Deuteronomio 41-2. 6-8; Salmo 14; Santiago 117-18.
21-22. 27; Marcos 71-8. 14-15. 21-23
Las lecturas de este domingo están atravesadas por uno de los
conflictos que más provocó la agresión contra Jesús. ¿Cómo entender y vivir la
ley, la norma, el mensaje? La situación que nos narra Marcos en su evangelio
reproduce el típico esquema que utilizaron los fariseos para desautorizar a
Jesús. No lo atacan directamente a Él, sino a sus discípulos; no sería la
primera vez, ni la última. Los seguidores del Maestro no cumplen lo prescrito
en la Ley, no siguen la Tradición de los judíos.
Lo interesante es que la fuerza del Antiguo Testamento estaba
fincada en la Ley revelada por Yahvé. El tesoro mayor que ellos tenían eran las
“Tablas de la Ley”: en torno a ella giraba toda su experiencia religiosa, que luego fueron concretando con cientos de
normas y preceptos que regularon prácticamente en su totalidad la vida del
pueblo de Israel.
Y ahí estaba su fuerza: si cumplían la Ley, entonces tendrían vida
y entrarían en la Tierra prometida. Su Dios –que no era como los dioses de
otros pueblos, sino que era tan cercano sólo con invocarlo- condicionaba el
bienestar del pueblo, sus triunfos guerreros, su éxito…, a la observancia de la
Ley, pues toda ella era “justa”. La Ley de Dios era, en sí misma, vida. Ayudaba
a regular las relaciones entre ellos, normaba la justicia de sus
comportamientos, integraba su vida con la de Dios, a fin de que no se desviaran
y terminaran en la muerte.
Lo cual en sí mismo no era malo. Que un pueblo viva sin un código
de Ética, sin regular las relaciones entre sus individuos, sólo lleva a “la ley
del más fuerte” y, así, a la incapacidad de vivir en paz y de conseguir la
felicidad; en otras palabras, lleva a la muerte.
Sin embargo, al paso de los años, el pueblo de Israel fue
perdiendo el “espíritu de la Ley”, lo más fundamental de ella, la interioridad
y su razón de ser. Los Profetas ya denunciaron esta distorsión: “Este pueblo me honra con los labios, pero
su corazón está lejos de mí… Dejan a un
lado el mandamiento de Dios, para aferrarse a las tradiciones de los
hombres”. Sus prácticas se quedaron en una “observancia” sin sentido. Para
ellos, “agradar a Dios” era el cumplimiento de mil preceptos que nada tenían que
ver con la justicia, con el amor, con la preocupación por el otro, con el
cuidado del prójimo.
Lo que en un momento dado fue algo que les dio vida y los integró
como pueblo, se fue pervirtiendo y se convirtió en un instrumento para que los
jefes de Israel dominaran y controlaran al pueblo. El bienestar de todos se fue
transformando en el bienestar de sólo las clases dominantes, de los grupos en
el poder.
La “Tradición”, entonces, no era en sí algo malo; lo malo fue
perder el sentido del mandato y acomodarlo a los intereses personales, y no al
bien común ni a la preocupación por el otro. Y es justo lo que Jesús denuncia.
Usaron la ley como instrumento de control y dominación; crearon sus propios
preceptos (más fáciles de cumplir) y se olvidaron del mandamiento de Dios:
simplemente “amar”, amar radicalmente, amar con toda la pasión, amar a Dios, al
prójimo, a sí mismo. Usaron la tradición a su conveniencia, y dejaron de lado
lo esencial de la ley: la justicia y la misericordia.
Pero, al mismo tiempo, se “aferraron a las tradiciones de los
hombres”, como dice Marcos. Y eso fue lo que les impidió recibir el mensaje de
Jesús. Se aferraron a un pasado en el que se sentían seguros, al que podían
manipular, el que les daba fuerza y los justificaba en su dominación, y de tal
forma lo hicieron que les fue imposible abrirse a la novedad que traía la Buena Nueva del Evangelio. Contra la
tradición entendida como un conocimiento dado para siempre, el Evangelio se les
presentó como algo diferente, como “buena nueva”, que rompía todos sus esquemas
y los invitaba a cambiar, a recuperar el sentido auténtico de la “Palabra de
Dios” al hombre; pero ellos no pudieron hacerlo .
Lo que hace Jesús, en consecuencia, es recuperar el sentido del
mensaje de Dios: lo que mancha no es lo que viene de fuera, sino lo que sale de
nuestro interior. El sentido auténtico de la ley está inscrito en el fondo de
nuestros corazones y tiene que ver con la relación entre los seres humanos. Ahí
está el gran dilema: si procuramos o no el bien de nuestro prójimo, y no si
cumplimos una serie de ritos y normas que nada tienen que ver con el amor y la
justicia.
En la segunda lectura, el apóstol Santiago trasmite exactamente lo
que aprendió de su Maestro: “la religión pura e intachable a los ojos de Dios
consiste en visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones, y en
guardarse de este mundo corrompido”. Y a esto nos exhorta: a que aceptemos
dócilmente la palabra que ha sido sembrada en nuestros corazones y la llevemos
a la práctica.