La Cuaresma
ha iniciado. Y en este Primer Domingo el tema central es “la tentación”. Las
lecturas se remontan hasta el inicio de la creación, para exponernos como el
“prototipo de tentación”: desafiar a Dios. El ser humano ha sido creado tan
perfecto, con tantas capacidades, con el mundo a su disposición, que
difícilmente se resiste a la tentación de ser solamente “hombre”.
Él es “hijo
de Dios”, creado por Él, dotado de todo, prácticamente; y, sin embargo, no es
más que “hijo”; no es Dios mismo; sólo es criatura, no el Creador. Y “ajustarse”
a su propia realidad y guardar el orden de la creación, resulta cuesta arriba.
Si su capacidad de pensar, de idear, de amar, de desear, no tienen límite, son
infinitos, ¿por qué tener que meter freno? ¿Por qué tener que reconocer a Dios
como un ser superior? ¿Qué no podemos
ser “iguales a Él”?
Nos ponemos
cara a cara con Dios y lo desafiamos; le decimos que no tiene derecho a ponernos
ningún tipo de ley; que somos nosotros, cada uno, el que tendrá que decir qué
acepta y qué no; que hace o deja de hacer. Como que el ser humano vuela; y de
pronto se encuentra con un freno: “No todo te está permitido”. Sus grandes
capacidades no pueden dirigirse o ser usadas en cualquier dirección. Todo tiene
un orden, una finalidad, y eso no ha sido creado ni puesto por los mismos
individuos.
La primera
tentación, por consiguiente, es “ser
como dioses”. ¿Qué significa esto? Que se les “abrirán los ojos”, que podrán
“distinguir entre el bien y el mal”. Es decir, que ellos tendrán capacidad para
determinar qué les conviene y qué no. De nuevo, escaparse de su condición
humana, de su ser creatura limitada, que no es el dueño del universo ni puede
hacer las leyes a su antojo. A diferencia de lo que sucederá con Jesús, Adán y
Eva caen.
El
Evangelio, por su parte, nos enfrenta a un gran escándalo y una situación
difícil de entender. ¿Cómo Jesús, hijo de Dios, el Mesías, pudo ser sometido a
la tentación? La realidad es que sí. Como hombre, Él decidió el camino al que
Dios lo invitaba y optó por él. Él fue libre de escoger ese u otro camino; pues
su pregunta radical era: ¿qué quería su padre? ¿Cuál era su voluntad?
En su
Misión como Mesías, no podía perder su ser de creatura. Sabía y, lo mejor de todo,
asumía plenamente su realidad “de hijo”. “Mi delicia es hacer la voluntad de mi
Padre”, diría más tarde.
Pero justo
en esta obediencia es donde se jugaba la redención de toda la humanidad. El pecado
entra cuando el hombre se revela contra Dios. De ahí que la redención sucedería
cuando alguien de la condición de Dios, tuviera una obediencia incondicional. Y
ese fue Jesús, como lo dice San Pablo en la segunda lectura.
De esta
forma, tanto el pecado de Adán como la obediencia de Jesús, se vuelven paradigmáticas
para nosotros. Son el marco en el que se juega la vida del cristiano; el horizonte
en el que se va a decidir si nos vivimos como hijos de Dios o no. De ahí que
las tentaciones sigan siendo totalmente actuales para nosotros.
Todas están
en el campo de la “misión”. Jesús tiene una misión y una forma como el Padre
quiere que la realice; y ahí es donde el “Tentador” va a intervenir, ofreciendo
una forma más “suavecita” de realizarla. Como si las tentaciones buscaran
disminuir los filos de la cruz. Las tentaciones son muy sutiles. No se trata de
ir en contra de Dios ni de renunciar a la misión; sino justo de cambiar el
“modo”, de hacerlo más “agradable”, menos radical; pero que a final de cuentas
la Misión se pierde. El tema es sumamente grave; y es el mismo en el que
podemos caer. Veamos las tentaciones.
La primera
invita a usar el poder en beneficio propio. ¿Tienes hambre? Pues convierte las
piedras en pan, y solucionas tu problema. Jesús no cae: el poder tiene que ser
para el Reino y la Misión, no para Él; no para alivianar sus propias
necesidades.
La segunda
más claramente atenta contra el modo de realizar la misión. En el alero del
Templo se iba a presentar el Mesías; y qué mejor presentación que con un acto
de magia que deslumbrara a todos los judíos y rápidamente reconocieran en Él al
Salvador. “Misión cumplida”. Para Jesús, eso es “tentar al Señor, a Dios”. Es obligarlo
a cambiar la forma como había pensado la misión de Jesús. Por ahí no pasará.
Y la última
tentación, la más radical, busca hacer que Jesús renuncie claramente a la Misión;
aproveche todo el poder que Dios le ha dado, para dominar el mundo, para ser
dueño de todos los Reinos. Aquí ya no hay misión; el centro ya no estaría en
ella, sino en el mismo Jesús: todo para Él. La respuesta de Jesús es magistral.
Más adelante lo dirá: “¿De qué le sirve al hombre tener todo, si pierde su
alma?”; si pierde su referencia fundamental a Dios. La vida tiene sentido, si
cumplimos la voluntad del Padre; eso es lo que nos llevará a la felicidad
plena. Los medios (toda la creación) no se pueden convertir en fines.
Cuaresma,
por tanto, no es invitación a penitencia; sino a revisar nuestras opciones más
radicales, a cuestionar las actitudes que tenemos, a fin de ver si van por el
camino de Jesús o del “Tentador”.