José Antonio
García, SJ.
Julio del 2014.
Su propósito entronca más bien con el objetivo
expresado por el P. General: “Promover una reflexión orante sobre nuestro
pasado que haga posible un servicio más eficaz en el futuro… Aprender de las
luces y sombras de nuestro pasado con el fin de percibir con mayor claridad y
entregarnos con mayor generosidad a lo que el Señor pide de nosotros en el
momento presente”. Ahí queremos situarnos, conscientes de que el fruto que produzcan
las conmemoraciones (P. General)
“Por lo tanto, nosotros nos creeríamos reos de
gravísimo delito en presencia del Señor si, en necesidad tan grave de la cosa pública,
desatendiésemos la realización de aquellas ayudas saludables que Dios, con
singular providencia, nos provee, y si, colocados en la barca de Pedro agitada
y sacudida por continuas vorágines, rechazáramos a remeros expertos y
valerosos, que se ofrecen a romper las olas del piélago, que en cada momento
nos amenazan con el naufragio y la ruina”.
La supresión de la Compañía había supuesto para las
Iglesias de toda Europa y las colonias de América Latina una pérdida de
consecuencias incalculables, sobre todo en el campo de la educación de la
juventud y la defensa del cristianismo. Basten para confirmarlo las siguientes
cifras:
En el momento que comienzan las expulsiones de
Portugal, Francia y España, la Compañía universal contaba con unos 23.000
jesuitas. Cuando es restaurada, son unos 600, dispersos por Rusia y las dos
Sicilias. Las expulsiones y posterior supresión de la Compañía supusieron el
cierre de unos 700 colegios repartidos por tres continentes. Con ellas se
vinieron abajo igualmente las famosas reducciones de América Latina.
Por ceñirnos a la Asistencia de España, la noche del
2 de abril de 1767, no menos de 5.346 jesuitas (2.740 de la metrópoli y 2.606
de Hispanoamérica y Filipinas) fueron apresados
y conducidos a los puertos previamente designados a cada
grupo.
Hoy sabemos muy bien que las causas que llevaron a
la supresión de la Compañía de Jesús fueron muy complejas. Unas estaban fuera
de ella, otras dentro. Más que motivaciones estrictamente religiosas fueron
motivaciones políticas las que promovieron
y
llevaron a aquel desenlace. Desde fuera de la
Compañía influyeron en su supresión los hechos siguientes:
Medio siglo de
travesía por el desierto.
¿Por qué fuimos expulsados
y suprimidos?
Las Luces y la Revolución francesa; los
distintos regalismos; el movimiento jansenista, etc. Todos
ellos verán en los jesuitas el principal
obstáculo para sus planes. A su juicio, ejercían un poder excesivo en la
sociedad a través de la educación, de su influencia en las cortes, de su
laxismo o de su inquebrantable fidelidad al Papa, según los casos. A los jesuitas
se vinculaba la defensa de la tesis del regicidio, aspecto éste que algunos
monarcas de Europa vivían con auténtico pánico.
Las reducciones en América del Sur eran
vistas como un ataque directo a la soberanía de los monarcas de Portugal y
España. Etc…
La clave de esta oposición –dice un autor moderno– no
hay que buscarla en la “filosofía”, sino en la
“política”.
Existieron también otras causas internas, es decir,
radicadas en el modo de ser y actuar de la propia Compañía. ¿No acumuló la Compañía un excesivo poder espiritual y
mundano, por el que fue vista como una institución prepotente y engreída,
odiosa para otros poderes fácticos del momento?
“A fuerza de hacerse mundanos [los jesuitas] son destruidos por el mundo”,
afirma un historiador que, por otra parte, no oculta su admiración por la
Compañía. ¿No utilizó en ocasiones su mayor nivel cultural y sus éxitos
apostólicos para desprestigiar a otras congregaciones religiosas de un modo
poco o nada evangélico? En el siglo XVIII disminuyen las vocaciones de todas
las órdenes religiosas, a excepción de los cartujos y franciscanos de la estricta
observancia, y de los jesuitas. En medio de tal panorama, la Compañía de Jesús
cuenta en 1750 con 22.500 jesuitas esparcidos
por todo el mundo y no cesa de crecer. También de éxito se puede enfermar e
incluso morir…
¿Ricos y soberbios, además de
inteligentes? ¿Se trata únicamente de un
mito o de uno de esos estereotipos construidos sobre cierta base real? ¿Cómo es
la Compañía que renace de sus cenizas en 1814, esa “segunda Compañía” cuya
duración se extiende hasta el Vaticano II y el P. Arrupe?
Vaya por delante que contraponer sin más
y de un modo tajante la segunda Compañía a la primera
–en demérito de aquélla, por supuesto–
parece injusto.
Se trataba de un grupo de unos 600
jesuitas que sobrevivieron en Rusia, más los que, una vez restaurada la
Compañía, volvieron a ella, la mayoría de los cuales eran de edad avanzada o
estaban ya más para morir que para emprender nuevas aventuras. Eso es lo
verdaderamente admirable, lo que llama la atención, lo que nos interpela hoy:
que una Compañía así de pequeña y envejecida volviera a renacer con la fuerza
del carisma y modo de proceder con que san Ignacio la había dotado en 1540, y
que volviera a suscitar tantos seguidores.
En 1820, fecha de la primera Congregación
General de la Compañía restaurada, los jesuitas son aproximadamente 1.308: 503 sacerdotes,
322 hermanos y 482 escolares.
Dicho lo anterior, hemos de reconocer
con igual sinceridad que la “segunda Compañía” renace muy condicionada por el
trauma del desierto que acaban de atravesar y también por el clima de
restauración política y eclesial en el que reaparece. Más aún, para servicio de
la cual restauración reclaman su presencia tanto las jerarquías eclesiásticas
como las seculares. ¿Podía en tales circunstancias reaccionar la Compañía de
otra manera? ¿Tenemos derecho a exigirle que lo
hubiera hecho?
Lo cierto es que la restauración
política y eclesial se llevó a cabo en contra de los valores emergentes de la
nueva Europa, y que la Compañía se convirtió en fuerza de choque de dicha
restauración sin acertar a discernir –tal vez sin poder hacerlo– los valores
que aportaba aquella nueva comprensión del hombre y sus libertades; las
aspiraciones democráticas que impulsaba y la necesaria separación de Iglesia y
Estado que postulaba.
Así pues, podríamos afirmar que: La
Restauración política y eclesial se llevó a cabo, en gran medida, contra la
revolución y el siglo de las Luces, y que la restauración de la Compañía se
inserta en ese movimiento reactivo.
Las penalidades sufridas incapacitaron a
los jesuitas para ver los valores de justicia y libertad
expandidos por la Revolución francesa y
la Ilustración.
Esta reacción cuasi natural los llevó a
identificarse –o al menos así fueron vistos por muchos– con un orden político
que estaba desapareciendo de Europa. “Durante todo el siglo XIX, y a menudo no
sin razón, el nombre de los jesuitas se convierte en sinónimo de reacción y
conservadurismo”; en aliados del Antiguo Régimen caracterizado por las
monarquías absolutistas y
la alianza del trono y el altar.
Como afirma un ilustre jesuita
refiriéndose al caso francés, los jesuitas “vivían todavía del recuerdo de los
reinados de Luis XIII y Luis XIV; mantenían la ilusión de disfrutar de las
mismas protecciones bajo los Borbones que los habían traicionado, sin percibir
hasta qué punto la sociedad francesa había cambiado bajo la influencia de los
filósofos, de la Revolución y del Imperio” (J.-C. Dhôtel).
Desgraciadamente, y como consecuencia de
lo anterior –añade un historiador del ámbito anglosajón-, “los jesuitas no se
distinguieron en crear para la Iglesia un aggiornamento en el área del
pensamiento católico” (W. Bangert), al menos hasta finales del XIX en que las cosas
comenzaron
a cambiar.
“La cuna en que renace la Compañía –afirma
otro jesuita historiador, esta vez español– es políticamente antiliberal,
sociológicamente conservadora y religiosamente apologética. Esto condicionará
su espíritu durante muchos años. Este espíritu buscaba en general más
seguridades
en las costumbres establecidas y hallar respuestas
en las doctrinas tradicionales, que afrontar riesgos de nuevas experiencias,
amigos y compromisos” (M. Revuelta).
¿Sólo sombras? No sería justo. Los jesuitas
restaurados despliegan una vitalidad y una creatividad realmente sorprendentes
si tenemos en cuenta su número y la situación corporal y anímica en la que
renacen.
Algunas muestras de esa increíble
vitalidad pueden rastrearse en su rápido crecimiento demográfico; en su vuelta
a las misiones de América y Filipinas; en la multiplicación y equipamiento de
los colegios… Todo ello nacido de una espiritualidad ardiente y expansiva, de
una fortaleza y capacidad de surgir de la nada que hoy nos parecen increíbles,
de una fe inquebrantable en la providencia de Dios y de un testimonio de vida
que los hacía atractivos y admirables.
Escribe el P. General: “Hoy, 200 años después, los jesuitas
deseamos aprender de las luces y sombras de nuestro pasado, con el fin de
percibir con mayor claridad y entregarnos con más generosidad a lo que el Señor
pide de nosotros en el momento presente”. ¿Cuáles serían los aprendizajes fundamentales
de lo que ocurrió hace dos siglos, capaces de inspirar nuestro presente y
nuestro futuro? He aquí algunos de lo que consideramos más esenciales:
1º. Que la confianza radical en Dios y
en la Compañía como camino hacia Él sea la auténtica fuente de esperanza y de
dinamización apostólica en estos tiempos difíciles que nos toca vivir.
Su capacidad de sobrevivir con lo fundamental,
siempre dispuestos a hacer de nuevo las maletas; su fervor y dinamismo
apostólico; su “pasar página” y comenzar de nuevo sin quedar presos del pasado o
pasar factura por la injusticia sufrida… Si ellos sufrieron una supresión
jurídica, la nuestra
se
parece más a una supresión cultural…
¿Tendremos también su misma fe-confianza, que nos
lleve a vivir pegados a Jesucristo y desde Él
a desvivirnos por su proyecto? ¿Heredaremos de ellos
“la capacidad de entroncar con los ideales de san Ignacio y los primeros
jesuitas, reconstruyendo lo nuevo a partir de lo mejor del pasado”?
2º. Una creatividad apostólica y un
estilo de vida personal y comunitario que despierten seguidores.
¿Qué explica aquella floración de vocaciones a la Compañía
a pesar de las reiteradas expulsiones?
Las causas son complejas, pero entre ellas habría que señalar las que ya hemos
reseñado: el fervor ardiente y expansivo de aquellos nuevos jesuitas, el amor a
la Compañía y la cohesión fraterna entre sus miembros, todo lo cual les dotó de
una capacidad inmensa para afrontar las adversidades sin dejarse vencer por
ellas. Siempre con las maletas preparadas, siempre dispuesto a recomenzar… Eso
explica, junto con otras causas externas, que la Compañía restaurada, siguiendo
el modelo de la primera Compañía, floreciera en obras que habían constituido su
gloria, como los colegios, la predicación y las misiones.
Ambos factores unidos –la visibilidad cultural, por una
parte, de un Cuerpo apostólico de jesuitas unidos, cohesionados, valientes,
llenos de fe y celo evangélico y, por otra parte, fieles al carisma ignaciano y
creativos en el mundo que les tocaba vivir– estuvo sin duda en la base de su
rápida expansión a lo largo del siglo XIX y primera mitad del XX. Eso les hacía
atractivos para muchos jóvenes y suscitaba el deseo de seguir a Jesús según su
estilo de vida.
3º. Un discernimiento apostólico que
nos libre de caer en la trampa de ciertas alianzas que no responden a lo que
Dios quiere de nosotros, sino a otros intereses espurios.
Seguramente la equivocación mayor de la Compañía restaurada
fue su miopía, su falta de visión
histórica. Es posible que, dada “la cuna política y eclesial
en que renacía”, no pudiera ser de otra manera, pero la verdad es en aquel
momento histórico careció del discernimiento espiritual necesario: estaba
naciendo una nueva cultura que promovía los valores de la libertad, la justicia
y la democracia y, sin embargo, la Compañía se alió con las fuerzas del antiguo
régimen, cuyo objetivo consistía en restaurar un pasado caduco.
¿Era necesario que sucediera así, es decir, que los jesuitas
“se trasformaran en peones del conservadurismo borbón y romano, en militantes
de la alianza del trono y el altar, en propagandistas de la Restauración, en
guardianes de orden establecido…, ellos que habían dado al mundo un modelo de
plasticidad creadora; que se habían convertido en pioneros del humanismo
occidental en tres continentes; que habían sabido inventar en tantas latitudes
el intercambio cultural igualitario y el respeto por el otro”? “¿Era [la
Compañía] tan poco diestra en el uso del discernimiento ignaciano que fue incapaz de
distinguir lo que en la herencia de la Luces era la gloria de Dios?”, se
pregunta en su conocida y laudatoria obra Los jesuitas el periodista e
historiador J. Lacouture.
Ni todos quienes nos alaban o requieren nuestra
colaboración son, sin más, propulsores de una historia mejor, ni quienes nos
critican han de estar necesariamente equivocados. Tampoco al revés, es cierto,
pero en todo caso una cosa se impone: la necesidad de que nos tomemos más en
serio el discernimiento apostólico, ese ejercicio espiritual que pertenece al
acerbo más valioso de nuestra herencia ignaciana. Sin ese ejercicio, nuestros
pactos con un mundo
injusto
podrían repetirse de nuevo.
Terminamos con las palabras del P. General:
“Contemplando este hito de nuestra historia como Compañía, demos humildemente
gracias a Dios porque nuestra mínima Compañía sigue existiendo: porque nosotros
mismos, miembros de la Compañía, seguimos encontrando en la espiritualidad de
San Ignacio un camino hacia Dios; porque seguimos creciendo gracias al apoyo y
el estímulo de nuestros hermanos en comunidad, porque experimentamos aún el
privilegio y el gozo de servir a la Iglesia y al mundo, especialmente a los más
necesitados, por medio de nuestros ministerios. Pido a Dios que la
conmemoración agradecida de este 200 aniversario de la restauración de la
Compañía sea bendecida por una más profunda asimilación de nuestro modo de vida
y por el compromiso cada vez más creativo, generoso y alegre de entregar nuestras
vidas al servicio de la mayor gloria de Dios”.