domingo, 23 de marzo de 2014

3er Domingo de Cuaresma: La Samaritana; Marzo 23 del 2014

Lecturas: Éxodo 173-7; Salmo 94; Romanos 51-2; 5-8; Juan 45-42

En un contexto sumamente complicado del mundo, la liturgia nos presenta el encuentro de Jesús con la Samaritana. La realidad de guerras, discriminaciones, narcoviolencia, secuestros, tráfico de personas, y un etc. largo, largo, largo, invade el panorama mundial. Parece que ya la vida no tiene ningún valor; que la TV marca los parámetros de comportamiento para los niños, los jóvenes, los adultos, cuya matriz es la violencia y la agresión; el desahogo libre y sin control de los impulsos más destructivos del ser humano. La rabia y la agresión están a flor de piel.
Como Yahvé en los orígenes del mundo, hoy nos vuelve a lanzar la pregunta clave para el bienestar de la humanidad: ¿qué hemos hecho con nuestro hermano?
El evangelio nos presenta uno de los pasajes más hermosos del evangelio: el encuentro de un Jesús totalmente humano con una mujer agresiva, distante, recelosa, convenenciera. Judíos y samaritanos, dos pueblos, si no en agresión física, sí en una gran distancia religiosa, en incomunicación y, cuando menos, en violencia verbal.
Por principio de cuentas, Jesús rompe paradigmas. Realmente es un hombre libre. Sabe a lo que va, lo que busca. Se arriesga a situaciones escandalosas que lo pueden desacreditar o le pueden poner en duda su mismo ser mesiánico, pero no le importa. Él aprovecha la oportunidad para seguir transmitiendo el mensaje que “oyó” del Padre. Esto es lo fundamental.
Comienza a hablar con una mujer que no es judía; están solos. Realmente Jesús tiene sed, como el pueblo de Israel en la Primera Lectura; pero a diferencia de ellos, Él se sirve de su sed, de esa cuestión tan pedestre, para ir más allá. No desaprovecha la menor oportunidad.
La mujer no entiende nada; es agresiva. Se molesta con Jesús, porque al ser judío intenta hablar con ella, samaritana. Maravillosamente, Jesús la va metiendo en su terreno; le despierta su curiosidad. Aparentemente se trata de un diálogo en el que el pan es pan y el vino, vino; sin embargo, su conversación va mucho más allá: con los mismos términos, el significado y el alcance de los mismos es totalmente diferente. Del agua física, natural, que apaga la sed del cuerpo, Jesús brinca al agua del “espíritu”, a la fuente que tenemos en el corazón como gracia o regalo de Dios, que dice San Pablo en la Primera Lectura. La verdadera sed del corazón humano no se apaga con lo material, con lo cotidiano, con lo transitorio; sino con el Espíritu; y una vez que se recibe, jamás se acaba.
Por eso la samaritana se entusiasma: ¿cómo es que ese judío lo puede ofrecer un agua que le apagará definitivamente la sed y que, por tanto, ya no tendrá que regresar a la fastidiosa tarea de cargar cántaros de agua? En el diálogo, Jesús la va acorralando, hasta que logra que la samaritana muerda el anzuelo y pueda hablar de lo que verdaderamente le interesa. El sentido auténtico de la vida se encuentra cuando el ser humano se arriesga a vivir la vida más allá de lo meramente material; cuando acepta la invitación a vivir desde otra experiencia radicalmente distinta. No la de un dios parcial, atrapado en un templo, en guerra con los demás pueblos; sino la de un Dios a quien se le puede adorar en cualquier lugar; que no hará falta un templo para encontrarlo; que no se le adorará con sacrificios ni holocaustos, sino en “espíritu y en verdad”.
La experiencia de Jesús con su Padre, de eso habla. Es verdaderamente un Dios mayor, un Dios libre, no atado a cuatro paredes, no sometido a un solo pueblo, cuya relación no es a través de ritos, sino desde el corazón ablandado –no el endurecido de los judíos en el desierto-, por el espíritu y la gracia; manantial de aguas vivas que ha sido depositado en nuestro corazón por el mismo Espíritu de Dios.
En este sentido, Jesús está invitando a la samaritana a trascender la cotidianidad de la vida, para vivir desde otro espíritu. No sólo se trata de prácticas espirituales para agradar o relacionarse con Dios de mejor manera; sino de ver la vida desde otro horizonte; desde un horizonte que integra todo, que rompe fronteras, que permite ver la vida desde esa experiencia fundamental del agua viva que brota del corazón. Agua viva que permite el encuentro de dos pueblos, la aceptación del otro con sus diferencias, la reconciliación... El evangelio señala que, de la agresión primera que recibe de la samaritana, luego va el pueblo y le pide que se quede con ellos. Jesús permaneció dos días con los enemigos irreconciliables. Pero sólo cuando se toca lo más profundo del corazón, es cuando la gente puede encontrarse; cuando las barreras pueden diluirse; cuando el diálogo puede darse.

Los discípulos se escandalizan de Jesús, se sorprenden porque lo pescan hablando con una mujer samaritana; pero al final, también ellos podrán ir superando sus miradas localistas y exteriores, para superar las barreras; para encontrarse ellos mismos con ese Padre de todos que nos invita a superar las diferencias y rivalidades para, desde el amor, la gracia y el espíritu, construir un pueblo de hermanos, un mundo en el que todos podemos participar de la misma mesa. Radicalmente es más lo que nos une, que lo que nos separa.