1 Reyes 194-8; 223-24; Salmo 33; Efesios 430;
52; Juan 641-51
El evangelio de este domingo nos habla de Jesús que se concibe a sí
mismo como “pan”, como carne, que alimenta a todo aquel que busca la vida, que
quiere tener vida, y como diría un texto del evangelio de Juan, “vida en
abundancia”.
Pero como en otras muchas ocasiones, la invitación de Jesús es
escandalosa para los oyentes. No puede ser posible que el Mesías les dé a comer
su propio cuerpo; es absolutamente irracional, absurdo, escandaloso. Sin
embargo, parece que así es la revelación de Dios; como que no puede ser de otra
forma, especialmente a partir de su revelación en Jesús.
El ser humano va teniendo sus propias concepciones de la salvación,
de Dios, de sí mismo; y desde ahí interpreta la realidad que le circunda, y decide
actuar y tomar sus decisiones conforme a lo que a él le parece lo más sensato. Pero
la revelación de Dios no tiene que ver con lo más sensato o coherente de
nuestros pensamientos. Necesariamente implica una ruptura radical; y esa
ruptura nos confronta con lo diferente, con lo otro, con el escándalo. Como que
vamos tejiendo las cosas a la medida de nuestras necesidades; pero no siempre eso
es lo que Dios quiere. En su Revelación, Dios nos obliga a superar lo que
vivimos, sentimos o pensamos. Rompe nuestras comodidades, nuestras componendas
y nos hace ir más allá de nuestros propios ojos, de lo que sería “políticamente
correcto”, de lo que sería cómodo, plausible, acomodado a nuestra vida, a fin
de que no nos hagan olas, de que no se muevan los marcos de nuestras referencias,
ni nos hagan cuestionarnos lo que fríamente habíamos calculado, a fin de vivir
una vida cómoda y acomodada a los estilos de vida que hemos creado.
La Revelación es escandalosa; busca sacudirnos, despertarnos de
nuestros letargos; pues demasiado fácil tendemos a la vida fácil; nos
acomodamos a ese mundo condenado por San Juan; y lo preocupante es que lo
hacemos sin darnos cuenta; como la humedad, otro mundo lejano al del evangelio
se nos va colando y separándonos del verdadero Dios y del camino que se nos
propone en Jesús.
Los judíos no entendieron o no quisieron modificar sus propias
maneras de concebir la salvación. Y ante la oportunidad de quebrar con su
propio pasado, con sus tradiciones y doctrinas, prefirieron romper con Jesús, el
único camino que los hubiera podido llevar al Dios verdadero.
En este contexto es, entonces, en el que cae el mensaje de este
domingo. Jesús y la buena noticia del evangelio es lo único que nos puede dar
la vida verdadera. Pero para eso tenemos que hacernos uno con Él; o sea,
tenemos que alimentarnos de Él, de su vida, de sus palabras, de su camino, de
sus acciones, de su relación con el Padre, con los pobres, con el mundo. Hay
que hacernos uno con Él; “comulgar” totalmente con Él; pues si no, no tendremos
esa vida que nos ofrece. El que no está arraigado en el Evangelio, no conseguirá
la vida verdadera; y su “dios”, no será más que otro de los muchos ídolos que
el mundo ofrece, como el dinero, el poder, la fama, el sexo…
Eso es lo que significa e implica “comer su propio cuerpo”, “beber
su propia sangre”. Asimilar la comida es la forma más radical de hacerse uno
con aquello que se come o se bebe. Pues así tenemos que ser con Jesús: sus
pensamientos, acciones, convicciones, opciones, han de ser las nuestras, para
que todo nuestro actuar reproduzca lo que Pablo decía: “ya no soy yo, sino que
es Cristo quien vive en mí”. Esa es la pasión y radicalidad a la que nos invita
el Evangelio.
Sin embargo, podríamos preguntarnos el para qué de esta invitación
a ser uno con Jesús. La respuesta la tenemos en la Primera Lectura del libro de los Reyes: todos tenemos una gran misión
que cumplir en solidaridad con la obra salvadora de Jesús; pero eso no es fácil.
Elías, ante la magnitud de la Misión y los riesgos que implicaba, decidió
claudicar; incluso, dejarse morir, antes de seguir con la invitación que Dios
le había hecho. Y en ese momento, el Ángel del Señor por 2 veces le dio de
comer; y con eso pudo seguir adelante y caminar 40 días y noches hasta la
montaña Sagrada.
La misión de llevar la paz y la justicia a nuestra sociedad, no es
nada fácil. Además, si no partimos del evangelio, de su radicalidad, de una
constante ruptura con nuestras componendas, entonces tendremos el riesgo de
adaptar el mensaje a nuestro “mundo pequeño”, a lo que no nos compromete pero
justifica de alguna manera nuestra falsa religión. Hacemos lo suficiente como
para sentirnos bien; pero eso ya no es el Evangelio de Jesucristo. Si el
mensaje ya no nos escandaliza ni cuestiona, es que nos hemos apartado de él.
Finalmente, San Pablo nos invita a no “causar tristeza al Espíritu
Santo”. ¿Por qué lo dice? Justo por lo anterior. Al no estar compenetrados con Jesús,
nos separamos de Él y prostituimos la Misión que se nos ha encomendado. Por eso
“contrariamos” al Espíritu. Es Dios mismo quien busca la vida para sus hijos e
hijas; pero separados de Jesús, eso no es posible. La exhortación, entonces, de
Pablo dibuja algunas de las condiciones indispensables para estar dentro de la órbita
de la Salvación. Primero, desterrar la agresión al hermano; segundo, perdonarnos;
pues el perdón es la base de la vida con el otro; y tercero, amar como Cristo
lo hizo entregándose hasta la muerte.
Confiemos, pues como dice el Evangelio de este domingo, es el
Padre el que nos atrae hacia Él. No vamos solos ni por cuenta propia; es Dios
quien nos abre las puertas para vivir la vida que nos dio en Cristo y nos da la
fuerza necesaria para lograrlo. Quizá lo único que tenemos que hacer es aceptar
la ruptura de nuestros esquemas, arriesgarnos a pasar por el escándalo y atrevernos
a comprender qué nos hace falta para entrar en la órbita de Dios. “¿Qué tengo
que hacer para ganar la vida eterna” –preguntó el joven rico-. Hagámonos la misma
pregunta.