Ezequiel 337-9;
Salmo 94; Romanos 138-10; Mateo 1815-20
Lo
importante de las lecturas de este domingo es que nos dan una clave fundamental
para descubrir la esencia del Cristianismo. Contrario a lo que aspiramos de
tener las iglesias abarrotadas y de ser el grupo religioso más importante del
mundo, con una gran jerarquía, Papas extraordinarios y muchos sacerdotes y
religiosas, Jesús nos propone algo realmente sencillo y que, quizá por ello, no
lo hemos tomado en serio, nos ha pasado desapercibido.
La
esencia del cristianismo es estar dos o tres reunidos en el nombre del Señor Jesús,
orando al Padre. No dispersos ni enfrentados; no descalificándose uno al otro;
escuchando su llamada; identificados con su proyecto del Reino de Dios; siendo Jesús el centro de ese
pequeño grupo.
Es
él el que habrá de alentar nuestra oración, celebraciones, proyectos y
actividades. Su presencia es el secreto de toda comunidad cristiana viva. Lo
importante es reunirnos en su nombre, atraídos por su persona y por su proyecto
de hacer un mundo más humano.
De
ahí la necesidad de aumentar nuestra conciencia de que somos comunidades de Jesús:
no del Papa, de los sacerdotes o de las parroquias. Nos reunimos para escuchar
su evangelio, para mantener vivo su recuerdo, para contagiarnos de su Espíritu,
para anunciar su Buena Noticia. Sólo la fuerza de Jesús será la única que podrá
animar nuestra fe, muchas veces cansada y rutinaria.
Siendo
este el modelo de iglesia al que podemos aspirar, las dos primeras lecturas concretan
el tipo de relación que se ha de dar al interior de esa pequeña comunidad.
Ezequiel da por supuesto
que el pecado es una enfermedad que ataca a la comunidad. Desgraciadamente, así
es. Siempre encontraremos personas al interior de la iglesia que no siguen la
ley del Señor. Sin embargo, el resto de la comunidad no puede permanecer
indiferente. Cada uno somos corresponsables del hermano. El Profeta nos exhorta
a amonestar al hermano. Si él no cambia, cuando menos nosotros hicimos la lucha
por cambiarlo. El problema es cuando lo vemos que se está apartando de la
comunidad, por su pecado, y no hacemos nada. Nos protegemos dentro de los “buenos”
entre comillas y dejamos que el otro se pierda. Por eso, como dice la Primera lectura, si no hacemos nada,
también a nosotros se nos pedirán cuentas de la vida del pecador.
Mateo, en el evangelio, abunda sobre el tema, en algo que no es nada fácil; pero
que no podemos evadir. Todos hemos de ser solidarios de la suerte de los otros.
Sin embargo, la tendencia natural es a evitar la confrontación para “no
meternos en líos”. Pero no hay otro camino para el seguidor de Jesús, para el
que vive dentro de esas comunidades cuyo centro es el Señor.
Los
pasos para la corrección fraterna son muy claros y fundamentales: primero hay
que hablar directamente con el hermano
que ha fallado. Si se corrige, como señala el evangelio, lo habremos salvado. Si no, hay que hacernos acompañar
de una o dos personas más, como testigos. Si tampoco, entonces habrá que decírselo
a la comunidad. Y si de ninguna forma cambia, entonces ya no podrá ser
considerado como uno más del grupo. Él mismo se apartó definitivamente, por no
renunciar a su pecado.
El
tema es fundamental, pues nos invita a no ser indiferentes ante el pecado del
otro. Es muy fácil encerrarse en uno mismo y dejar que el hermano se aparte. Obvio,
el cuestionar a los otros implica conflicto, y tampoco nosotros estamos seguros
de no tener pecado. Sin embargo, la invitación del evangelio es clara: no
podemos ser indiferentes ante el pecado de los demás. La solidaridad es condición
esencial de cualquier comunidad cristiana. Por eso los pasos a los que nos invita
el Evangelio.
San Pablo, en la carta a
los Romanos, termina de centrar lo
que hace que ese pequeño grupo sea o no seguidor de Jesús. “El que ama –nos dice-
ha cumplido la ley”. Sin embargo, podríamos preguntarnos si para el cristiano sólo
es necesario “no hacer el mal al otro”. ¿No tendríamos que hacer el bien? ¿Sólo
se trata de no hacer el mal?
Ciertamente
que no. La cuestión es que hay que ir más hondo y preguntarnos si realmente “no
hacemos el mal” o hay niveles más profundos en los que sí estamos haciendo el
mal, pero no se toman así y nos pasan desapercibidos; pues son justificados por
normas, leyes o costumbres de la sociedad: que no haya educación para todos, que
no se repartan utilidades, que se den salarios de hambre, que haya riquezas
escandalosas, que vivamos en una sociedad corrupta, que haya personas que vivan
con un tipo de esclavitud en el servicio doméstico… Aparentemente no hacemos el
mal, pero hay una estructura injusta sostenida por “usos y costumbres”, que el
evangelio nos invita a denunciar y a transformar.
Sólo
así entonces podremos estar reunidos en el nombre del Señor Jesús y conseguiremos
lo que le pidamos a Dios nuestro Padre; pues nos habremos comprometido con lo
mismo que Dios quiere para sus hijos: paz, justicia, igualdad, fraternidad. Es
decir, un estilo de vida social al modo del Reino de los Cielos.