Para recuperar la privacidad perdida tendría que volverme un ermitaño,
irme a vivir a un bosque y destruir mi computadora, mi teléfono y mi tableta
¿Ya te saliste de Facebook? Me pregunta un amigo. ¿Te vas a unir a la
demanda contra Facebook? Me dice otro. La respuesta a ambas preguntas es no. A
pesar de que creo que en el enredo entre Facebook y los creadores de la
aplicación que saqueó los datos personales de más de 50 millones de usuarios
hubo engaño, simulación y una ambición desmedida, no creo que desconectarse
solucione el problema.
Confieso que cuando leí que de algún modo Facebook facilitó la elección
de Donald Trump me dio nausea, pero no creo que el 30% de votantes que
simpatizan con el troglodita necesiten lavados de cerebro extra, y no creo que
la información de Facebook haya influido en su elección más que los errores
estratégicos de Hillary Clinton en tres estados.
Yo abrí mi cuenta de Facebook para estar en comunicación con familiares
y amigos regados por el mundo, y el resultado ha sido más bueno que malo. He
descubierto primos, primas, sobrinos y sobrinas que no conozco en persona, y he
intercambiado notas con amigos a quienes no he visto en años. A veces me irrita
que algún pariente abuse de la comunicación familiar para vender un producto o
apoyar a un político, pero luego pienso que cuando coloco mis columnas en la
página estoy haciendo lo mismo.
Por otro lado, todo el escándalo que se ha creado por la utilización de
datos personales con fines comerciales o políticos en Facebook me recuerda la
magistral escena en la película Casablanca en la que después de recoger
sus ganancias en la ruleta, el capitán Louis Renault dice: “Estoy sorprendido, sorprendido
de descubrir que aquí hay juegos de azar”.
La razón de ser de Facebook es ganar dinero vendiendo la información
personal que sus usuarios voluntariamente colocan en su página. Y la idea de
comerciar con los datos de consumidores no es nueva. A finales de los sesenta y
principios de los setenta, cuando yo trabajaba para la agencia de publicidad
Leo Burnett, asistí a una presentación en Chicago que en su momento me pareció
alucinante. Las investigaciones del grupo de mercadeo de la compañía habían
encontrado que la población entera de Estados Unidos se reducía a nueve grupos
de hombres y ocho de mujeres.
Mediante encuestas a consumidores y cuestionarios a participantes en los
llamados focus groups, la agencia elaboraba perfiles psicográficos para
refinar, con la mayor precisión posible para la época, los gustos y los deseos
de los consumidores. Así, por ejemplo, una vez definido el perfil de un
consumidor de cerveza, en el anuncio de la marca de cerveza que la agencia
manejaba se narraba una pequeña historia de 30 segundos en la que se
representaba lo que en la mente del consumidor era “un sueño relevante y quizá
realizable”. Si el perfil trazado era el correcto, aumentaban las ventas de esa
cerveza en particular.
Lo que Facebook, Google y otros medios sociales hacen, a través del
internet, es lo mismo que las agencias de publicidad y mercadeo han hecho siempre,
pero con mayor precisión y mejor puntería.
George Soros, el multimillonario de izquierdas, definió a Facebook y a
Google monopolios que dañan a los individuos, la innovación y
la democracia y exigió que se les regule con mayor rigor. Concuerdo con Soros
en que una mejor regulación sería deseable, pero nada ni nadie puede regular a
alguien como Trump que por todos los medios disemina noticias falsas. El
problema no es Twitter, es gente como Trump.
¿Mejoraría mi privacidad sin Facebook? Sin duda, si me vuelvo un
ermitaño, me voy a vivir a un bosque y destruyo mi computadora y mi teléfono.
Pero si no me vuelvo un noble salvaje, sé que al prender cualquiera de
estos aparatos, Google sabe de inmediato dónde estoy y dónde he estado, guarda
copias del contenido de todas mis búsquedas en la computadora; cuando espía mi
calendario tiene la desvergüenza de indicarme cómo llegar a donde quiero ir y
me sugiere qué música comprar digitalmente basada en un riguroso conocimiento
de mis gustos. También tiene toda la información de los contactos que guardo en
mi directorio digital, todos los correos electrónicos que he mandado y todos
los que he eliminado.
Este es el “Big Brother” que hemos creado voluntariamente y del que
nunca podremos escapar, aunque quememos la computadora y el teléfono en una
pira funeraria y regresemos a escribir en una Olivetti.