2° Crónicas 3614-16- 19-23; Salmo 136; Efesios 24-10;
Juan 314-21
Este 4° domingo de Cuaresma mantiene la invitación a preguntarnos
hondamente por nuestras propias vidas, desde la opción cristiana que cada uno
ha hecho personal y comunitariamente. Si existe algún momento denso en la historia
de Jesús de Nazaret es éste para el que la liturgia nos ha ido preparando. Es
el fuego que prueba la seriedad de nuestro compromiso frente a la “causa” de
Jesús y de sus seguidores. ¿Nuestro seguimiento tiene la calidad que se requiere
para los tiempos que estamos viviendo?
El tiempo de Cuaresma nos cuestiona a fondo; quiere que conozcamos
las verdades más profundas de nuestro cristianismo, lo que implica seguir en
serio a Jesús, lo que significa vivir hasta la cruz nuestra opción cristiana. Se
nos ha ido preparando para que, con toda libertad, ante su entrega total hasta
la muerte, digamos si queremos o no seguirlo; si queremos ser “sus discípulos”;
si estamos decididos a seguir adelante hasta “el partir del pan”, o sólo nos
quedamos en la comodidad de una religión burguesa que esta sociedad neoliberal
ha hecho a su medida. Serrat, el cantautor lo decía: ¿Por quién optamos: por el
“Jesús que andaba en la mar o por el Cristo del Madero”? Este tiempo “Pascual”,
de la muerte y resurrección del Señor, nos lanza la pregunta que el mismo Jesús
les hacía a sus discípulos: “¿De verdad
quieren seguirme?” Y en este contexto se nos ofrecen las lecturas de este
domingo.
El Libro de las Crónicas nos despliega la realidad que una y mil veces se ha dado en la vida
de los creyentes: la historia del pueblo que se aparta de Yahvé y la de Él
mismo que siempre está dispuesto a perdonar y a devolver a la vida. Frente a la
infidelidad tanto del pueblo como de los Sacerdotes de Israel, la respuesta de
Dios es siempre una invitación a la Conversión, a final de cuentas porque siempre
tiene “compasión de su pueblo”. Envía
a sus mensajeros; ofrece mil oportunidades de arrepentimiento; explícitamente
afirma que no quiere la “muerte del
pecador sino que se convierta”; pero la respuesta de la humanidad se
repite: “ellos se burlaron de los
mensajeros de Dios, despreciaron sus advertencias y se mofaron de sus profetas”.
Entonces llegó el destierro, la esclavitud y la muerte para el pueblo, por
haberse apartado de Dios. El autor del Libro
de las Crónicas interpreta las consecuencias de esta traición a la Alianza,
como castigo de Dios; aunque al final siempre llegue la misericordia, al mover
el corazón de Ciro, Rey de los Persas, para que les permitiera regresar a
Israel.
Sin embargo, ahora no podemos decir que la situación de violencia,
crímenes, narcotráfico y muerte, sea “castigo de Dios”; simplemente son
consecuencias de haber perdido el rumbo, de querer vivir sin Dios, sin ley, sin
orden, sin respeto, sin valores. Vivimos en situaciones provocadas por nosotros
mismos, que alimentan las estructuras de injusticia y corrupción, la violencia
y el crimen; el desprecio por el hermano y el atropello de su dignidad y de su
vida; el culto al poder, al bienestar sin medida y al consumo desequilibrado. Como
pueblo de México estamos al borde del abismo, a pesar que Dios nos ofrece su
ayuda, su perdón, su misericordia, que en este tiempo se repite mil veces: no
quiere sacrificios ni oblaciones, sino amor y conocimiento de Dios; quiere que
actuemos con misericordia, con amor, como el mismo Yahvé lo ha hecho.
Pero si esto nos parece un ideal inalcanzable, este tiempo Pascual
que también nos abre a la esperanza en el triunfo de Jesús sobre la muerte, nos
recuerda con San Pablo en su carta a los Efesios, que “la misericordia y el amor de Dios son muy
grandes, porque nosotros estábamos muertos por nuestros pecados, y él nos dio
la vida con Cristo y en Cristo. Por pura generosidad suya hemos sido salvados”.
La gracia de Dios es la fuerza que nos hace vencer cualquier mal que haya en el
mundo, incluso hasta la muerte; que nos ayuda a no perder la esperanza en
nuestra lucha contra el pecado y el mal que en nuestro mundo está asesinando a
los hijos e hijas de Dios. “Somos hechura
de Dios, creados por medio de Cristo Jesús, para hacer el bien que Dios ha
dispuesto que hagamos”.
En Cristo somos una nueva creatura concebidos “para hacer el bien”; pero esto sucede si
nuestras raíces están hundidas en el Jesús del Evangelio. Los retos para la
transformación son enormes; pero contamos con un Dios que no quiere sacrificios
y oblaciones, sino compasión y misericordia; con un Dios que quiere que lo
conozcamos para hacer las obras que Él mismo hace e hizo en Cristo Jesús; un
Dios que se apiada de su pueblo, que no le cobra sus traiciones, que siempre
está a la espera, como el Padre del Hijo Pródigo: desde la misericordia, la compasión,
el amor, la bondad…
Convertirnos, entonces, en este tiempo de Cuaresma es cambiar el
corazón, es conocer a nuestro Dios, es actuar como Él, desde la gracia y el
amor a los más excluidos, a los pequeños, a los que han sido separados de los
bienes de la creación. No lo olvidemos: Dios quiere la felicidad y la plenitud
de vida para todos sus hijos.
San Juan, en el Evangelio, nos pone ante la disyuntiva siguiente: ¿queremos vivir en la luz
o en las tinieblas? “El que hace el mal,
aborrece la luz y no se acerca a ella, para que sus obras no se descubran. En
cambio, el que obra el bien conforme a la verdad, se acerca a la luz, para que
se vea que sus obras están hechas según Dios”.
Seamos hijos de la luz, convirtamos nuestro corazón desde la
misericordia del Padre de Nuestro Señor Jesucristo que dio su vida para el bien
de todos sus hijos.