En este 5°
domingo de Pascua, la liturgia sigue mostrando, por un lado, los efectos de la
Resurrección del Señor Jesús; y, por el
otro, la proximidad de su partida. El ciclo de Jesús está pronto a terminar. Él
ha concluido su misión, y regresa al Padre.
Sin
embargo, no parece –para decirlo coloquialmente- sentirse satisfecho con lo que
los discípulos han comprendido. El tiempo apremia; su partida es inminente;
pero los 12 no terminan de comprender; no han logrado hacer ese quiebre radical
con la antigua propuesta de los detentadores del poder religioso judío. Quizá han
ido comprendiendo partes del mensaje de Jesús; pero no han logrado
integrarlo desde la clave de su
experiencia religiosa, desde esa “piedra angular” que todo lo integra.
¿Cuál es la
angustia del Maestro? Que no terminan de entender al Padre; que el Dios proclamado
o apresado por los escribas y fariseos,
no es el Dios de Jesús; y esto es grave. Hay una ruptura radical con ese Dios
del Antiguo Testamento, cuando menos en su relación con Jesús, y eso no lo han
comprendido.
En este
sentido, en segundo lugar, tampoco han comprendido la relación estructural que
existe entre el Padre y el Hijo; entre Dios y Jesús. Sin esto, todo lo demás queda
en el vacío, sabiendo que entre ellos existe una jerarquía: el Padre es mayor;
y por eso va a Él.
Jesús ha
sido la “palabra” del Padre; su revelación. Dios no encontró otra forma de “vivir
entre nosotros” y mostrar lo que Él era, que encarnando su Palabra en un hombre,
para así hacerse comprensible a la humanidad. De esta forma, lo que Jesús hizo
y dijo, es lo que Dios hace y dice. Y lo
más radical es que ese Dios en Jesús se ha transformado en un Padre-Madre, que
opta por los pequeños; que muestra compasión por los que sufren; que come con
pecadores y publicanos; que perdona y levanta a los caídos; que muestra su
misericordia ante toda miseria humana; que escucha y acoge a los marginados;
que da de comer a los hambrientos y cura a los enfermos; que respeta y reivindica
a las mujeres; que llora por la muerte de un amigo; y que, finalmente, da la vida
para que la humanidad la tenga en abundancia. Ese es nuestro Dios y el Dios de Jesús.
Esto es la clave del mensaje cristiano.
Ceguera de
los 12 que se hace evidente cuando Jesús les dice que se va al Padre; y ellos hacen
preguntas que muestran la torpeza de su corazón. “¡Muéstranos al Padre!”, le
dice Felipe. “El que me ve a mí –contesta Jesús- ve a al Padre”; somos lo
mismo. Tomás le replica: “no sabemos a dónde vas; ¿cómo podemos saber el
camino?” Jesús responde recogiendo la experiencia de su vida: el que a mí me
conoce, conoce al Padre; el que me ha visto en las obras que hago, ha visto a
Dios; el Padre está en el Hijo y el Hijo en el Padre. Por eso nadie puede ir al
Padre si no es a través del Hijo. No hay más. Pero, además, lo más maravilloso,
es que Jesús regresa al Padre para prepararnos una morada y luego regresar por
nosotros a fin de que podamos estar con Él para siempre.
Esto es el
centro del mensaje cristiano, lo fundamental. Mirar a Dios como un Padre-Madre,
preocupado porque nosotros sus hijos podamos vivir en plenitud, tener paz,
gozar la vida, sabiendo que en el Cielo tenemos una morada a la que llegaremos
al final de la vida, para estar con Jesús y con su Padre.
La segunda
gran preocupación de Jesús es que ahora serán los discípulos los encargados de seguir
trasparentando la imagen de Dios, la del Padre, aquí en la tierra. Jesús ya no
estará con nosotros; pero la obra tiene que continuar. Por eso la urgencia de
comprender el mensaje; de vivirlo y, finalmente, de practicarlo para seguir
extendiendo la presencia de ese Dios en
nuestro mundo.
Jesús se va;
pero a nosotros nos queda la misión. La responsabilidad es enorme: ¿podremos ser imágenes vivas del Dios
de Nuestro Señor Jesucristo? ¿Nuestro ser y nuestro actuar podrán dar ese
testimonio? La respuesta vendrá pronto, con la venida del Espíritu Santo. Él es
la herencia que nos deja Jesús para
continuar su obra. No estamos solos. El Espíritu, como lo muestran los hechos
de los Apóstoles, iluminará nuestra mente y alentará nuestros corazones, para
seguir adelante, como todos los discípulos, aún a pesar de la muerte. No dejemos
a Jesús, pues Él es verdaderamente “el camino, la verdad y la vida”, para estar
con el Padre y que Él permanezca en nosotros.