domingo, 18 de mayo de 2014

5° Domingo de Pascua; Mayo 18 del 2014

En este 5° domingo de Pascua, la liturgia sigue mostrando, por un lado, los efectos de la Resurrección  del Señor Jesús; y, por el otro, la proximidad de su partida. El ciclo de Jesús está pronto a terminar. Él ha concluido su misión, y regresa al Padre.
Sin embargo, no parece –para decirlo coloquialmente- sentirse satisfecho con lo que los discípulos han comprendido. El tiempo apremia; su partida es inminente; pero los 12 no terminan de comprender; no han logrado hacer ese quiebre radical con la antigua propuesta de los detentadores del poder religioso judío. Quizá han ido comprendiendo partes del mensaje de Jesús; pero no han logrado integrarlo  desde la clave de su experiencia religiosa, desde esa “piedra angular” que todo lo integra.
¿Cuál es la angustia del Maestro? Que no terminan de entender al Padre; que el Dios proclamado o  apresado por los escribas y fariseos, no es el Dios de Jesús; y esto es grave. Hay una ruptura radical con ese Dios del Antiguo Testamento, cuando menos en su relación con Jesús, y eso no lo han comprendido.
En este sentido, en segundo lugar, tampoco han comprendido la relación estructural que existe entre el Padre y el Hijo; entre Dios y Jesús. Sin esto, todo lo demás queda en el vacío, sabiendo que entre ellos existe una jerarquía: el Padre es mayor; y por eso va a Él.
Jesús ha sido la “palabra” del Padre; su revelación. Dios no encontró otra forma de “vivir entre nosotros” y mostrar lo que Él era, que encarnando su Palabra en un hombre, para así hacerse comprensible a la humanidad. De esta forma, lo que Jesús hizo y dijo, es lo que Dios hace  y dice. Y lo más radical es que ese Dios en Jesús se ha transformado en un Padre-Madre, que opta por los pequeños; que muestra compasión por los que sufren; que come con pecadores y publicanos; que perdona y levanta a los caídos; que muestra su misericordia ante toda miseria humana; que escucha y acoge a los marginados; que da de comer a los hambrientos y cura a los enfermos; que respeta y reivindica a las mujeres; que llora por la muerte de un amigo; y que, finalmente, da la vida para que la humanidad la tenga en abundancia. Ese es nuestro Dios y el Dios de Jesús. Esto es la clave del mensaje cristiano.
Ceguera de los 12 que se hace evidente cuando Jesús les dice que se va al Padre; y ellos hacen preguntas que muestran la torpeza de su corazón. “¡Muéstranos al Padre!”, le dice Felipe. “El que me ve a mí –contesta Jesús- ve a al Padre”; somos lo mismo. Tomás le replica: “no sabemos a dónde vas; ¿cómo podemos saber el camino?” Jesús responde recogiendo la experiencia de su vida: el que a mí me conoce, conoce al Padre; el que me ha visto en las obras que hago, ha visto a Dios; el Padre está en el Hijo y el Hijo en el Padre. Por eso nadie puede ir al Padre si no es a través del Hijo. No hay más. Pero, además, lo más maravilloso, es que Jesús regresa al Padre para prepararnos una morada y luego regresar por nosotros a fin de que podamos estar con Él para siempre.
Esto es el centro del mensaje cristiano, lo fundamental. Mirar a Dios como un Padre-Madre, preocupado porque nosotros sus hijos podamos vivir en plenitud, tener paz, gozar la vida, sabiendo que en el Cielo tenemos una morada a la que llegaremos al final de la vida, para estar con Jesús y con su Padre.
La segunda gran preocupación de Jesús es que ahora serán los discípulos los encargados de seguir trasparentando la imagen de Dios, la del Padre, aquí en la tierra. Jesús ya no estará con nosotros; pero la obra tiene que continuar. Por eso la urgencia de comprender el mensaje; de vivirlo y, finalmente, de practicarlo para seguir extendiendo la  presencia de ese Dios en nuestro mundo.

Jesús se va; pero a nosotros nos queda la misión. La responsabilidad es  enorme: ¿podremos ser imágenes vivas del Dios de Nuestro Señor Jesucristo? ¿Nuestro ser y nuestro actuar podrán dar ese testimonio? La respuesta vendrá pronto, con la venida del Espíritu Santo. Él es la herencia que nos  deja Jesús para continuar su obra. No estamos solos. El Espíritu, como lo muestran los hechos de los Apóstoles, iluminará nuestra mente y alentará nuestros corazones, para seguir adelante, como todos los discípulos, aún a pesar de la muerte. No dejemos a Jesús, pues Él es verdaderamente “el camino, la verdad y la vida”, para estar con el Padre y que Él permanezca en nosotros.