Lecturas: Hechos 85-8, 14-17; 1ª Pedro 315-18; Sal.
65; Juan 1415-21.
Estamos en
el último domingo de Pascua, celebrando los efectos que la Resurrección produjo
en los discípulos de Jesús, y que permitieron consolidar a ese puñado de hombres
desorientados y cobardes, en un grupo que pudo continuar con la obra del Reino.
El
evangelio da testimonio del drama que sigue viviendo Jesús: su partida se
aproxima, y para nada los discípulos dan muestras de estar preparados para
retomar la estafeta. Por eso, esta parte del sermón de la última cena parece
convertirse en una repetición obsesiva, en una cantaleta casi interminable de
lo mismo. Todo gira en torno al amor: “¡Ámense! –les dice-, como yo los he
amado”; si me aman, mi Padre los amará; y vendremos a Uds.; y haremos una morada;
el que me ama, cumple mis mandatos; y entonces, mi padre y yo lo amaremos…
Pero, ¿por
qué esa centralidad en el amor? Justo porque es el meollo de todo su mensaje;
es la realidad más profunda a la que cualquier ser humano puede aspirar. Se
trata de la manifestación de una realidad –por un lado- y de una promesa –por el
otro-. Es decir, el amor es esa esfera que amalgama la relación entre Dios como
Padre, Jesús como el Hijo y los discípulos como creyentes. Y esa es la mayor
plenitud a la que podemos aspirar. Tan maravillosa, como la experiencia que los
discípulos vivieron en la Transfiguración: “algo que ni el ojo vio ni el oído oyó”.
Esa sí es una experiencia indescriptible, pero que nada ni nadie de este mundo
puede lograr, si el Padre no se la concede. Esa es una realidad, pero también
una promesa; pues no se podrá vivir en plenitud sino hasta el final de los
tiempos.
Y esta
experiencia es la que Jesús intenta reforzar en sus amigos; pero tan impulsivamente,
porque siente el drama de su inminente partida y la cerrazón y torpeza de los
12 para entender y vivir lo que Él, como Maestro, ha querido transmitirles. Sin
embargo, Él no puede ir más allá de lo que hasta ahora ha hecho. Ahora es el
momento para el Espíritu. La obra de Jesús está por terminar; y ahora comenzará
la del Espíritu: Él será el encargado de guiar y consolidar a esa primitiva iglesia
que apenas balbucea.
Jesús no tiene
otro camino que confiar y rogar a su Padre que envíe al Espíritu. En el proyecto
del Padre, el Espíritu Santo es imprescindible. Es la única forma como Jesús podrá
partir, sin que la “Buena Nueva del Reino”, su Evangelio, se pierda en la noche
del miedo y la cobardía de los apóstoles.
Y en este
trance tan difícil para Jesús, lo que más llama la atención es la forma de
afrontarlo. Cuando hay un ambiente de hostilidad, desprecio, burlas y agresión
contra Él, Jesús no invita al odio, a la venganza, al “ojo por ojo”; sino al
amor, al perdón, a la reconciliación. Su salida de este mundo no es triunfal; con
aplausos y reconocimientos; sino una salida que pasa por la cruz, con insultos
y desprecios. Pero Él sólo exhorta a no tener miedo, a no acobardarse, a no
perder la paz; a seguir apostando por el amor, el servicio y la entrega a los demás.
Y quizá
también la misma situación invitaría a olvidarse de Dios, a sentirse
traicionado y abandonado por Él; sin embargo, Jesús no deja de hacer oración y
no pierde la esperanza. Su apuesta por el Padre es inquebrantable. En el fondo
de su alma, está la fuerza del Espíritu que lo sostiene, y ese es el que quiere
comunicar a los 12. Como lo ha querido leer la Iglesia, hasta que la lanza no
penetró el costado de Jesús crucificado, no fue entregado su Espíritu en toda su
plenitud.
La primera
lectura es ya un testimonio de que la oración de Jesús fue escuchada y que con
la entrega de su vida, la primitiva comunidad cristiana recibió el Espíritu. Felipe
va a Samaria: hace milagros, predica; las personas son bautizadas y acceden a
la fe. Sin embargo, sólo habían sido bautizados en el nombre del Señor Jesús. Entonces,
fueron Pedro y Juan para que recibieran al Espíritu Santo, mediante la imposición
de las manos.
Maravillosamente
los discípulos pudieron distinguir entre ambos sacramentos: el bautismo que
abre a la fe en el Señor Jesús; y la Confirmación que comunica al Espíritu
Santo.
En la segunda
Lectura, San Pedro nos invita a “dar razón de nuestra esperanza”. Es decir,
cada uno ha de saber por qué cree, por qué sigue al Señor Jesús, por qué vive con la fuerza
del Espíritu. Pero dar testimonio de esto no sólo implica palabras, sino el
realizar el amor, el cumplir los mandatos del Señor Jesús. Es la fuerza de las obras,
lo único que realmente podrá dar testimonio de nuestra fe.