domingo, 28 de agosto de 2016

22° domingo ordinario; 28 de agosto del 2016; Homilía FFF

Eclesiástico 319-21. 30-31; Salmo 67; Hebreos 1218-19- 22-24; Lucas 141. 7-14

Las lecturas de este domingo tocan dos temas fundamentales para la vida, no sólo del cristiano, sino de cualquier persona que aspire a la autenticidad, a la verdad, a la igualdad. Un tema es la dimensión moral y el otro la dimensión social. Veamos.
El primero es una clara invitación a ubicarnos en lo que somos: ni más ni menos; es el deseo del Evangelio para que cada uno nos “ajustemos”, hagamos justicia a lo que somos: ni humillarnos ni exaltarnos. El problema es que buscamos en la relación con los demás el reconocimiento que no nos damos a nosotros mismos; como que vivimos desubicados y sólo cuando el otro nos alaba, entonces nos sentimos en paz, a gusto, satisfechos. No tenemos consistencia y por eso la buscamos afuera.
El camino sutil del Evangelio es preguntarnos con toda verdad quiénes somos; qué somos; incluso, quiénes creemos ser. El que no está ubicado en su propia realidad, entonces andará buscando el reconocimiento, el aplauso, los primeros lugares, el agarrarse a algo, a una situación, que le pueda evidenciar que él sí es de los importantes, de los que valen la pena, de los que son tomados en cuenta.
Ya sólo este hecho, nos está hablando de alguien acomplejado que no está satisfecho con lo que es, que no cree lo que es, que eso que es no le basta; por lo que está buscando el reconocimiento de fuera: quiere sentirse importante, sentarse en los primeros lugares, ser reconocido por los otros poderosos como él; quiere que las miradas de los otros se claven en él y sólo de verlo lo reconozcan: es “don fulano”, con todo lo que esto implica.
Pero visto desde el evangelio, para Jesús esa persona es “un pobre diablo”, alguien que no vale: se cree el primero, pero es el último, desde la dimensión del Reino, de lo fundamental, de lo trascendental. Sus riquezas y su poder es algo que se lo comerán las polillas y al final terminará tan desnudo como cuando llegó a la tierra.
Desde el punto de vista moral, religioso, no somos más que creaturas. Seres que han sido creados por otros; que han dependido de otros; que no son eternos; que al final inevitablemente les esperará la muerte. Es decir, no somos Dios. De ahí que no tenemos nada en qué gloriarnos, como dice San Pablo, sino “en la cruz de Nuestro Señor Jesucristo”. El “Ego” nos lanza a competir con Dios; y así atropellamos a los demás y los instrumentalizamos: los ponemos en un lugar inferior y los obligamos a reconocernos, pues sólo eso nos hace sentirnos bien. “Muchos trabajo les ha costado tener lo que tienen –dicen los ricos y poderosos- y ser lo que son, como para que no se les reconozca y les den su lugar”.
Sin duda que es el comportamiento dominante de nuestras sociedades desiguales y clasistas, poco más o menos como la sociedad judía, en la que los fariseos no resistían la autenticidad de Jesús. Lo invitan a comer para “espiarlo”; pero a final de cuentas, los que terminan espiados y evidenciados son ellos, pues el Maestro se da cuenta que lo que ellos “buscan los primeros lugares”, y eso es vergonzoso; ridículo. ¿Quiénes somos comparados con Dios? El que vive en la trascendencia de Dios no puede sentirse por encima de ningún otro ser humano: todos no somos más, pero tampoco menos, que creaturas.
Sin embargo, el problema radical no es sólo del individuo egoísta, soberbio, autosuficiente; sino de la sociedad que así se va creando, en la que hay escalafones, lugares, espacios que no cualquiera puede transgredir. De ahí la dimensión social que Jesús también critica. El desear los primeros lugares y buscar el reconocimiento, lleva a despreciar a los “pequeños”; lleva a establecer una clara división de clases, a romper la igualdad de la Comida del Reino a la que Jesús nos invita.
Lo que crea la posibilidad de ser reconocido por Dios o, en términos del Evangelio, de “ser pagado, cuando resuciten los justos”, es el invitar a aquellos que no pueden devolvernos el favor; porque entonces no estaremos buscando ni el aplauso ni la recompensa. El que tiene, entonces invita y comparte lo que tiene con los que no podrán devolver el favor; y eso irá construyendo una sociedad diferente; irá igualando los extremos sociales que no le están haciendo “justicia” a la propuesta del Reino y del Banquete de Jesús en el que tiene que haber lugar para todos.
La invitación es muy radical, pues sólo acentuando los extremos es como podremos caer en la cuenta de lo que nos falta para hacer de esta sociedad lo que Jesús esperaba. “Cuando des una comida –señala Lucas- o una cena, no invites a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a los vecinos ricos; porque puede ser que ellos te inviten a su vez y con eso quedarías recompensado. Al contrario, cuando des un banquete, invita a los pobres, a los lisiados, a los cojos y a los ciegos; y así serás dichoso, porque ellos no tienen con qué pagarte; pero ya se te pagará”.
No estaría mal revisar los comportamientos que nos surgen de nuestro Ego y nuestros complejos, como también revisar quiénes son los que asisten a nuestras mesas. El Reino y su justicia van más allá de nuestras prácticas religiosas.