¿Qué quiere resolver la
Iglesia en lo que se refiere a los problemas que más preocupan ahora mismo a la
familia? Como es lógico, lo primero que llama la atención - y resulta difícil
de explicar - es que los problemas que ha tratado el Sínodo no son los
que más interesan y preocupan a la gran mayoría de las familias del mundo.
El angustioso problema de la vivienda, el problema de un jornal o un sueldo con
el que llegar dignamente a fin de mes, el problema de la salud y de la
seguridad social, el de la educación de los hijos. Por lo menos, estos asuntos
tan graves y que tanto angustian a la gente no han estado - que sepamos - como
problemas centrales en el orden del día de ninguna de las comisiones o de las
sesiones del Sínodo.
Esto da pie para pensar o
quizá sospechar - al menos, en principio - que quienes han preparado y
organizado los trabajos del Sínodo son personas que pueden dar la impresión de
que viven más preocupadas por los dogmas católicos y la moral, que
predica el clero, que por los sufrimientos y humillaciones que están
soportando muchas más familias de las que imaginamos. No hay que ser ni un
sabio ni un santo para darse cuenta de esto. Para hacerse lógicamente la
pregunta que acabo de plantear. Y que nadie me diga que los asuntos, que acabo
de apuntar, son problemas que tienen que ser resueltos por economistas y por
políticos. Por supuesto, lo que he dicho es asunto que concierne directamente a
la economía y a la política. Pero, ¿sólo a economistas y políticos? Y entonces,
¿el sufrimiento, la dignidad, la seguridad y los derechos de la gente, los
derechos fundamentales de las familias, no nos tienen que interesar, ni por
ellos podemos ni tenemos que hacer nada?
Esta es la primera gran
cuestión que, a mi modesto entender, tendría que interesar sobre todo - y antes
que ninguna otra cosa - a la Iglesia, especialmente a sus dirigentes. Lo
digo con tiempo, cuando todavía tenemos un año por delante para llegar a las
conclusiones finales del Sínodo.
Pero, viniendo ya a los
problemas que el Sínodo ha tratado, mi pregunta es la siguiente: a la Jerarquía
de la Iglesia, ¿qué es lo que más le interesa y le preocupa? ¿Gente que “se
quiere”? o ¿gente que “se somete”? Confieso que estas preguntas se me han
ocurrido pensando y recordando lo que yo mismo estoy viendo en el mundo
eclesiástico desde hace más de 60 años, es decir, desde que ando metido en
ambientes clericales. Lo mismo en España que fuera de España, lo que yo he
palpado, en los ambientes de Iglesia, es que los problemas de la economía y los
asuntos sociales no suelen preocupar demasiado. Porque normalmente tales
problemas (en las instituciones eclesiásticas) están resueltos. Mientras que
los asuntos relacionados con la ortodoxia dogmática (sumisión a la Jerarquía) y
con el sexo (observancia de la moral), no sólo suelen ser muy preocupantes,
sino que con frecuencia resultan casi obsesivos o rozando la obsesión. La
consecuencia, que se suele seguir de este estado de cosas, y que la gente nota
mucho, está a la vista de todos: los obispos no suelen hablar (o se limitan a
alusiones genéricas) sobre la corrupción política y sus consecuencias, mientras
que esos mismos obispos suelen poner el grito en el cielo si lo que se plantea
es el problema de los matrimonios entre personas homosexuales o, en general,
cuestiones relacionadas con el sexo. De ahí, por poner un ejemplo, la
diferencia de trato que reciben, en tantos confesionarios, los capitalistas y
banqueros o los gays y lesbianas.
Ahora bien, lo más
sorprendente, en todo este asunto, es comparar estos supuestos básicos de la
familia y de la religión con los relatos de los evangelios que, repetidas
veces, se refieren tanto a la familia como a la religión. Sabemos, en efecto,
que Jesús, lo mismo en lo que se refiere a la familia como en lo que respecta a
la religión, asumió públicamente y sin ambigüedades una actitud
sumamente crítica. Me explico.
Por lo que afecta a la
religión, los evangelios nos informan de los enfrentamientos y conflictos
constantes y crecientes que tuvo Jesús con los dirigentes religiosos y sus
rituales. A esto se refieren los enfrentamientos con escribas y fariseos, con
los sumos sacerdotes y senadores, incluso con el mismo Templo de Jerusalén.
Hasta terminar siendo detenido por las autoridades religiosas, acabando en el
juicio, la condena y la ejecución violenta en el tormento de los crucificados,
los “lestaí” (Mc 15, 27; Mt 27, 38), es decir, no los simples ladrones, sino
los rebeldes políticos, como explica F. Josefo (H. W. Kuhn: TRE vol. 19, 717).
Jesús fue el hombre más profundamente religioso que podamos imaginar. Pero la
religión de Jesús quedó desplazada del modelo establecido: su religión (como el
Dios que representaba) no estuvo centrada en “lo sagrado”, sino en “lo
humano”. Esto es capital para entender el Evangelio Y sin embargo, esto
no es central para entender la Teología cristiana. Ni esto es tampoco el
centro de la vida de la Iglesia.
Por lo que se refiere a la
familia, es seguro que las relaciones de Jesús con su propia familia fueron
tensas y complicadas: sus parientes lo tuvieron por loco (Mc 3, 21) y
no creían en él, incluso lo despreciaban (Mc 6, 1-6; cf. Jn 7, 5). Por otra
parte, lo primero que Jesús les exigía, a quienes pretendían seguirle, era
abandonar la propia familia (Mt 8, 18-22; Lc 9, 57-62). Y cuando un día le
dijeron que le buscaban su madre y sus hermanos, la respuesta de Jesús fue decir
que su madre y sus hermanos son los que escuchan y cumplen lo que Dios quiere
(Mc 3, 31-35; Mt 12, 46-50; Lc 8, 19-21). Pero Jesús, en lo que se refiere a
las relaciones con la familia, llegó más lejos. Porque se atrevió a decir que
él no había venido a traer paz, sino espadas, división y conflicto,
precisamente entre los miembros de la propia familia (Mt 10, 34-42; Lc 12,
51-53; 14, 26-27). Es más, Jesús llegó a tocar en lo intocable de aquel modelo
de familia: “No llaméis “padre” a nadie en la tierra” (Mt 23, 9). Una
prohibición tan fuerte, en aquella cultura, que llegó a desmontar el eje mismo
de aquel modelo de relaciones familiares. Los grandes, los importantes, no son
los “padres” y “jerarcas”, sino los “niños”, los “pequeños”: el reinado de Dios
es de los que se hacen como ellos (Mt 19, 14).
¿Qué quiere decir todo esto?
¿Dónde está el fondo del asunto? Las relaciones de parentesco no son libres,
sino que nos son dadas e impuestas a cada ser humano que viene a este mundo.
Por el contrario, las relaciones comunitarias y de amistad, dado que nacen de
convicciones libres y de sentimientos que cada cual acepta libremente, son
siempre relaciones que se basan en la libertad humana y se mantienen por la
fuerza de la decisión libre. Lo más bello, lo más gratificante y lo más
motivador de la relación de fe y confianza en el otro, y en Dios, es que
siempre es posible porque es una relación libre. De tal manera que lo
determinante, en este modelo de familia y de grupo, no es la sumisión, ni al
“poder represivo”, ni al “poder seductor” (Byung-Chul Han), sino que lo
decisivo es la fe y la confianza, en el encuentro (con el Otro, con los otros,
con alguien en concreto) mediante la “relación pura” (A. Guiddens), que se basa
en la comunicación emocional. La forma de comunicación en la que las
recompensas derivadas de la misma son la base primordial para que tal
comunicación pueda mantenerse y perdurar. Por esto precisamente la experiencia
nos dice que donde hay cariño verdadero, por eso mismo hay libertad,
mientras que donde hay religión (centrada en lo ritual y lo sagrado) hay
sumisión.
Ahora bien, ¿qué
quiere la Iglesia con todo lo que ha removido a propósito de la familia? Por
supuesto, el papa Francisco, al convocar y programar el Sínodo de la Familia,
ha querido responder a problemas apremiantes que tienen planteados miles de
familias en todo el mundo. Pero es de suponer que el papa Francisco, al
convocar este Sínodo, exigiendo libertad para hablar de los problemas y
transparencia para informar de lo que se ha hablado en las sesiones sinodales,
lo que ha hecho ha sido poner en marcha, sin posible vuelta atrás, un proceso
de apertura de la Iglesia a los problemas reales y concretos que, en este
momento histórico, se nos plantean a todos.
Pero lo que ha ocurrido es
que, no sólo se ha puesto en marcha este proceso, sino que, además de eso, el
mundo se ha enterado de que en la Iglesia persiste muy vivo un sector
importante de clérigos (de todos los rangos) y de laicos que identifican las
creencias cristianas con posiciones inmovilistas e intolerantes que,
además, desde el punto de vista de la más documentada, sana y ortodoxa
teología, son posiciones indemostrables. Y, por tanto, posiciones que
ocultan pretensiones inconfesables de poder y autoridad que se orientan más a
mantener intacta la “sumisión” de los fieles que a fomentar la “libertad” que
brota del cariño entre los seres humanos.
La situación es delicada.
Hay que evitar, a toda costa, un nuevo cisma en la Iglesia. Pero no podemos
estar incondicionalmente con quienes identifican el cristianismo con una
religión centrada en la observancia de rituales sagrados, que produce
obsesivamente sumisión a jerarquías ancladas en un pasado y en una cultura que
ya no son ni nuestro tiempo, ni la cultura en que vivimos. Un cristianismo así,
produce personas muy religiosas y un clero fiel a jerarquías eclesiásticas que
se identifican más con los privilegios que le ofrece el poder político que con
la libertad indispensable para lograr una sociedad más justa en la que todos
los ciudadanos podamos vivir en justicia e igualdad de derechos. Si nuestro
proyecto de vida quiere ser fiel a Jesús y a su Evangelio, no tenemos más
camino que la apertura al futuro que entre todos tenemos que construir. Es más,
si de verdad queremos a la Iglesia y ser fieles a la” memoria
peligrosa” de Jesús, los cristianos tenemos, en el camino que nos está
abriendo y trazando el papa Francisco, el itinerario cierto que nos lleva al
fin que anhelamos.
José M. Castillo