domingo, 21 de agosto de 2016

21er domingo ordinario; 21 de agosto del 2016; Homilía de FFF

Isaías 6618-21; Salmo 116; Hebreos 125-7. 11-13; Lucas 1322-30

Son dos los temas principales que maneja la liturgia de este domingo. Por un lado, la universalidad; y, por el otro, la facilidad o dificultad para entrar al Reino.
Uno de los oyentes de Jesús le pregunta si “son pocos los que se salvan”. El Maestro, como siempre, no responde directamente mencionando cantidades o si hay o no elegidos; curiosamente, tampoco habla de lo que haya detrás de la puerta. Simplemente menciona que la puerta es estrecha y que para pasar por ella hay que esforzarse.
Desde el punto de vista humano, la afirmación es justa. Convertirse en personas, ordenar los impulsos más profundos que guían nuestra psijé, nuestra personalidad, no es nada fácil. La libertad, como estructura humana, la tenemos por el hecho de ser personas; pero la libertad como la capacidad para decidir lo que nos construye en un camino por realizar la conquista de uno mismo, siempre es un reto. Sin duda es más fácil vivir sin principios, que tenerlos buscando siempre ser coherente con ellos. Dejarse llevar por la corriente lo hace cualquiera; pero nadar contra las tendencias del mundo; no dejarse llevar por lo fácil, por lo cómodo, por las modas, por el qué dirán, por la búsqueda de reconocimiento o de la máxima ganancia, es una tarea de toda la vida y siempre cuesta arriba. Al menor descuido, la inercia nos despeña. Aunque a la larga, lo que se logra produce una enorme satisfacción, plenifica la vida, nos permite vivir con enorme sentido y una paz auténtica y profunda. Habremos pasado por la puerta estrecha y obtenido, lo que en otros términos ofrece el Evangelio a lo largo de todas sus páginas: haber entrado al Reino.
Pero desde el punto de vista espiritual-religioso que plantea Jesús, la invitación implica un paso más que nos habla de una radicalidad superior; quizá no más difícil, pero sí más exigente. En otra escena del Evangelio Jesús lo manifiesta con toda su vehemencia: “El Reino de los cielos sufre violencia y sólo los violentos lo conquistan”.
Entrar por la puerta estrecha no sólo supone la construcción en libertad de la persona, sino implica un paso más: tener la garra, la pasión y el cariño por las propuestas del Evangelio, teniendo –como dice la carta a los Hebreos- “puestos los ojos en Jesús”. Él es quien ha de modular nuestra vida, desde las invitaciones que nos lanzó a lo largo de su vida.  Entrar al Reino no es fácil, pues supone humildad. Los escribas y fariseos estaban seguros de entrar; según sus creencias ya estaban dentro, ya se habían ganado la bendición de Dios y su predilección. Pero Jesús beligerantemente los cuestiona. Ellos que estaban seguros de ser los primeros, serán los últimos; ellos que se consideraban el pueblo elegido y el único que tenía derecho a entrar en el Reino de los Cielos, ahora es rechazado por Jesús. “Vendrán muchos del oriente y del poniente, del norte y del sur y participarán en el banquete del Reino”.
No importa si han comido o bebido con Jesús; si han escuchado o no las enseñanzas del Maestro. Ellos no serán reconocidos. Les dice: “no sé quiénes son ustedes”. Y la razón del desconocimiento y del rechazo es contundente: “Apártense de mí, todos ustedes los que hacen el mal”. De forma que no sólo se necesita ser humilde, sino no realizar el mal. Es decir, no hacer todo aquello que Jesús fue criticando en la sociedad de su época. La religión se usó para oprimir y controlar; los poderosos excluyeron, dividieron a la sociedad en buenos y malos, según sus criterios; marginaron y despreciaron al pobre, al enfermo, al humilde. Por eso, ahora ellos serán los últimos, y vendrán otros, de todo el mundo, a ocupar el lugar que estaban seguros de poseer.
Entrar por la puerta estrecha, por tanto supone seguir el camino de Jesús; el camino de la misericordia con los pecadores, de la predilección por los débiles, de la dignificación de los marginados y de los pobres, de la compasión comprometida por el que ha sido sacado del camino.
Los débiles, marginados, oprimidos, enfermos, leprosos, prostitutas, etc., etc., son –como también lo afirmó Jesús- los que nos antecederán en el Reino de los Cielos. Entonces, ¿quiénes son los buenos y quiénes los malos? ¿Quiénes los que están entrando y a quiénes se les está cerrando la puerta? ¿Dónde estamos cada uno de nosotros? ¿Cuál es nuestro fariseísmo y nuestra hipocresía? ¿A quién rechazamos y a quién aceptamos en nuestras mesas? ¿De qué estamos seguros? Parece que las actitudes y comportamientos que reprobó Jesús y que hoy quizá se han radicalizado, son las que le provocan su reacción tan airada: dominar, explotar, ser indiferentes ante la pobreza como lo fue el Rico Epulón o marginar como a los leprosos, es no entrar por la puerta.
Ser coherentes con el evangelio no es fácil; pero es el único camino que absoluta y radicalmente nos llevará a la plenitud de lo que es una viva vivida en Dios, en el Padre de Nuestro Señor Jesucristo, en el Banquete del Reino.