domingo, 14 de agosto de 2016

20° domingo ordinario; 14 de agosto del 2016.

Jeremías 384-6. 8-10; Salmo 39; Hebreos 121-4; Lucas 1249-53

El tema que hoy maneja el evangelio es el de la paz; pero realmente lo aborda desde un punto de vista sumamente problemático, por lo que no ha sido extraño que la misma predicación de los sacerdotes haya evadido el planteo tan radical que ahí nos hace Jesús.
Quizá no contra todo su discurso anterior, pero sí contra una lectura más superficial de su mensaje, Jesús da un giro radical y lanza un cuestionamiento muy fuerte a sus oyentes: “¿Piensan acaso que he venido a traer paz a la tierra? Se supondría que sí y que eso sería coherente con las enseñanzas recibidas por el Maestro hasta ese momento. Las Bienaventuranzas no cabrían en la beligerancia de la afirmación anterior. En ellas se habla de perdón, de misericordia, de pobres, de los pacíficos, de los que buscan la justicia… Y lo mismo sucede con otros muchos textos del evangelio, como el siguiente: “Si alguien te da una bofetada, ponle la otra mejilla”.
¿Qué pasó? ¿Por qué ahora se da ese cambio tan radical? ¿Estaría ya Jesús desesperado por la poca respuesta de sus seguidores o porque no terminaban de comprender la profundidad y el alcance de su mensaje? Es probable; pero de lo que no cabe duda es que quiso enfáticamente subrayar hasta dónde llegaba su lucha por el Reino. No vino a traer la paz, sino la división; una división que llegaría hasta la célula más fundamental de la sociedad: la familia. La división hará que el padre esté contra el hijo; la madre contra la hija; de cinco, tres estarán contra dos.
¿De qué se trata? Simple y llanamente de que hay una verdadera lucha entre el bien y el mal; entre las dinámicas de este mundo alimentadas por el pecado de la humanidad, y la propuesta del Reino que ofrece Dios. Es una auténtica lucha a muerte; y desde esta visión entonces se pueden recuperar de manera diferente otras afirmaciones de Jesús que aparecen en el Evangelio: no se puede servir a Dios y al dinero; los viñadores homicidas que matan al Hijo; la agresión contra los vendedores del Templo; sus acusaciones contra los poderes tanto religiosos como civiles; el que no está conmigo, está contra mí. …
Y esto es fruto del fuego que vino a traer Jesús; un fuego que arda, que queme, que divida; un fuego que apasione; que nos transforme en luchadores radicales contra todo lo que destruya al Hijo y a los hijos de Dios.
El Evangelio no puede aceptar una paz que conviva con la injusticia y la muerte de los pobres: la verdadera paz no puede solapar lo que mata a los hijos de Dios. No pueden convivir las riquezas y los principios del Evangelio. Y luchar contra esto, es entonces lo que produce la división, la violencia evangélica, la lucha a muerte contra un enemigo que no está dispuesto a perder sus privilegios. Es muy fácil manipular al Evangelio y hacer que puedan convivir mis creencias en Dios, con la desigualdad social, las ganancias exorbitantes, la mentira, la corrupción, los privilegios.
De forma que luchar contra esto, sin duda llevará a la muerte, como le pasó a Jesús o a Jeremías, como lo señala la primera lectura. La primitiva comunidad cristiana lo entendió perfecto. Servir al evangelio, ser coherentes con lo que creemos implica –como afirma la carta a los Hebreos- dejar todo lo que nos estorba; librarse del pecado que nos ata; no cansarse ni perder el ánimo; porque, a final de cuentas, no hemos llegado a derramar la sangre en la lucha contra el pecado; hay que meditar en el ejemplo de Aquel que aceptó sufrir tanta oposición de parte de los pecadores.
De forma que una lucha de tales características sin el fuego que vino a traer Jesús, perdería toda su eficacia. Y probablemente es lo que ha pasado con el mensaje del Reino y la propuesta del Evangelio. Hemos quitado la violencia que supone esta lucha a muerte. “El Reino de los Cielos sufre violencia –dice Jesús- y sólo los violentos lo conquistan”.
El “no hagan olas”, “no se metan en política”, “la lucha no deja nada bueno”; “hay que comprender, aguantarse, saber que así son las cosas y nada va a cambiar”, son los discursos claros de lo que Ignacio de Loyola llamaría el “Mal Espíritu” y que apagan el fuego de Jesús. Obvio, en esta lucha, no todos estarán dispuestos a “derramar la sangre”; por eso se dividirán las familias, las sociedades, las instituciones. Sin embargo, parece que hoy en día nadie está interesado por este tipo de lucha; por esta lucha que auténtica y eficazmente buscaría mejorar la suerte de los pobres.
Hay lucha del Narco, de los políticos, de los empresarios, de la corrupción, de los sindicatos; pero, ¿en ellas se encuentra el espíritu de Jesús? Ésta es la violencia que ha traído el “príncipe de este mundo”, como lo señala el mismo Evangelio; es la violencia abierta. Pero también hay otra violencia sutil contra la inmensa mayoría del pueblo que no aparece formulada así, pero que mata igualmente: es la violencia de los bajos salarios, de la corrupción y el soborno para tener ganancias millonarias; de las oportunidades educativas que no se les dan a las mayorías, etc., etc.
Por eso hace falta otro “fuego”; el fuego del Espíritu de Jesús que decididamente buscó el bien de los pobres y pasó entre ellos, por el mundo, “curando toda enfermedad y dolencia”.
El cristiano auténtico ha de convertirse, como Jesús mismo, en piedra de tropiezo y signo de contradicción. La paz del mundo se conforma con la injustica, el egoísmo y la mentira. La paz de Jesús ha declarado la guerra a muerte contra el mal y la injusticia. Aprendamos a vivir en el conflicto y no demos marcha atrás en la búsqueda de la paz que es fruto de la justicia.