domingo, 4 de octubre de 2015

27° domingo Ordinario; Octubre 4 del 2015; Homilía Fdo Fdz Font

Génesis 218-24; Salmo 127; Hebreos 28-11; Marcos 102-16
Las lecturas de este domingo presentan dos temas un tanto dispares. Por un lado el libro del Génesis y el Evangelio de Marcos tocan la cuestión del divorcio; mientras que la carta a los Hebreos nos habla del sufrimiento como aspecto fundamental de la salvación de la humanidad, vivido por Jesucristo como voluntad de Dios. Veamos.
Respecto al primer tema, la cuestión del divorcio, lo primero por resaltar es que no es Jesús el que comienza la discusión. Son los fariseos, como siempre, para ponerlo a prueba. ¿Es lícito o no que el hombre se divorcie? En el tiempo de Jesús, había dos posiciones extremas: cualquier motivo que le pareciera al marido, podría ser causal de divorcio: por ejemplo, si se le quemara la comida a la esposa. En el otro extremo, el divorcio sólo era permitido en muy pocos casos, como el mismo Nuevo Testamento lo refiere: el caso de adulterio flagrante.
En su respuesta, Jesús –como siempre- va más allá de la cuestión en la que lo quieren encerrar. En su agilidad, les responde con otra pregunta: “¿qué les prescribió Moisés?” Y, a continuación, se pone por encima del mismo Profeta: explica que eso lo hizo “debido a su dureza de corazón”. Pero hay que ir más al fondo y más allá; a los orígenes: Jesús responde desde la verdad del hombre creado. Va a la verdad más auténtica, a la verdad del amor. Se remite al libro del Génesis: Dios los creó hombre y mujer. Se unirán y serán una sola carne. Por ello, lo que Dios unió que no lo separe el hombre. No podemos estar por encima del Creador y de su deseo.
Y en medio de la discusión, muy subrepticia pero contundentemente, se establece la igualdad entre el hombre y la mujer: según la Ley de Moisés, el hombre era que podía repudiar a la mujer; ahora los dos están en las mismas condiciones; hay igualdad entre ambos; por eso, ambos están obligados; y ambos tienen derechos: ni el hombre ni la mujer pueden repudiar.
Pasando al mundo actual, no deja de llamar la atención la postura del Papa Francisco que, a partir de la nueva problemática que está presentando la sociedad actual, hace una relectura del Nuevo Testamento, para atender más pastoralmente al gran número de personas divorciadas. Parece que la realidad que se está presentando dentro del mundo católico y, obvio, en el mundo actual, la fragilidad e inmadurez para elegir pareja, ha llevado a muchos fracasos matrimoniales; pero, a partir de la experiencia vivida, esas mismas parejas han podido reconstruir su vida con matrimonios más maduros, permanentes, felices, creando una atmósfera verdaderamente cristiana. ¿Por qué entonces no darles una segunda oportunidad? ¿Por qué no permitirles participar de la vida sacramental, con todas sus obligaciones y derechos? Este paso que está implicando ir más allá de lo moral a lo pastoral, no poco arriesgado –justo por las posturas más conservadoras-, no está exento de riesgos; pero es una clara muestra que sigue siendo válido lo dicho por Jesús en el Evangelio: “la ley es para el hombre; no el hombre para la ley”. Aún no es algo legislado por el Papa; pero ciertamente ha dicho que los divorciados vueltos a casar, no están fuera de la Iglesia, no están “excomulgados”. No es fácil sostener esta afirmación, pero tiene la contundencia de estar atendiendo a las condiciones actuales de nuestro mundo y la sabiduría evangélica de poner en primer lugar a la persona antes que la ley.
El segundo tema, el de la carta a los Hebreos, no deja de ser “espinoso”. Parece que el “sufrimiento” es lo que salva. “Así, por la gracia de Dios –señala la Carta-, la muerte que él sufrió redunda en bien de todos”. Y el siguiente párrafo afirma más o menos lo mismo: “El creador y Señor de todo quiere que todos sus hijos tengan parte en su gloria. Por eso convenía que Dios consumara en la perfección, mediante el sufrimiento, a Jesucristo, autor y guía de nuestra salvación”.
Es muy difícil pensar que Dios, como Padre, quisiera que su hijo sufriera y muriera, para así perdonarnos a todos y “abrirnos la gloria”. ¿Un Padre puede desear esto para su hijo? ¿Sufrir tiene valor en sí mismo? ¿No suena como una venganza de los más sádica y deleznable? Como la humanidad cometió el peor pecado contra Dios, que fue revelarse, pues ahora otro hombre –que también es Dios- al sufrir y morir, por su propia condición humana-divina, sí logra obtener el perdón de Dios a esa misma humanidad que de otra manera hubiera sido imposible perdonar: y así reparó la “desobediencia” de Adán y Eva. Ésta es la doctrina de la “Redención”: Jesús muere por nuestros pecados, y así Dios nos perdona y nos abre de nuevo las puertas para entrar en el Cielo.
Otra forma de entender lo anterior, a mi modo más coherente con la bondad y amor de Dios como Padre, es que su Hijo, por mostrar el camino de salvación, como un camino de amor hasta la muerte, sufrió y murió; pues fue fiel hasta el extremo. No jugó con ventaja; sufrió como cualquiera de nosotros; y así se hizo profunda y totalmente solidario con nuestros dolores; y eso es lo que salva. Un Dios cercano que participó de nuestra vida sin ventajas; y por defender el amor hasta el extremo, padeció las consecuencias de quien lucha hasta la muerte contra el pecado. Ese es el Dios cercano que nos salva, que nos enseña un nuevo camino de amor hasta la muerte, a pesar de los sufrimientos que ese camino pueda tener. Por eso, no es que su Padre se goce en el sufrimiento de su Hijo ni que eso nos salve. Lo que nos salvó fue un amor hasta el extremo y un Dios que se hizo uno con nosotros, que no jugó con ventaja, y que por eso inauguró un nuevo camino: el del amor hasta el extremo, a pesar de la muerte. Y eso es lo que nuestro Dios-Padre-Madre, quería: mostrarnos en Jesús un nuevo camino de salvación.