Una vez pasadas las fiestas navideñas,
la liturgia comienza a presentarnos el gran panorama de la vida de Jesús –desde
su inicio hasta su entrega total- que será la pauta y referencia para el
cristiano, para su seguidor. Es a Jesús a quien tenemos que recurrir, si queremos
ser auténticos creyentes de la propuesta que nos hace la Iglesia. Las doctrinas,
predicaciones, consejos que vamos escuchando a lo largo y ancho de nuestra
vida, no tendrán sentido, sino en la medida en que estén enraizadas en la “Buena
Noticia del Reino”.
Jesús será
nuestra referencia y por eso la Iglesia nos lo despliega en una biografía continuada,
a fin de que podamos ir convirtiéndonos en “alter Christus”, en otro Cristo,
como dice San Pablo. Por eso comenzamos por la vida pública de Jesús, por el
Bautismo, que marca este inicio paradigmático de todo cristiano.
Jesús es tocado por el Espíritu e
invitado a dejar su “vida oculta” y comenzar abiertamente su Misión. No sabe a
dónde va ni a qué. Sólo registra un movimiento interior que lo lleva a ser
bautizado.
Algo totalmente desconcertante y hasta
absurdo. Un “Mesías” tendría que comenzar su vida con signos extraordinarios,
rompiendo paradigmas, a fin de que el “primer golpe” realmente impactara en su
audiencia. Pero los “caminos de Dios nos son nuestros caminos”. Humanamente Él
va a bautizarse como cualquier otro pecador: ningún privilegio, hace cola, se
mezcla entre los pecadores, no pide especial atención… Absurdo, pues más difícil
le será a sus coterráneos creer en Él. No puede ser “El Mesías” quien ha salido
del mismo pueblo, quien se presenta como pecador, quien no tiene poder para
liberar al pueblo.
Pero en su misma obediencia al Espíritu es donde surge lo extraordinario:
los cielos se rasgan, el mismo Espíritu se visualiza en forma de Paloma, una
voz potente se escucha con una frase muy corta, pero que revela y manifiesta
quién es verdaderamente ese hombre de Nazaret: “He ahí a mi hijo amado en quien
tengo puestas mis complacencias”.
La promesa del Antiguo Testamento se cumple, como señala Isaías. La Humanidad no había
podido realizar el designio de Salvación de Dios, sino hasta ahora. Por eso “los
cielos se rasgan” y hacen “llover al Salvador”. En su Siervo “ha puesto su Espíritu para que haga brillar la justicia…; no se doblegará
hasta haber establecido el derecho sobre la tierra”. El Señor lo ha tomado de
la mano, lo ha formado para “abrir los ojos a los ciegos, sacar a los cautivos
de la prisión, liberar a los que habitan en tinieblas…” El deseo de Dios que el
ser humano no había podido realizar, ahora se hará realidad en ese hombre común
y corriente que es Jesús de Nazaret.
Humanamente,
el bautismo de manos de Juan está realizando la inserción de Jesús hasta lo más
oscuro de la humanidad: el pecado. Jesús se sumerge en esa realidad como cualquier
otro ser humano. Simbólicamente, Jesús está tocando el límite, impotencia,
frustración, dolor y sufrimiento de la creación entera que no ha podido
realizar el plan salvífico de Dios, y por eso acude al Bautismo para limpiarse,
para expresar el deseo de morir a ese mundo de tinieblas y comenzar otra vida.
Divinamente, ese
comienzo absurdo es confirmado por Dios. Misteriosamente, la antigua lejanía de
Dios y la distancia insalvable entre la tierra y el cielo, quedan superadas por
la persona de Jesús. En el Bautismo, no queda atrapado por el poder de las
tinieblas, sino que resurge con la fuerza del Espíritu. El Padre confirma que Jesús es su Hijo Amado, que en Él está el Espíritu
y que ese camino de salvación que ha comenzado desde “el reverso de la historia”
es la forma como Dios quiere que se realice
la liberación del pueblo.
Jesús no es sólo verdadero hombre, sino el “hijo de Dios”, “el
amado”; es su “imagen”; la concreción del amor –en el que Dios consiste- aquí
en la tierra. Todo el largo proceso de la encarnación, ahora se dimensiona en
toda su inmensidad y en todo su misterio. Jesús cobra su verdadera identidad:
es “el Hijo”.
El Espíritu en forma de Paloma
se posa sobre su hombro. Ahí Jesús comienza a descubrir su misión; su
identidad. Saberse “hijo amado”, saberse acompañado del Espíritu y saberse que
en Él se están rasgando los cielos y restableciendo la comunicación entre Dios
y los hombres, le evidencia y confirma su Misión: Él será el Mesías –pero como
siervo sufriente-; es decir, como quien desde la debilidad y solidaridad con la
miseria humana, hará la salvación. Como dice San Pedro en los Hechos de los Apóstoles:
él es testigo de “cómo Dios ungió con el poder del Espíritu Santo
a Jesús de Nazaret, y cómo éste pasó haciendo el bien, sanando a todos los oprimidos
por el diablo, porque Dios estaba con Él".
Así es como comienza la vida pública
de Jesús: experiencia de inserción en la muerte solidaria con la humanidad,
para desde ahí resurgir por la fuerza del Espíritu en la certeza de saberse, y
nosotros por añadidura, hijos predilectos del Padre. Jesús no irá por propia iniciativa:
irá bajo la guía del Espíritu quien le hará ser fiel al Padre hasta la entrega
total de su vida a la humanidad y por ella.
“Pasó haciendo el bien y curando toda
enfermedad y dolencia”: esa es la fuerza del Espíritu que animó a Jesús y que
ahora invita a hacer lo mismo a todos aquellos que quieran ser seguidores del Evangelio. Habremos de preguntarnos por los efectos de nuestro propio bautismo,
por nuestra identidad, por nuestra misión. ¿Qué tanto reproducimos la imagen
del Padre, qué tanto nos hacemos solidarios de sus intereses, qué tanto estamos
llenos del espíritu para dejarnos guiar por Él y convertirlo en nuestra fuerza
para que sea Él quien nos ayude a realizar la misión que también nosotros tenemos
como bautizados, como seguidores de Jesús? ¿Nuestro bautismo ha perdido su
fuerza o sigue actuando en nosotros?