domingo, 25 de mayo de 2014

6° Domingo de Pascua; Mayo 25 del 2014

Lecturas: Hechos 85-8, 14-17; 1ª Pedro 315-18; Sal. 65; Juan 1415-21.
Estamos en el último domingo de Pascua, celebrando los efectos que la Resurrección produjo en los discípulos de Jesús, y que permitieron consolidar a ese puñado de hombres desorientados y cobardes, en un grupo que pudo continuar con la obra del Reino.
El evangelio da testimonio del drama que sigue viviendo Jesús: su partida se aproxima, y para nada los discípulos dan muestras de estar preparados para retomar la estafeta. Por eso, esta parte del sermón de la última cena parece convertirse en una repetición obsesiva, en una cantaleta casi interminable de lo mismo. Todo gira en torno al amor: “¡Ámense! –les dice-, como yo los he amado”; si me aman, mi Padre los amará; y vendremos a Uds.; y haremos una morada; el que me ama, cumple mis mandatos; y entonces, mi padre y yo lo amaremos…
Pero, ¿por qué esa centralidad en el amor? Justo porque es el meollo de todo su mensaje; es la realidad más profunda a la que cualquier ser humano puede aspirar. Se trata de la manifestación de una realidad –por un lado- y de una promesa –por el otro-. Es decir, el amor es esa esfera que amalgama la relación entre Dios como Padre, Jesús como el Hijo y los discípulos como creyentes. Y esa es la mayor plenitud a la que podemos aspirar. Tan maravillosa, como la experiencia que los discípulos vivieron en la Transfiguración: “algo que ni el ojo vio ni el oído oyó”. Esa sí es una experiencia indescriptible, pero que nada ni nadie de este mundo puede lograr, si el Padre no se la concede. Esa es una realidad, pero también una promesa; pues no se podrá vivir en plenitud sino hasta el final de los tiempos.
Y esta experiencia es la que Jesús intenta reforzar en sus amigos; pero tan impulsivamente, porque siente el drama de su inminente partida y la cerrazón y torpeza de los 12 para entender y vivir lo que Él, como Maestro, ha querido transmitirles. Sin embargo, Él no puede ir más allá de lo que hasta ahora ha hecho. Ahora es el momento para el Espíritu. La obra de Jesús está por terminar; y ahora comenzará la del Espíritu: Él será el encargado de guiar y consolidar a esa primitiva iglesia que apenas balbucea.
Jesús no tiene otro camino que confiar y rogar a su Padre que envíe al Espíritu. En el proyecto del Padre, el Espíritu Santo es imprescindible. Es la única forma como Jesús podrá partir, sin que la “Buena Nueva del Reino”, su Evangelio, se pierda en la noche del miedo y la cobardía de los apóstoles.
Y en este trance tan difícil para Jesús, lo que más llama la atención es la forma de afrontarlo. Cuando hay un ambiente de hostilidad, desprecio, burlas y agresión contra Él, Jesús no invita al odio, a la venganza, al “ojo por ojo”; sino al amor, al perdón, a la reconciliación. Su salida de este mundo no es triunfal; con aplausos y reconocimientos; sino una salida que pasa por la cruz, con insultos y desprecios. Pero Él sólo exhorta a no tener miedo, a no acobardarse, a no perder la paz; a seguir apostando por el amor, el servicio y la entrega a los demás.
Y quizá también la misma situación invitaría a olvidarse de Dios, a sentirse traicionado y abandonado por Él; sin embargo, Jesús no deja de hacer oración y no pierde la esperanza. Su apuesta por el Padre es inquebrantable. En el fondo de su alma, está la fuerza del Espíritu que lo sostiene, y ese es el que quiere comunicar a los 12. Como lo ha querido leer la Iglesia, hasta que la lanza no penetró el costado de Jesús crucificado, no fue entregado su Espíritu en toda su plenitud.
La primera lectura es ya un testimonio de que la oración de Jesús fue escuchada y que con la entrega de su vida, la primitiva comunidad cristiana recibió el Espíritu. Felipe va a Samaria: hace milagros, predica; las personas son bautizadas y acceden a la fe. Sin embargo, sólo habían sido bautizados en el nombre del Señor Jesús. Entonces, fueron Pedro y Juan para que recibieran al Espíritu Santo, mediante la imposición de las manos.
Maravillosamente los discípulos pudieron distinguir entre ambos sacramentos: el bautismo que abre a la fe en el Señor Jesús; y la Confirmación que comunica al Espíritu Santo.
En la segunda Lectura, San Pedro nos invita a “dar razón de nuestra esperanza”. Es decir, cada uno ha de saber por qué cree, por qué sigue  al Señor Jesús, por qué vive con la fuerza del Espíritu. Pero dar testimonio de esto no sólo implica palabras, sino el realizar el amor, el cumplir los mandatos del Señor Jesús. Es la fuerza de las obras, lo único que realmente podrá dar testimonio de nuestra fe.