domingo, 31 de agosto de 2014

La Restauración de la Compañía de Jesús: memoria y misión.

José Antonio García, SJ.
Julio del 2014.

Su propósito entronca más bien con el objetivo expresado por el P. General: “Promover una reflexión orante sobre nuestro pasado que haga posible un servicio más eficaz en el futuro… Aprender de las luces y sombras de nuestro pasado con el fin de percibir con mayor claridad y entregarnos con mayor generosidad a lo que el Señor pide de nosotros en el momento presente”. Ahí queremos situarnos, conscientes de que el fruto que produzcan las conmemoraciones (P. General)

“Por lo tanto, nosotros nos creeríamos reos de gravísimo delito en presencia del Señor si, en necesidad tan grave de la cosa pública, desatendiésemos la realización de aquellas ayudas saludables que Dios, con singular providencia, nos provee, y si, colocados en la barca de Pedro agitada y sacudida por continuas vorágines, rechazáramos a remeros expertos y valerosos, que se ofrecen a romper las olas del piélago, que en cada momento nos amenazan con el naufragio y la ruina”.

La supresión de la Compañía había supuesto para las Iglesias de toda Europa y las colonias de América Latina una pérdida de consecuencias incalculables, sobre todo en el campo de la educación de la juventud y la defensa del cristianismo. Basten para confirmarlo las siguientes cifras:
En el momento que comienzan las expulsiones de Portugal, Francia y España, la Compañía universal contaba con unos 23.000 jesuitas. Cuando es restaurada, son unos 600, dispersos por Rusia y las dos Sicilias. Las expulsiones y posterior supresión de la Compañía supusieron el cierre de unos 700 colegios repartidos por tres continentes. Con ellas se vinieron abajo igualmente las famosas reducciones de América Latina.

Por ceñirnos a la Asistencia de España, la noche del 2 de abril de 1767, no menos de 5.346 jesuitas (2.740 de la metrópoli y 2.606 de Hispanoamérica y Filipinas) fueron apresados
y conducidos a los puertos previamente designados a cada grupo.

Hoy sabemos muy bien que las causas que llevaron a la supresión de la Compañía de Jesús fueron muy complejas. Unas estaban fuera de ella, otras dentro. Más que motivaciones estrictamente religiosas fueron motivaciones políticas las que promovieron
y llevaron a aquel desenlace. Desde fuera de la Compañía influyeron en su supresión los hechos siguientes:
Medio siglo de travesía por el desierto.
¿Por qué fuimos expulsados y suprimidos?

Las Luces y la Revolución francesa; los distintos regalismos; el movimiento jansenista, etc. Todos
ellos verán en los jesuitas el principal obstáculo para sus planes. A su juicio, ejercían un poder excesivo en la sociedad a través de la educación, de su influencia en las cortes, de su laxismo o de su inquebrantable fidelidad al Papa, según los casos. A los jesuitas se vinculaba la defensa de la tesis del regicidio, aspecto éste que algunos monarcas de Europa vivían con auténtico pánico.
Las reducciones en América del Sur eran vistas como un ataque directo a la soberanía de los monarcas de Portugal y España. Etc…

La clave de esta oposición –dice un autor moderno– no hay que buscarla en la “filosofía”, sino en la
“política”.
Existieron también otras causas internas, es decir, radicadas en el modo de ser y actuar de la propia Compañía. ¿No acumuló la Compañía un excesivo poder espiritual y mundano, por el que fue vista como una institución prepotente y engreída, odiosa para otros poderes fácticos del  momento? “A fuerza de hacerse mundanos [los jesuitas] son destruidos por el mundo”, afirma un historiador que, por otra parte, no oculta su admiración por la Compañía. ¿No utilizó en ocasiones su mayor nivel cultural y sus éxitos apostólicos para desprestigiar a otras congregaciones religiosas de un modo poco o nada evangélico? En el siglo XVIII disminuyen las vocaciones de todas las órdenes religiosas, a excepción de los cartujos y franciscanos de la estricta observancia, y de los jesuitas. En medio de tal panorama, la Compañía de Jesús cuenta en 1750 con 22.500 jesuitas  esparcidos por todo el mundo y no cesa de crecer. También de éxito se puede enfermar e incluso morir…

¿Ricos y soberbios, además de inteligentes?  ¿Se trata únicamente de un mito o de uno de esos estereotipos construidos sobre cierta base real? ¿Cómo es la Compañía que renace de sus cenizas en 1814, esa “segunda Compañía” cuya duración se extiende hasta el Vaticano II y el P. Arrupe?

Vaya por delante que contraponer sin más y de un modo tajante la segunda Compañía a la primera
–en demérito de aquélla, por supuesto– parece injusto.

Se trataba de un grupo de unos 600 jesuitas que sobrevivieron en Rusia, más los que, una vez restaurada la Compañía, volvieron a ella, la mayoría de los cuales eran de edad avanzada o estaban ya más para morir que para emprender nuevas aventuras. Eso es lo verdaderamente admirable, lo que llama la atención, lo que nos interpela hoy: que una Compañía así de pequeña y envejecida volviera a renacer con la fuerza del carisma y modo de proceder con que san Ignacio la había dotado en 1540, y que volviera a suscitar tantos seguidores.

 En 1820, fecha de la primera Congregación General de la Compañía restaurada, los jesuitas son aproximadamente 1.308: 503 sacerdotes, 322 hermanos y 482 escolares.

Dicho lo anterior, hemos de reconocer con igual sinceridad que la “segunda Compañía” renace muy condicionada por el trauma del desierto que acaban de atravesar y también por el clima de restauración política y eclesial en el que reaparece. Más aún, para servicio de la cual restauración reclaman su presencia tanto las jerarquías eclesiásticas como las seculares. ¿Podía en tales circunstancias reaccionar la Compañía de otra manera? ¿Tenemos derecho a exigirle que lo
hubiera hecho?

Lo cierto es que la restauración política y eclesial se llevó a cabo en contra de los valores emergentes de la nueva Europa, y que la Compañía se convirtió en fuerza de choque de dicha restauración sin acertar a discernir –tal vez sin poder hacerlo– los valores que aportaba aquella nueva comprensión del hombre y sus libertades; las aspiraciones democráticas que impulsaba y la necesaria separación de Iglesia y Estado que postulaba.

Así pues, podríamos afirmar que: La Restauración política y eclesial se llevó a cabo, en gran medida, contra la revolución y el siglo de las Luces, y que la restauración de la Compañía se inserta en ese movimiento reactivo.

Las penalidades sufridas incapacitaron a los jesuitas para ver los valores de justicia y libertad
expandidos por la Revolución francesa y la Ilustración.

Esta reacción cuasi natural los llevó a identificarse –o al menos así fueron vistos por muchos– con un orden político que estaba desapareciendo de Europa. “Durante todo el siglo XIX, y a menudo no sin razón, el nombre de los jesuitas se convierte en sinónimo de reacción y conservadurismo”; en aliados del Antiguo Régimen caracterizado por las monarquías absolutistas y
la alianza del trono y el altar.

Como afirma un ilustre jesuita refiriéndose al caso francés, los jesuitas “vivían todavía del recuerdo de los reinados de Luis XIII y Luis XIV; mantenían la ilusión de disfrutar de las mismas protecciones bajo los Borbones que los habían traicionado, sin percibir hasta qué punto la sociedad francesa había cambiado bajo la influencia de los filósofos, de la Revolución y del Imperio” (J.-C. Dhôtel).

Desgraciadamente, y como consecuencia de lo anterior –añade un historiador del ámbito anglosajón-, “los jesuitas no se distinguieron en crear para la Iglesia un aggiornamento en el área del pensamiento católico” (W. Bangert), al menos hasta finales del XIX en que las cosas comenzaron
a cambiar.

“La cuna en que renace la Compañía –afirma otro jesuita historiador, esta vez español– es políticamente antiliberal, sociológicamente conservadora y religiosamente apologética. Esto condicionará su espíritu durante muchos años. Este espíritu buscaba en general más seguridades
en las costumbres establecidas y hallar respuestas en las doctrinas tradicionales, que afrontar riesgos de nuevas experiencias, amigos y compromisos” (M. Revuelta).

¿Sólo sombras? No sería justo. Los jesuitas restaurados despliegan una vitalidad y una creatividad realmente sorprendentes si tenemos en cuenta su número y la situación corporal y anímica en la que renacen.

Algunas muestras de esa increíble vitalidad pueden rastrearse en su rápido crecimiento demográfico; en su vuelta a las misiones de América y Filipinas; en la multiplicación y equipamiento de los colegios… Todo ello nacido de una espiritualidad ardiente y expansiva, de una fortaleza y capacidad de surgir de la nada que hoy nos parecen increíbles, de una fe inquebrantable en la providencia de Dios y de un testimonio de vida que los hacía atractivos y admirables.

Escribe el P. General: “Hoy, 200 años después, los jesuitas deseamos aprender de las luces y sombras de nuestro pasado, con el fin de percibir con mayor claridad y entregarnos con más generosidad a lo que el Señor pide de nosotros en el momento presente”. ¿Cuáles serían los aprendizajes fundamentales de lo que ocurrió hace dos siglos, capaces de inspirar nuestro presente y nuestro futuro? He aquí algunos de lo que consideramos más esenciales:

1º. Que la confianza radical en Dios y en la Compañía como camino hacia Él sea la auténtica fuente de esperanza y de dinamización apostólica en estos tiempos difíciles que nos toca vivir.

Su capacidad de sobrevivir con lo fundamental, siempre dispuestos a hacer de nuevo las maletas; su fervor y dinamismo apostólico; su “pasar página” y comenzar de nuevo sin quedar presos del pasado o pasar factura por la injusticia sufrida… Si ellos sufrieron una supresión jurídica, la nuestra
se parece más a una supresión cultural…
¿Tendremos también su misma fe-confianza, que nos lleve a vivir pegados a Jesucristo y desde Él
a desvivirnos por su proyecto? ¿Heredaremos de ellos “la capacidad de entroncar con los ideales de san Ignacio y los primeros jesuitas, reconstruyendo lo nuevo a partir de lo mejor del pasado”?

2º. Una creatividad apostólica y un estilo de vida personal y comunitario que despierten seguidores.

¿Qué explica aquella floración de vocaciones a la Compañía a pesar de las reiteradas  expulsiones? Las causas son complejas, pero entre ellas habría que señalar las que ya hemos reseñado: el fervor ardiente y expansivo de aquellos nuevos jesuitas, el amor a la Compañía y la cohesión fraterna entre sus miembros, todo lo cual les dotó de una capacidad inmensa para afrontar las adversidades sin dejarse vencer por ellas. Siempre con las maletas preparadas, siempre dispuesto a recomenzar… Eso explica, junto con otras causas externas, que la Compañía restaurada, siguiendo el modelo de la primera Compañía, floreciera en obras que habían constituido su gloria, como los colegios, la predicación y las misiones.

Ambos factores unidos –la visibilidad cultural, por una parte, de un Cuerpo apostólico de jesuitas unidos, cohesionados, valientes, llenos de fe y celo evangélico y, por otra parte, fieles al carisma ignaciano y creativos en el mundo que les tocaba vivir– estuvo sin duda en la base de su rápida expansión a lo largo del siglo XIX y primera mitad del XX. Eso les hacía atractivos para muchos jóvenes y suscitaba el deseo de seguir a Jesús según su estilo de vida.

3º. Un discernimiento apostólico que nos libre de caer en la trampa de ciertas alianzas que no responden a lo que Dios quiere de nosotros, sino a otros intereses espurios.

Seguramente la equivocación mayor de la Compañía restaurada fue su miopía, su falta de visión
histórica. Es posible que, dada “la cuna política y eclesial en que renacía”, no pudiera ser de otra manera, pero la verdad es en aquel momento histórico careció del discernimiento espiritual necesario: estaba naciendo una nueva cultura que promovía los valores de la libertad, la justicia y la democracia y, sin embargo, la Compañía se alió con las fuerzas del antiguo régimen, cuyo objetivo consistía en restaurar un pasado caduco.

¿Era necesario que sucediera así, es decir, que los jesuitas “se trasformaran en peones del conservadurismo borbón y romano, en militantes de la alianza del trono y el altar, en propagandistas de la Restauración, en guardianes de orden establecido…, ellos que habían dado al mundo un modelo de plasticidad creadora; que se habían convertido en pioneros del humanismo occidental en tres continentes; que habían sabido inventar en tantas latitudes el intercambio cultural igualitario y el respeto por el otro”? “¿Era [la Compañía] tan poco diestra en el uso del  discernimiento ignaciano que fue incapaz de distinguir lo que en la herencia de la Luces era la gloria de Dios?”, se pregunta en su conocida y laudatoria obra Los jesuitas el periodista e historiador J. Lacouture.

Ni todos quienes nos alaban o requieren nuestra colaboración son, sin más, propulsores de una historia mejor, ni quienes nos critican han de estar necesariamente equivocados. Tampoco al revés, es cierto, pero en todo caso una cosa se impone: la necesidad de que nos tomemos más en serio el discernimiento apostólico, ese ejercicio espiritual que pertenece al acerbo más valioso de nuestra herencia ignaciana. Sin ese ejercicio, nuestros pactos con un mundo
injusto podrían repetirse de nuevo.
Terminamos con las palabras del P. General: “Contemplando este hito de nuestra historia como Compañía, demos humildemente gracias a Dios porque nuestra mínima Compañía sigue existiendo: porque nosotros mismos, miembros de la Compañía, seguimos encontrando en la espiritualidad de San Ignacio un camino hacia Dios; porque seguimos creciendo gracias al apoyo y el estímulo de nuestros hermanos en comunidad, porque experimentamos aún el privilegio y el gozo de servir a la Iglesia y al mundo, especialmente a los más necesitados, por medio de nuestros ministerios. Pido a Dios que la conmemoración agradecida de este 200 aniversario de la restauración de la Compañía sea bendecida por una más profunda asimilación de nuestro modo de vida y por el compromiso cada vez más creativo, generoso y alegre de entregar nuestras vidas al servicio de la mayor gloria de Dios”.