Levítico 131-2.44-46; Salmo 31; 1ª Cor 1031-111;
Marcos 140-45
Las lecturas de este domingo son una clara invitación a revisar
nuestra respuesta a nuestra práctica cristiana, desde un hecho sumamente claro
y contundente: la curación de un leproso.
Por
el Antiguo Testamento, ratificado en la lectura del Libro del Levítico, los leprosos, aparte de sufrir la propia
enfermedad hasta la muerte, igualmente tenían que padecer el ostracismo, la
marginación, la exclusión. Tan pronto como la enfermedad se les manifestaba, no
sólo tenían que irse fuera de las tiendas del campamento sino tenían que gritar
ellos mismos que estaban enfermos, que eran impuros.
Práctica
sumamente cuestionable hoy en nuestros días, pues no sólo se les excluía y
abandonaba, sino se consideraba que su enfermedad era consecuencia de su
impureza, de su pecado; era un castigo. No era su interior o sus actos lo que evidenciaba
su supuesto pecado, sino la enfermedad, algo totalmente independiente de su
actuación moral.
Obvio,
que en una sociedad tan poco desarrollada científicamente, la exclusión de los
leprosos tenía el sentido de precaverse para no contaminar a todo el pueblo y arriesgarse
a una epidemia. Era la única forma como podían controlar la enfermedad. Como
también es lógico entender que para reforzar la exclusión, debían interpretarla
como algo divino, como consecuencia de sus pecados o malos comportamientos. Lo
que a los ojos actuales resulta totalmente injusto y escandaloso, no lo era así
para el pueblo judío. Era simplemente la única forma que tenían para controlar
las epidemias.
En
este marco es en el que aparece Jesús.
Él no anunciaba el Reino exclusivamente por los espacios seguros y confortables
de las ciudades. Él se salía de los espacios protegidos y se arriesgaba a ir a
los márgenes de la sociedad, a la periferia, para encontrarse con la exclusión,
con los enfermos, con aquellos para quienes era fundamental sentir que también
Dios estaba con ellos, a pesar de la condenación a la que los sometían los
representantes de Dios.
Varios
encuentros nos narra el Evangelio de
Jesús con los leprosos. No teme la contaminación; desafía al poder religioso y
sus condenas; va hacia los marginados para mostrar, en el aquí y ahora, que
Dios no se ha olvidado de ellos; que Dios también los ama y que su amor es
eficaz. No espera que ellos lo busquen, sino va a su encuentro.
Y
ahí sucede esa escena maravillosa que nos narra san Marcos. Sin chantajes, gritos
o aspavientos, el leproso simplemente se le acerca a Jesús y le dice: “Si
quieres, puedes curarme”. Modelo extraordinario de la oración cristiana. A Dios
no hay que chantajearlo, gritarle neuróticamente, jalonearlo para que haga
caso. Simplemente el leproso, con su petición, le expone su dolor, su
sufrimiento doble, físico y moral. Jesús no se pone a hurgar en su vida
privada; no aprovecha la ocasión para pedirle cuentas, para que se confiese,
que analice su conciencia y descubra sus pecados, y así se arrepienta y cambie
de vida. Habiendo captado el dolor profundo de ese que también era hijo de Dios
y sabiendo que él tenía que manifestar en concreto la predilección de su Padre
por los pobres y marginados, simplemente le dice: “¡Sí quiero; sana!”
El
evangelio no necesita de muchas palabras para transmitirnos el deseo de Dios y
lo que hemos de hacer. La invitación es clara: hay que ir a las afueras de las
ciudades, hay que apartarse de los centros del poder, para encontrarse con el
verdadero dolor de los hijos de Dios, donde el proyecto de felicidad y armonía
para toda la creación ha fracasado. Y ahí hay que mostrar que Dios también los
quiere a ellos; que su salvación implica cuerpo y espíritu; que Jesús atiende
la integralidad del ser humano: cura para que el ser humano descubra la bondad
de Dios y experimente su salvación; o libera el interior dominado por los espíritus
del mal, reforzándolo con una curación física. No importa por dónde se
comienza: cuerpo o alma; lo definitivo es experimentar que el amor que Dios nos
tiene realmente sana, cura, libera, integra, armoniza.
San Pablo,
en la segunda lectura, nos invita a
revisar las razones profundas de nuestra acción, a fin de integrarlas desde un
solo fundamento: hagamos lo que hagamos, hay que hacer todo “para gloria de
Dios”. Sólo así se podrá vivir con relativa facilidad el “dar gusto a todos en
todo”, como lo hace san Pablo; pues lo que puede romper la continuidad de
nuestra acción liberadora con la acción poderosa de Dios y echar al traste la
salvación, es que “busquemos nuestro propio interés”. Sólo buscando el interés
de los demás para que se salven, podremos ser imitadores de Pablo como él lo es
de Cristo, y ser así buena noticia de Reino para todos, especialmente para los
que se encuentran en las periferias de nuestras ciudades, en las periferias del
poder, de la riqueza, de las oportunidades.
El
dinamismo de la salvación de Jesús está claro: no va de la periferia al centro,
sino del centro a la periferia; no busca a los sanos, sino a los enfermos; no
catequiza, sino salva; no sermonea, sino realiza la salvación de Dios en el
concreto de las víctimas de nuestras sociedades.
Salir
de nosotros mismos, de “nuestro propio querer e interés”, como diría San Ignacio,
para ir al otro buscando sólo que pueda experimentar que Dios es bueno en
concreto para él, es la invitación radical que hoy nos hace el Evangelio. Jesús
impulsa la dinámica de la inclusión compasiva y no la de la exclusión sectaria.