La comisión de ocho cardenales, que
ha designado el papa Francisco, trabaja intensamente estos días para ofrecer a
los cristianos un proyecto de renovación de la Iglesia. No sabemos lo que, en
concreto, están preparando y, por tanto, lo que nos van a ofrecer. En cualquier
caso, y habida cuenta de las muchas quejas que se oyen contra el clero en
general, y más en concreto contra la Curia Vaticana, no sería una sorpresa que
el proyecto de renovación que se nos está preparando se centrase principalmente
en una depuración de los responsables de tantos casos de corrupción y de
escándalo, de los que nos vamos enterando. Y, esto supuesto, preparar una
renovación del modelo vigente de gobierno
en la Iglesia, reduciendo el papel avasallador que actualmente tiene
Roma en la toma de decisiones, dando más participación a los obispos,
especialmente a las Conferencias Episcopales, en la gestión de los asuntos, y
quizá insistiendo en una mayor participación de los seglares (también las
mujeres, por supuesto) incluso en altos cargos de gobierno.
Es evidente que, si todo esto se
llevara a cabo, los cambios indicados - si no se quedan en letra muerta -
representarían un cambio de época en la historia de la Iglesia y del papado.
Sobre todo, si el gobierno de la Iglesia recupera el modelo sinodal, que estuvo
en vigor durante el primer milenio de nuestra historia eclesiástica. Nadie duda
que esto sería un motivo de notable alegría para cuantos deseamos esa “otra
Iglesia” más comunitaria, menos jurídica y más participativa.
Pero la pregunta de fondo, que aquí
se plantea, nos confronta con la siguiente cuestión. Por supuesto, todo esto es
conveniente, es importante, es sobre todo necesario. Pero, resolviendo los
problemas administrativos, que se refieren a la gestión y al gobierno de la
Iglesia, ¿con eso, nada más, esta Iglesia que tenemos va a responder a las
cuestiones de fondo que hoy se plantean tantas personas de buena voluntad, que
le buscan un sentido a sus vidas y una solución a este mundo tan desquiciado?
Mi convicción, en este orden de
cosas, es la siguiente: la Iglesia no tiene solución mientras no ponga en el
centro de su vida el mensaje fundamental y desconcertante del Evangelio. Ahora
bien, el problema capital, que aquí encontramos, está en que el centro de la
vida de la Iglesia no es el Evangelio, sino la Religión, con sus “dogmas”, sus
“leyes” y sus “ritos”. Esto supuesto, el problema no se resuelve manteniendo
los “dogmas”, reforzando las “leyes”, y haciendo que los “ritos” resulten más
solemnes o más fáciles, con tal que se observen. Todo esto no servirá sino para
que la Religión cobre fuerza y la gente sea más “religiosa”. Pero, si es que
ponemos en eso la renovación de la Iglesia, lo que se consigue es que seremos
más “religiosos”, pero menos “evangélicos”.
¿Por qué digo estas cosas? Porque,
si algo hay claro en los evangelios, es que Jesús se puso de parte de los
enfermos, de los pobres y de los marginados enfrentándose a muerte con la
Religión. De manera que este enfrentamiento es central en los evangelios, en la
vida y en el mensaje de Jesús. En la Iglesia tenemos miedo a afrontar esta toma
de postura que asumió Jesús. Tenemos mucho miedo a que se nos juzgue según el
texto tremendo de Mt 25, 31-47. Tenemos miedo a quedarnos sin religión y
solamente con lo que hemos hecho o hemos dejado de hacer por los que sufren.
Tenemos miedo, sobre todo, a tomar en serio las palabras tremendas que, un día,
Dietrich Bonhoeffer escribió desde la cárcel del Tegel, poco antes de ser
asesinado por los nazis: “Dios nos hace
saber que hemos de vivir como hombres que logran vivir sin Dios. ¡El Dios que está con
nosotros es el Dios que nos abandona (Mc 15, 34)! El Dios que nos hace vivir en
el mundo sin la hipótesis de trabajo Dios, clavado en la cruz, permite que lo
echen del mundo. Ante Dios y con Dios
vivimos sin Dios. Dios clavado en la cruz, permite que lo echen del mundo. Dios
es impotente y débil en el mundo, y precisamente sólo así está Dios con nosotros
y nos ayuda. Mt 8, 17 (“Para que se cumpliese lo dicho por el profeta Isaías
cuando dijo: Él mismo tomó nuestras enfermedades y llevó nuestras dolencias”)
indica claramente que Cristo no nos ayuda por su omnipotencia, sino por su
debilidad y por sus sufrimientos”.
Lo que nos da miedo es quedarnos
con esta postura ante Dios. Solamente con esto. Sin dogmas, ni leyes, ni ritos
a que agarrarnos, sino únicamente con nuestra identificación con el inmenso
sufrimiento de los demás, el inmenso sufrimiento de este mundo en el que tanto
se sufre.