Hechos de los Apóstoles 313-15. 17- 19; Salmo 4; 1 Juan
21-5; Lucas 2435-48
La Resurrección del Señor Jesús es el hecho más trascendental y
paradigmático del Cristianismo, indisolublemente unido a su Pasión. Es lo que se
ha llamado “El Misterio Pascual” o el
“Misterio de la Pascua del Señor”, de
su “paso” de la muerte a la vida. Por
eso San Pablo afirma contundentemente que “si
Cristo no hubiera resucitado, vana sería nuestra fe”.
Las lecturas de este 3er domingo de Pascua nos dan
algunas de las claves de este tiempo
que nos permiten comprender un poco menos confusamente –como los Apóstoles que “creían ver un fantasma”-, el término glorioso
de la vida del Señor.
La primera es que verdaderamente el mismo que fue clavado en la cruz por los
judíos, es el mismo que resucitó. Así se afirma radicalmente la vinculación
entre ambos hechos, para evitar herejías que se dieron en los primeros siglos
del cristianismo. Algunos afirmaron que el que murió fue un hombre común y
corriente y que el Resucitado era otro: es el “Verbo”, que no tuvo que ver con
ese hombre llamado Jesús de Nazaret; pero también se afirmaba lo contrario: que
Jesús no fue verdaderamente hombre, sino sólo Dios; sólo era como una especie
de imagen, de “ikono”, pero no un ser realmente humano.
La primitiva
comunidad cristiana testimonió que no eran dos personas distintas, sino una
sola; por eso el énfasis: “el mismo que
Uds. crucificaron es el mismo que ha sido resucitado por Dios”. De ahí la
fuerza de la aparición que narra el evangelio, cuando Jesús Resucitado, que
ellos piensan que es un fantasma, les pide que lo toquen, que vean sus llagas,
que le den de comer.
La segunda es la afirmación contundente de que, según las Escrituras, “el Mesías tenía que padecer”. La muerte
de Jesús, su maestro, su amigo, su sentido de vida, su referencia, fue tan
impactante, tan desconcertante, tan inconcebible, que sólo se la podían
explicar como fruto de un designio que venía desde antiguo. De ahí el escándalo
de la cruz: ningún padre que ve a su hijo sufrir y puede librarlo del sufrimiento,
lo abandona y lo deja morir. Eso representa el grito de Jesús en la cruz
cuando, orando hacia su Padre, le dice: “Dios
mío, Dios mío, por qué me has abandonado”.
Pero el supuesto
abandono y el designio del sufrimiento de Jesús como lo afirma el Profeta Isaías,
sólo fueron las consecuencias de la lucha “a muerte” que Él tuvo contra todas
las estructuras de poder que oprimían a sus hermanos y hermanas. Eso fue lo que
le costó la muerte. El pueblo, azuzado por el poder religioso en contubernio
con el poder civil, destrozó a Aquél que les resultaba una amenaza para continuar
con el control y dominio que poseían de ese mismo pueblo. Sin embargo, el
pueblo, manipulado por el poder, asesina a Aquél que podía salvarlo de la
esclavitud, sin darse cuenta de lo que hacían, como se afirma en la primera
lectura.
Y la presencia y
designios del Padre fueron aceptar las consecuencias que Jesús, como cualquier
otro humano, estaba sufriendo en su lucha contra todo lo que oprimía a los
hijos de Dios. Hubiera sido ridículo que cuando había llegado “la hora”, Dios
salvara a su Hijo de las consecuencias de su lucha radical. De ese modo la
presencia del Padre consistió en sostener a Jesús hasta la muerte; así nosotros
tendríamos un verdadero ejemplo en Jesús, en nuestra propia lucha contra el mal
en el mundo. Si Jesús fue hasta el fin y no fue librado de la muerte, como dice
San Pablo, nosotros podemos hacer lo mismo, caminando hasta el fin, “fijos los
ojos en Aquel que nos libró de la muerte” (Carta a los Hebreos).
La tercera clave es que no podemos acceder a la Resurrección si no seguimos a Jesús
en la entrega de la vida, a pesar del sufrimiento que este seguimiento nos
pueda costar. No podemos resucitar, simplemente sin pasar por la lucha a muerte
contra el pecado. El divorcio de esta realidad unitaria es lo que ocasiona
distorsiones muy graves en el seguimiento de Jesús. Por un lado, los que
quieren vivir como Resucitados sin mojarse los pies en el sufrimiento del mundo
y la cruz que millones de hijos de Dios siguen padeciendo. Pero la contraria
también sucede: aquellos que o sólo se quedan con el sufrimiento proyectando en
Cristo crucificado su propio dolor para encontrar ahí un alivio a su miseria, pero
que no luchan para llegar a la Resurrección; a la de aquellos que luchan contra
el mal, pero no desde la esperanza del triunfo de Jesús sobre la muerte, realizando
su lucha desde el odio y la frustración por no tener lo que otros tienen.
De ahí la
insistencia de los testigos de la Resurrección: el mismo que mataron es el
mismo que Dios ha resucitado. Es decir, no es posible acceder al triunfo, si primero
no se ha luchado hasta la muerte. De ahí que Jesús les muestre las llagas; los
haga tocar su cuerpo; que vuelva a comer con ellos. La Resurrección no
desaparece la humanidad de Jesús; ni la humanidad impide tener un cuerpo
resucitado, como lo testimonian los discípulos, cuando aparece y desaparece.
Finalmente, la cuarta clave,
es la convicción de que Dios fue el que resucitó a Jesús. Es decir, aquello que
pareció un abandono, no fue sino la solidaridad del Padre con todos los que
sufren y que, como Jesús, algún día entregarían la vida en su lucha a muerte
contra el pecado. De forma, que con esto se garantizaba que le lucha a muerte
contra el mal, no quedaba en la muerte, sino en un paso adelante: en la
Resurrección. Esa fue la convicción de la primitiva comunidad cristiana: al
autor de la vida no lo podía retener la muerte.
Y con esto se nos
abre un horizonte de esperanza como ninguna otra propuesta religiosa puede
hacer: el seguidor de Jesús es movido por la esperanza en la resurrección. La
muerte no es la última palabra de nuestra historia; como tampoco lo es el mal;
pues hay “Alguien” de nuestra propia condición que ya la venció y superó el
mal: Jesús de Nazaret. En su Resurrección todos estamos salvados, porque la
muerte ya no tiene poder para retenernos en ella.
Aprendamos a vivir el Misterio Pascual, entregando la vida en
nuestra lucha contra el mal, sabiendo que la Resurrección de Jesús es la mayor
fuerza que tenemos, pues es la última palabra de nuestra historia.