domingo, 15 de abril de 2018

3er Domingo de Pascua;15 de abril del 2018; FFF

3er Domingo de Pascua;15 de abril del 2018; FFF
Hechos de los Apóstoles 313-15. 17- 19; Salmo 4; 1 Juan 21-5; Lucas 2435-48

La Resurrección del Señor Jesús es el hecho más trascendental y paradigmático del Cristianismo, indisolublemente unido a su Pasión. Es lo que se ha llamado “El Misterio Pascual” o el “Misterio de la Pascua del Señor”, de su “paso” de la muerte a la vida. Por eso San Pablo afirma contundentemente que “si Cristo no hubiera resucitado, vana sería nuestra fe”.
Las lecturas de este 3er domingo de Pascua nos dan algunas de las claves de este tiempo que nos permiten comprender un poco menos confusamente –como los Apóstoles que “creían ver un fantasma”-, el término glorioso de la vida del Señor.
La primera es que verdaderamente el mismo que fue clavado en la cruz por los judíos, es el mismo que resucitó. Así se afirma radicalmente la vinculación entre ambos hechos, para evitar herejías que se dieron en los primeros siglos del cristianismo. Algunos afirmaron que el que murió fue un hombre común y corriente y que el Resucitado era otro: es el “Verbo”, que no tuvo que ver con ese hombre llamado Jesús de Nazaret; pero también se afirmaba lo contrario: que Jesús no fue verdaderamente hombre, sino sólo Dios; sólo era como una especie de imagen, de “ikono”, pero no un ser realmente humano.
            La primitiva comunidad cristiana testimonió que no eran dos personas distintas, sino una sola; por eso el énfasis: “el mismo que Uds. crucificaron es el mismo que ha sido resucitado por Dios”. De ahí la fuerza de la aparición que narra el evangelio, cuando Jesús Resucitado, que ellos piensan que es un fantasma, les pide que lo toquen, que vean sus llagas, que le den de comer.
La segunda es la afirmación contundente de que, según las Escrituras, “el Mesías tenía que padecer”. La muerte de Jesús, su maestro, su amigo, su sentido de vida, su referencia, fue tan impactante, tan desconcertante, tan inconcebible, que sólo se la podían explicar como fruto de un designio que venía desde antiguo. De ahí el escándalo de la cruz: ningún padre que ve a su hijo sufrir y puede librarlo del sufrimiento, lo abandona y lo deja morir. Eso representa el grito de Jesús en la cruz cuando, orando hacia su Padre, le dice: “Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado”.
            Pero el supuesto abandono y el designio del sufrimiento de Jesús como lo afirma el Profeta Isaías, sólo fueron las consecuencias de la lucha “a muerte” que Él tuvo contra todas las estructuras de poder que oprimían a sus hermanos y hermanas. Eso fue lo que le costó la muerte. El pueblo, azuzado por el poder religioso en contubernio con el poder civil, destrozó a Aquél que les resultaba una amenaza para continuar con el control y dominio que poseían de ese mismo pueblo. Sin embargo, el pueblo, manipulado por el poder, asesina a Aquél que podía salvarlo de la esclavitud, sin darse cuenta de lo que hacían, como se afirma en la primera lectura.
            Y la presencia y designios del Padre fueron aceptar las consecuencias que Jesús, como cualquier otro humano, estaba sufriendo en su lucha contra todo lo que oprimía a los hijos de Dios. Hubiera sido ridículo que cuando había llegado “la hora”, Dios salvara a su Hijo de las consecuencias de su lucha radical. De ese modo la presencia del Padre consistió en sostener a Jesús hasta la muerte; así nosotros tendríamos un verdadero ejemplo en Jesús, en nuestra propia lucha contra el mal en el mundo. Si Jesús fue hasta el fin y no fue librado de la muerte, como dice San Pablo, nosotros podemos hacer lo mismo, caminando hasta el fin, “fijos los ojos en Aquel que nos libró de la muerte” (Carta a los Hebreos).
La tercera clave es que no podemos acceder a la Resurrección si no seguimos a Jesús en la entrega de la vida, a pesar del sufrimiento que este seguimiento nos pueda costar. No podemos resucitar, simplemente sin pasar por la lucha a muerte contra el pecado. El divorcio de esta realidad unitaria es lo que ocasiona distorsiones muy graves en el seguimiento de Jesús. Por un lado, los que quieren vivir como Resucitados sin mojarse los pies en el sufrimiento del mundo y la cruz que millones de hijos de Dios siguen padeciendo. Pero la contraria también sucede: aquellos que o sólo se quedan con el sufrimiento proyectando en Cristo crucificado su propio dolor para encontrar ahí un alivio a su miseria, pero que no luchan para llegar a la Resurrección; a la de aquellos que luchan contra el mal, pero no desde la esperanza del triunfo de Jesús sobre la muerte, realizando su lucha desde el odio y la frustración por no tener lo que otros tienen.
            De ahí la insistencia de los testigos de la Resurrección: el mismo que mataron es el mismo que Dios ha resucitado. Es decir, no es posible acceder al triunfo, si primero no se ha luchado hasta la muerte. De ahí que Jesús les muestre las llagas; los haga tocar su cuerpo; que vuelva a comer con ellos. La Resurrección no desaparece la humanidad de Jesús; ni la humanidad impide tener un cuerpo resucitado, como lo testimonian los discípulos, cuando aparece y desaparece.
Finalmente, la cuarta clave, es la convicción de que Dios fue el que resucitó a Jesús. Es decir, aquello que pareció un abandono, no fue sino la solidaridad del Padre con todos los que sufren y que, como Jesús, algún día entregarían la vida en su lucha a muerte contra el pecado. De forma, que con esto se garantizaba que le lucha a muerte contra el mal, no quedaba en la muerte, sino en un paso adelante: en la Resurrección. Esa fue la convicción de la primitiva comunidad cristiana: al autor de la vida no lo podía retener la muerte.
            Y con esto se nos abre un horizonte de esperanza como ninguna otra propuesta religiosa puede hacer: el seguidor de Jesús es movido por la esperanza en la resurrección. La muerte no es la última palabra de nuestra historia; como tampoco lo es el mal; pues hay “Alguien” de nuestra propia condición que ya la venció y superó el mal: Jesús de Nazaret. En su Resurrección todos estamos salvados, porque la muerte ya no tiene poder para retenernos en ella.
Aprendamos a vivir el Misterio Pascual, entregando la vida en nuestra lucha contra el mal, sabiendo que la Resurrección de Jesús es la mayor fuerza que tenemos, pues es la última palabra de nuestra historia.