domingo, 28 de septiembre de 2014

26° domingo Ordinario; 28 de septiembre del 2014

Ezequiel 1825-28; Salmo 24; Filipenses 21-11; Mateo 2128-32

Las tres lecturas de este domingo escalonan el mensaje que nos invita a seguir clarificando nuestro compromiso como cristianos.
La primera invitación nos viene de Ezequiel: lo que nos pase personalmente es fruto de nuestras acciones. Si optamos por el bien, nos irá bien y viviremos, como ya lo había señalado el Deuteronomio; pero si escogemos el  mal, pues simplemente nos irá mal y moriremos. Es decir, la relación con Dios no suprime la libertad del ser humano; y, en esta dirección, la responsabilidad. No podemos culpar a Dios de lo que pasa en esta vida. Es algo semejante al dicho de que “el pueblo tiene los gobernantes que se merece”. Si tenemos gobernantes malos, es porque no hemos sabido asumir nuestra propia responsabilidad como ciudadanos en el ejercicio del poder y la gobernanza social, y no hemos luchado lo suficiente para ir contra la corrupción y los abusos de poder.
Pero, entonces, podríamos preguntarnos para qué está Dios, para qué sirve. Si de nosotros depende lo que pasa en esta tierra, ¿no sale sobrando Dios? Esta concepción, ¿no lo pone en el mismo lugar que  los dioses griegos del Olimpo, que sólo contemplaban estoicamente las desgracias de la humanidad?
La respuesta nos la da San Pablo en su Carta a los Filipenses: tan no ha sido Dios indiferente a nuestra suerte, que nos envió a su Hijo para ser solidario hasta la muerte en todos los procesos humanos y para mostrarnos el camino que nos puede llevar a la plenitud. Por eso la petición del Salmo: “Descúbrenos Señor tus caminos; guíanos con la verdad de tu doctrina”. El hombre sigue siendo responsable de su vida, de lo que le pase, de su felicidad o de su desdicha; pero no va solo ni ignora cuál es el camino que nos lleva a la vida. Jesús camina de la mano con nosotros, comprometido hasta la muerte a fin de que tengamos vida, y vida en abundancia. Para ello nos ofreció su “Buena Noticia”, su “Evangelio”. Y ahí está su invitación; no el chantaje. Por eso tantas veces los evangelistas reportaron esta actitud de Jesús: “El que quiera venir…”; “Si alguno quiere…” Siempre la oferta libre, cariñosa, desde su acompañamiento y cercanía. Pero sobre todo, desde la igualdad de condiciones. Él vive lo que nosotros vivimos; Él siente igual; tiene que buscar la voluntad del Padre; ora; está en su presencia; es iluminado por el Espíritu, como cualquiera de nosotros lo puede hacer y vivir.
Y sabemos que este camino humano por el que Jesús optó, le abrió la posibilidad de la muerte que, como Dios, no podía tener; pero Él quiso ser absolutamente solidario con nosotros. No jugó con ventaja, como dice Pablo: Se anonadó; se despojó de su propia condición divina; se hizo semejante a nosotros. Y más aún, tomó la condición de siervo y, por obediencia, llegó hasta la muerte, y muerte de cruz.
Obediencia difícil de entender; pues no era que el Padre lo hubiera predestinado a la muerte de cruz, como un condenado. No; la obediencia era para que Jesús nos mostrara el camino del amor, de la entrega hasta el final, aunque eso pudiera acarrearle la muerte, como a tantos que se atrevieron en su época a ir contra la opresión y la injusticia. Ahí estuvo la obediencia radical de Jesús: a pesar de la posibilidad de que su anuncio evangélico lo llevara al peor de los suplicios, sin embargo, obedeció la invitación del Padre a seguir adelante, a mostrarnos el camino del amor, de la justicia, de la verdad, de la misericordia, del perdón, costara lo que costara.
El  Evangelio cierra las invitaciones de este domingo con una parábola sumamente clara, contundente, cuestionadora. La pregunta que nos lanza no es qué decimos, sino qué hacemos. Un hijo, muy en cercanía con el Padre, dice “sí”. No riñe con el Padre; no lo contraría. Sin embargo, a final de cuentas, no hace lo que el Padre quiere.
El otro podríamos decir que es más rebelde: por principio de cuentas dice “no”; y se da media vuelta y se va; pero, a final de cuentas, hace lo que el Padre le pedía.
De ahí la pregunta de Jesús: “¿Cuál de los dos hizo la voluntad del Padre?” Evidente; el segundo. Ezequiel nos invitaba a la responsabilidad personal; ahora Mateo nos invita a la coherencia. Lo que digamos no importa tanto; lo definitivo es lo que hacemos, nuestros comportamientos y, por supuesto, en coherencia con el mensaje de Jesús, con obedecer la voluntad del Padre, con el vivir la justicia, la compasión, la misericordia.
La conclusión es clara: las prostitutas y los publicanos adelantarán en el reino a la “gente decente”, que para Jesús estaba representada en los fariseos y publicanos. Dijeron que sí, pero no captaron el nuevo mensaje de Dios que se presentó en Jesús; y, finalmente, no hicieron lo que Dios quería.
Terminemos con la petición del Salmo: “Descúbrenos Señor tus caminos; guíanos con la verdad de tu doctrina”.