domingo, 2 de septiembre de 2018

22° dom. Ord; Spt. 2 '18; Homilía FFF


Deuteronomio 41-2. 6-8; Salmo 14; Santiago 117-18. 21-22. 27; Marcos 71-8. 14-15. 21-23

Una reflexión centra fundamentalmente el tema de este domingo y es la cuestión de la ley.
Para la primera lectura, Yahvé Dios dicta una serie de mandatos y normas al Pueblo de Israel, “para que los pongas en práctica y puedas así vivir y entrar a tomar posesión de la tierra que el Señor… te va a dar”. No deberán de añadir ni de quitarles nada; “pues ellos son la sabiduría y la prudencia de ustedes a los ojos de los pueblos”; y eso será signo de la cercanía de Dios. Ninguna otra nación tiene esto; y el motivo de orgullo es la justicia de la ley que están recibiendo.
El salmo 14 concreta el fondo de los preceptos que ha recibido el Pueblo de Israel. Va al sentido más profundo de lo que Dios quiere y busca para que su pueblo pueda vivir bien y gozar de la liberación que Él, Yahvé, les ha dado. Es increíble la lucidez que el Salmo nos ofrece sobre aquellas normas de conducta que realmente son la clave para que el ser humano encuentre la felicidad. No se van al exterior, a la apariencia, a las formas, sino a lo esencial. En unas cuantas frases destaca el camino que hemos de seguir: proceder honradamente, obrar con justicia; ser sincero en las palabras; no desprestigiar a nadie; no hacer mal al prójimo ni difamar al vecino; no apreciar al malvado; honrar a los que aman a Dios; prestar sin usura; no aceptar sobornos: “ese será agradable a los ojos de Dios eternamente”.
Pero de lo que hay que caer en la cuenta es que estos comportamientos a los que Dios invita no son invención humana; sino que “vienen de lo alto”, como afirma el apóstol Santiago en la 2ª Lectura. Dios ha puesto en el fondo del corazón humano aquella inspiración, que si la sigue, encontrará la plenitud de vida a la que ha sido llamado todo ser humano. El fondo del corazón tiene ya, desde que nace, la semilla –que si se cultiva y se cuida- llevará a la plenitud de la felicidad y a la posibilidad de una maravillosa convivencia entre todos los seres humanos.
Magistralmente, Santiago también explicita a su forma, cuál es esa ley que hemos recibido y la expresa como la esencia del creyente: “La religión pura e intachable a los ojos de Dios Padre, consiste en visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones, y en guardarse de este mundo corrompido”. No deja de sorprender que la ley que Dios ha impreso en nuestro corazón no tiene que ver con los ritos ni los actos estrictamente religiosos, sino con la relación justa, honesta y comprometida con el que más sufre.
Y es justo la denuncia permanente que Jesús realizó en su vida. Lo que Yahvé no quería para su pueblo, fue justo lo que el pueblo de Israel realizó, pervirtiendo el mandamiento fundamental del amor. Los judíos centraron la ley en lo exterior, en los ritos y en las formas, usándola además como un medio de control y una forma de evitar el compromiso con el débil y con el pobre. De ahí esa lucha a muerte de Jesús contra los fariseos y sacerdotes de Israel que controlaban al pueblo con la ley y sacaban ventajas que los enriquecían, olvidando la justicia y el amor, la atención al pobre y al oprimido.
La ley, entonces, que Dios había depositado en el corazón de todos los hombres para ordenar correctamente sus vidas y así lograr la posibilidad de una relación armónica y plena para la comunidad de los creyentes, se convirtió en una camisa de fuerza para el pueblo, en beneficio de los dueños del Templo, los sumos sacerdotes y toda la casta privilegiada que tenía al pueblo bajo su dominación. Nada más lejos de lo que Dios sin duda quería para su pueblo. La ley, los principios, las nomas, todo ello era para regular la convivencia y hacer que la paz y la justicia brillaran entre los humanos; pero eso fracasó. Los jerarcas del Templo pervirtieron el deseo de Dios, tergiversando el sentido de la ley y haciéndose beneficiarios de la misma.
Citando a Isaías en el Evangelio de Marcos, Jesús les llama “¡Hipócritas!” a los fariseos y escribas, poniendo al descubierto la falsedad de su religión: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. Es inútil el culto que me rinden porque enseñan doctrinas que no son sino preceptos humanos. Dejan a un lado el mandamiento de Dios, para aferrarse a las tradiciones de los hombres”.
Nosotros también en buena medida hemos sido herederos de tal hipocresía: alabamos a Dios con la boca, pero no realizamos la justicia. La situación de pobreza, miseria y marginación de nuestra sociedad desmiente cualquier afirmación de que somos un pueblo seguidor del Evangelio de Nuestros Señor Jesucristo. Quizá, a la manera de los escribas y fariseos, nos hemos quedado con la parte de la ley que nos permite vivir fácilmente nuestra relación con Dios a través de los ritos y las normas externas; pero no hemos vivido y, mucho menos, realizado la justicia de la que habla el Salmo de este domingo. A nuestra religión se le ha olvidado el compromiso con los que más sufren, como afirma el apóstolo Santiago.