Proverbios 91-6; Salmo 33; Efesios 515-20; Juan
651-58
La liturgia de este domingo da continuidad al tema del banquete
eucarístico. Jesús se vuelve a ofrecer como alimento indispensable para la vida
del ser humano.
Por un lado está la claridad y radicalidad con la que Jesús se
pone como condición indispensable para que la humanidad tenga vida, vida
verdadera. Sólo aquel que coma y beba su sangre tendrá vida eterna, pues Él
mismo “lo resucitará en el último día”. La insistencia retoma la importancia de
la “piedra angular” –como Jesús se concibió a sí mismo- para descubrir lo
esencial del sentido de esta vida. No hay otro camino para realizarse como ser humano,
para encontrar el sentido profundo de la vida y no andar deambulando sin rumbo,
que hacerse uno con Jesús. Y, de la misma forma, no hay otra manera de hacerlo,
que comulgar con Él; que entrar en la unidad más profunda que el ser humano
puede tener con otra realidad que es asimilarla como alimento, como el cuerpo
asimila la comida y la bebida. Esa es la clave radical para ingresar a la
dimensión salvadora de Jesucristo.
Y a esta luz, es fácil comprender otra de las formulaciones del
evangelio que redundan en la misma idea de fondo. Jesús nos dice: “Yo soy el
camino, la verdad y la vida”. La centralidad del seguidor y del creyente está
en hacerse uno con Él. Esta “verdad” de Jesús es el único “camino” que nos
llevará a la “vida”.
De ahí que la insistencia de Jesús no se queda sólo en seguirlo,
en conocer sus propuestas, en construir el Reino como Él lo iba haciendo; sino –además,
y casi se podría decir “prioritariamente”- en el banquete eucarístico, en el
momento en que participamos de su cuerpo y de su sangre a través del pan y del
vino. La vida cristiana no tiene sentido, si no nos hemos “hecho uno” con Jesús.
Y de ahí, entonces, hacer el Reino y realizar las obras que Jesús hacía; pero
no antes.
Ahora bien, ¿por qué la importancia de esta postura de Jesús? Justo
por lo que dice a continuación: el que come la carne y bebe la sangre de Jesús,
permanece en Él; y Él, en esa persona. Pero resulta que Jesús no va por su
cuenta, sino que ha sido enviado por su Padre, que es “quien posee la vida”. De
forma que Jesús “vive por Él”. El Padre, que es el autor de la vida en toda su
plenitud, se la participa a Jesús; y Él nos la participa en la medida en que
seamos uno con Él. Jesús vive por el Padre, y nosotros vivimos por Jesús. Así,
teniendo la vida del mismo Dios, la vida del Padre a través de Jesús, entonces
estamos ya gozando de la plenitud; estamos viviendo como resucitados.
Pero entonces, como cristianos, tenemos que responder a este
regalo maravilloso; tenemos que prepararnos, poner de nuestra parte lo que nos
toca. Es justo a lo que nos incitan las dos primeras lecturas.
El libro de los Proverbios
nos invita a un banquete que ha preparado “la Sabiduría” (Dios mismo), y para
convidar dice lo siguiente: el que sea “sencillo” que venga; pero al falto de
juicio le dice: “dejen su ignorancia y vivirán; avancen por el camino de la
prudencia”. Acceder al banquete implica ser “sencillo”, “prudente”; y el que no
es así, es que es un “ignorante”. Es quien, a pesar de toda la inteligencia y
conocimientos que pueda tener, ha perdido el rumbo de la vida. Incluso insinúa
que para entrar al banquete, no nos podemos dejar llevar por la soberbia ni por
la osadía de quien cree saberlo todo y no necesita del otro, de Jesús, de su
cuerpo y de su sangre.
San Pablo reafirma lo mismo: no nos podemos comportar como “insensatos”,
sino que hemos de ser “prudentes”. Tampoco podemos ser “irreflexivos”, pues así
no podremos “entender… la voluntad de Dios”. El círculo se cierra: los
insensatos, orgullosos, irreflexivos…, no son capaces de descubrir la vida que
hay en Dios y que es la única que en Jesucristo nos mantiene en la plenitud. Y
esto es lógico: la soberbia ciega y obnubila la inteligencia; nos hace creer
que solos podremos llegar a la vida, que no necesitamos fincarnos en Dios, en
el Padre, en Jesucristo.
También, San Pablo nos exhorta a no embriagarnos que, en un
sentido figurado, es lo que hace el orgullo con nosotros. Nos embriaga de
poder, éxito, riquezas, fama, y lo que parece llevarnos al a felicidad, sólo es
el camino de la perdición, pues nos hace vivir separados de Dios.
Su argumentación final para que vivamos desde la “prudencia” es
que “los tiempos son malos”. Vivimos inmersos en una gran marea de atracciones
mundanas que nos embriagan, nos marean y nos apartan de Jesús como “camino,
verdad y vida”. Sólo quien es prudente, quien no se deja llevar por las falsas
invitaciones de este mundo capitalista, podrá acceder a la vida que está oculta
en Dios, pero que se ha manifestado en Jesús.