderamente
buenos? ¿Son frutos que marquen nuestra pertenencia a la comunidad cristiana? Quizá
hablemos mucho, pero hagamos poco; o hagamos “cosas buenas”, pero no dejamos de
hacer lo que está causando tanta pobreza y miseria en nuestras sociedades. Podemos
hacer caridades, pero al mismo tiempo no pagar lo justo, no compartir nuestras
riquezas, acumular exageradamente, etc. La invitación, en consecuencia, es a
dar verdaderos frutos que transformen las raíces injustas de nuestras
sociedades. Ahora ya no sólo seremos hipócritas por acusar al hermano, sino por
no ver que nuestras acciones no son tan buenas como decimos y que, más aún, son
la raíz de la injusticia. Obvio, esas personas, aunque se digan seguidores de Jesús,
no lo son; pues sus frutos no son buenos y, más aún, sus acciones están
ocasionando el mismo mal que se quiere evitar.
El comentario de este domingo lo cierra San Pablo al animarnos a estar firmes, a ser constantes, “trabajando siempre en la obra de Cristo,
puesto que Uds. saben que sus fatigas no quedarán sin recompensa por parte del
Señor”. Nuestro ser corruptible se revestirá de “incorruptibilidad e inmortalidad”, pues la muerte ha sido
aniquilada por el triunfo de Jesucristo. “¿Dónde
está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón?”.
San Pablo ha vivido en carne propia que vale la pena luchar hasta
el fin, a pesar de tantas dificultades y problemas como tuvo él en la predicación
del Evangelio. Vale la pena seguir hasta el fin, pues la muerte ha sido
derrotada por el triunfo de Jesucristo en la cruz. La muerte no pudo retener al
autor de la vida; y esa es la gran motivación para seguir a Jesús a pesar de
cualquier dificultad. La muerte sólo será el encuentro pleno y feliz con Jesús resucitado.