La historia de esta Universidad está
entrelazada, en cierto modo, con la historia de Chile. Son miles los hombres y
mujeres que, formándose aquí, han cumplido tareas relevantes para el desarrollo
de la patria. Quisiera recordar especialmente la figura de san Alberto Hurtado,
en este año que se cumplen 100 años desde que comenzó aquí sus estudios. Su
vida se vuelve un claro testimonio de cómo la inteligencia, la excelencia
académica y la profesionalidad en el quehacer, armonizadas con la fe, la
justicia y la caridad, lejos de disminuirse, alcanzan una fuerza que es
profecía capaz de abrir horizontes e iluminar el sendero, especialmente para
los descartados de la sociedad, sobre todo hoy en que priva esta cultura del
descarte.
En este sentido, quiero retomar sus
palabras, señor Rector, cuando afirmaba: «Tenemos importantes desafíos para
nuestra patria, que dicen relación con la convivencia nacional y
con la capacidad de avanzar en comunidad».
1. Convivencia nacional
Hablar de desafíos es asumir que hay situaciones
que han llegado a un punto que exigen ser repensadas. Lo que hasta ayer podía
ser un factor de unidad y cohesión, hoy está reclamando nuevas respuestas. El
ritmo acelerado y la implantación casi vertiginosa de algunos procesos y
cambios que se imponen en nuestras sociedades nos invitan de manera serena,
pero sin demora, a una reflexión que no sea ingenua, utópica y menos aún
voluntarista. Lo cual no significa frenar el desarrollo del conocimiento, sino
hacer de la Universidad un espacio privilegiado «para practicar la gramática
del diálogo que forma encuentro»[1].
Ya que «la verdadera sabiduría, [es] producto de la reflexión, del diálogo y
del encuentro generoso entre las personas»[2].
La convivencia nacional es posible
—entre otras cosas— en la medida en que generemos procesos educativos también
transformadores, inclusivos y de convivencia. Educar para la convivencia no es
solamente adjuntar valores a la labor educativa, sino generar una dinámica de
convivencia dentro del propio sistema educativo. No es tanto una cuestión de
contenidos sino de enseñar a pensar y a razonar de manera integradora. Lo que
los clásicos solían llamar con el nombre de forma mentis.
Y para lograr esto es necesario desarrollar
una alfabetización integradora que sepa acompasar los procesos de
transformación que se están produciendo en el seno de nuestras sociedades.
Tal proceso de alfabetización exige
trabajar de manera simultánea la integración de los diversos lenguajes que nos
constituyen como personas. Es decir, una educación —alfabetización— que integre
y armonice el intelecto, los afectos y las manos— es decir, la cabeza, el
corazón y la acción. Esto brindará y posibilitará a los estudiantes crecer no
sólo armonioso a nivel personal sino, simultáneamente, a nivel
social. Urge generar espacios donde la fragmentación no sea el esquema
dominante, incluso del pensamiento; para ello es necesario enseñar a pensar lo que se siente y se hace; a sentir lo que se piensa y se hace; a hacer lo que se piensa y se siente. Un
dinamismo de capacidades al servicio de la persona y de la sociedad.
La alfabetización, basada en la
integración de los distintos lenguajes que nos conforman, irá implicando a los
estudiantes en su propio proceso educativo; proceso de cara a los desafíos que
el mundo próximo les va a presentar. El «divorcio» de los saberes y de los
lenguajes, el analfabetismo sobre cómo integrar las distintas dimensiones de la
vida, lo único que consigue es fragmentación y ruptura social.
En esta sociedad líquida[3] o
ligera[4],
como la han querido denominar algunos pensadores, van desapareciendo los puntos
de referencia desde donde las personas pueden construirse individual y
socialmente. Pareciera que hoy en día la «nube» es el nuevo punto de encuentro,
que está marcado por la falta de estabilidad ya que todo se volatiliza y por lo
tanto pierde consistencia.
Y tal falta de consistencia podría ser
una de las razones de la pérdida de conciencia del espacio público. Un espacio
que exige un mínimo de trascendencia sobre los intereses privados —vivir más y
mejor— para construir sobre cimientos que revelen esa dimensión tan importante
de nuestra vida como es el «nosotros». Sin esa conciencia, pero especialmente
sin ese sentimiento y, por lo tanto, sin esa experiencia, es y será muy difícil
construir la nación, y entonces parecería que lo único importante y válido es
aquello que pertenece al individuo, y todo lo que queda fuera de esa
jurisdicción se vuelve obsoleto. Una cultura así ha perdido la memoria, ha
perdido los ligamentos que sostienen y posibilitan la vida. Sin el «nosotros»
de un pueblo, de una familia, de una nación y, al mismo tiempo, sin el nosotros
del futuro, de los hijos y del mañana; sin el nosotros de una ciudad que «me»
trascienda y sea más rica que los intereses individuales, la vida será no sólo
cada vez más fracturada sino más conflictiva y violenta.
La Universidad, en este sentido, tiene
el desafío de generar nuevas dinámicas al interno de su propio claustro, que
superen toda fragmentación del saber y estimulen a una verdadera universitas.
2. Avanzar en comunidad
De ahí, el segundo elemento tan
importante para esta casa de estudios: la capacidad de avanzar en comunidad.
He sabido con alegría del esfuerzo
evangelizador y de la vitalidad alegre de su Pastoral
Universitaria, signo de una Iglesia joven, viva y «en salida». Las misiones que
realizan todos los años en diversos puntos del País son un punto fuerte y muy
enriquecedor. En estas instancias, ustedes logran alargar el horizonte de sus
miradas y entran en contacto con diversas situaciones que, más allá del
acontecimiento puntual, los dejan movilizados. El «misionero», en el sentido
etimológico de la palabra, nunca vuelve igual de la misión; experimenta el paso
de Dios en el encuentro con tantos rostros o que no conocían o que no le eran
cotidianos, o que le eran lejanos.
Esas experiencias no pueden quedar
aisladas del acontecer universitario. Los métodos clásicos de investigación
experimentan ciertos límites, más cuando se trata de una cultura como la nuestra
que estimula la participación directa e instantánea de los sujetos. La cultura
actual exige nuevas formas capaces de incluir a todos los actores que conforman
el hecho social y, por lo tanto, educativo. De ahí la importancia de ampliar el
concepto de comunidad educativa.
La comunidad está desafiada a no
quedarse aislada de los modos de conocer; así como tampoco a construir
conocimiento al margen de los destinatarios de los mismos. Es necesario que la
adquisición de conocimiento sepa generar una interacción entre el aula y la
sabiduría de los pueblos que conforman esta bendecida tierra. Una sabiduría
cargada de intuiciones, de «olfato», que no se puede obviar a la hora de pensar
Chile. Así se producirá esa sinergia tan enriquecedora entre rigor científico e
intuición popular. La estrecha interacción entre ambos impide el divorcio
entre la razón y la acción, entre el pensar y el sentir, entre el conocer y el
vivir, entre la profesión y el servicio. El conocimiento siempre debe sentirse
al servicio de la vida y confrontarse con ella para poder seguir progresando.
De ahí que la comunidad educativa no puede reducirse a aulas y bibliotecas,
sino que debe avanzar continuamente a la participación. Tal diálogo sólo se
puede realizar desde una episteme capaz de asumir una lógica
plural, es decir, que asuma la interdisciplinariedad e interdependencia del
saber. «En este sentido, es indispensable prestar atención a los pueblos
originarios con sus tradiciones culturales. No son una simple minoría
entre otras, sino que deben convertirse en los principales interlocutores,
sobre todo a la hora de avanzar en grandes proyectos que afecten a sus
espacios»[5].
La comunidad educativa guarda en sí un
sinfín de posibilidades y potencialidades cuando se deja enriquecer e
interpelar por todos los actores que configuran el hecho educativo. Esto exige
un mayor esfuerzo en la calidad y en la integración, pues el servicio
universitario ha de apuntar siempre a ser de calidad y de excelencia, puestas
al servicio de la convivencia nacional. Podríamos decir que la Universidad se
vuelve un laboratorio para el futuro del país, ya que logra incorporar en su
seno la vida y el caminar del pueblo superando toda lógica antagónica y
elitista del saber.
Cuenta una antigua tradición
cabalística que el origen del mal se encuentra en la escisión producida por el
ser humano al comer del árbol de la ciencia del bien y del mal. De esta forma,
el conocimiento adquirió un primado sobre la creación, sometiéndola a sus
esquemas y deseos[6].
La tentación latente en todo ámbito académico será la de reducir la Creación a
unos esquemas interpretativos, privándola del Misterio propio que ha movido a
generaciones enteras a buscar lo justo, bueno, bello y verdadero. Y cuando el
profesor, por su sapiencialidad, se convierte en «maestro», entonces sí es
capaz de despertar la capacidad de asombro en nuestros estudiantes. ¡Asombro
ante un mundo y un universo a descubrir!
Hoy resulta profética la misión que
tienen entre manos. Ustedes son interpelados para generar procesos que iluminen
la cultura actual, proponiendo un renovado humanismo que evite caer en
reduccionismos de cualquier tipo. Esta profecía que se nos pide, impulsa a
buscar espacios recurrentes de diálogo más que de confrontación; espacios de
encuentro más que de división; caminos de amistosa
discrepancia, porque se difiere con respeto entre personas que caminan en la
búsqueda honesta de avanzar en comunidad hacia una renovada convivencia nacional.