Hechos de los Apóstoles 48-12; Salmo 117; 1 Juan 31-2;
Juan 1011-18
Cada una de las lecturas de este 4° domingo de Pascua nos dan elementos para seguir intentando
comprender un poco más la Resurrección de Jesús, el hecho realmente más trascendente
de toda la historia de la humanidad.
La primera lectura, después de habernos narrado cómo Pedro y Juan curan a un hombre enfermo,
ahora nos presenta con toda contundencia y claridad quién fue realmente el
autor del milagro. Definitivamente no fueron ellos; los apóstoles sólo fueron
el medio por el que ese hombre recibió la curación. “Este hombre –afirma Pedro con toda vehemencia- ha quedado sano en el nombre de Jesús de Nazaret”, afirmación que entre
otras muchas verdades destaca el hecho más profundo del cristianismo: la
construcción del Reino, seguir el proyecto del que Jesús los había enamorado, no
tenía ningún sentido, sin la Resurrección de Jesús. La experiencia religiosa
que experimentaron los llevó a vivir inextricablemente la fuerza de la unión
entre Jesús y su causa. No se podían separar. La causa, es decir la construcción
del Reino, sin Jesús, no tenía ningún sentido; pero la vinculación a Jesús sin
su causa, tampoco. Ellos no podían quedarse adorando exclusivamente a su
Maestro, sino hacer lo que él hacía, lo que les enseñó a hacer. Pero hacerlo
sin Él, simplemente resultaba no sólo imposible, sino vacío de sentido. Si
ellos seguían adelante en la obra de Jesús, era porque se habían enamorado de Él;
porque Él se había convertido en el sentido más profundo de su vida y porque –como
afirmó Pedro a continuación- aquel a quien habían crucificado, “Dios lo resucitó de entre los muertos”.
El Crucificado seguía vivo; por eso se podía seguir adelante con su causa.
Fue por la fuerza de Jesús, y no por la de ellos, que el enfermo
fue curado; sin embargo, creer en el Resucitado no podía dejarlos encerrados en
el Cenáculo adorando a Jesús, esperando su venida final. El Resucitado confirmó
su causa: ellos tenían que seguir construyendo el Reino; seguir su ejemplo de
curar toda enfermedad y toda dolencia; incorporar a esa nueva realidad que era
el Reino a todos aquellos marginados y excluidos tanto por el poder religioso
como político. Como Pablo dirá posteriormente, “si Cristo no hubiera
resucitado, vana sería nuestra fe”.
San Juan, en la segunda
lectura, saca una de las conclusiones más
importantes de la Resurrección de Jesús; puesto que Él resucitó y era carne de
nuestra carne, nosotros también resucitamos con Él y así accedimos a su propia
filiación; Él es nuestro hermano que, al romper las cadenas del pecado
centradas en la muerte, nos elevó a su propia dignidad: “Miren cuánto amor nos ha tenido el Padre –dice Juan- pues no sólo nos llamamos hijos de Dios,
sino que lo somos”. No han faltado textos o comentarios, principalmente en relación
al bautismo, que nos concibe como personas “adoptadas” por Dios; nada más lejos
de la realidad cristiana. En Jesús resucitado somos verdaderamente hijos de
Dios; tenemos filiación divina, pero sólo en Jesús. No es que seamos dioses; pero
sí somos verdaderos hijos de Dios en Jesucristo que –como dice también San
Juan- en eso se evidencia “cuánto amor
nos ha tenido el Padre”.
Finalmente, la tercera
lectura del evangelio de Juan, nos ofrece una pista muy importante para
comprender un poco más la causa de la muerte de Jesús. La teología medieval
afirmó que Jesús iba a la cruz por voluntad del Padre para reconciliar en Él a
una humanidad que le había ofendido. En Jesús se cebaba la ofensa que el mundo había
cometido contra Dios, de forma que destruyendo a Jesús, se borraba la ofensa. Dios
no podía perdonar si alguien no pagaba con su vida la ofensa; y pagarla era destruir
al autor de la ofensa, y ese era Jesús al ser humano y divino; tendía que ser
destruido mediante un gran tormento, para que Dios quedara ya satisfecho y se
borrara la ofensa cometida. De esta forma –como se afirmó muchas veces- Dios
quiso que su hijo fuera a la cruz para satisfacer su deseo de venganza por lo
que la humanidad le había hecho. Pero nada más lejos de la verdad.
Juan sostiene lo contrario. Jesús es el buen pastor que “da la vida por sus ovejas”; y unas líneas
adelante afirma con toda claridad: “Nadie
me la quita; yo la doy porque quiero. Tengo poder para darla y lo tengo también
para volverla a tomar”. “El Padre me
ama porque doy mi vida para volverla a tomar”.
Jesús da la vida; nadie se la quita, ni el Padre, el buen Padre
que él nos reveló, envió a su Hijo para morir en la cruz; Dios no quería la
muerte de su hijo. Su “voluntad” era que Jesús fuera el buen pastor, y si eso le costaba la vida, seguiría adelante
asumiendo las consecuencias; pues no era un asalariado a quien “no le importan sus ovejas”. La voluntad
del Padre era mostrarnos en Jesús cómo quería a la humanidad; era mostrarnos un
nuevo amor divino que en Jesús dio su vida por las ovejas, porque quiso; porque
las amó hasta el extremo, justamente para que nosotros también hagamos lo
mismo, y no seamos asalariados.
Aprendamos de la Resurrección y de sus efectos en la vida de los
apóstoles para seguir proclamando la buena nueva del Reino, porque “Jesús vive”.