Ezequiel 1722-24; Salmo 91; 2ª Cor 56-10;
Marcos 426-34
El mensaje de este domingo se desliza suavemente sobre los
corazones de los campesinos que escuchan a Jesús. Quiere hablarles a su
interior, quiere proponerles el centro de su mensaje, pero de forma que lo
entiendan. ¿Cómo explicar el Reino a gente sencilla, pero al mismo tiempo
personas para quienes la gracia de la revelación está principalmente destinada?
Jesús, usando un lenguaje coloquial, campesino, se dirige a ellos.
El corazón de su mensaje es el “Reino”; su propuesta implica todo: religión,
educación, trabajo, relaciones políticas, familia; pero con un dinamismo
totalmente contrario a los reinos injustos que hasta ahora han dominado y
explotado a las gentes sencillas que lo conforman.
No es fácil entenderlo, pues su dinámica es contraria a los
dinamismos sociales que esas personas han vivido. Jesús utiliza parábolas (metáforas
o comparaciones) para describir el mensaje que ha recibido del Padre. Un
sembrador (no se sabe quién; pero sin duda es Jesús mismo) siembra una semilla.
Es el primer dato: la semilla del Reino, el Reino mismo, no es algo que se
compra, no es fruto de una transacción; es algo gratuito; es el regalo de Dios.
Nosotros somos la tierra: podemos acogerla o rechazar la semilla; podemos
asfixiarla u ofrecerle las mejores condiciones para que dé su fruto. El Reino
combina a Dios, un modo de vida que implica todo, y al ser humano que acoge la
semilla y colabora para que dé su fruto.
Sin embargo, aparece otro elemento. La fuerza de la gracia. Nadie
sabe cómo –nos dice el Evangelio-, pero “la semilla germina y crece; y la
tierra, por sí sola, va produciendo el fruto”. La tierra tiene los nutrientes
necesarios para que la semilla germine y crezca; pero la fuerza para que eso
suceda, nadie la conoce. Interesante: la gracia y la fuerza de Dios actúa en
nosotros, pero si la tierra no tiene la calidad suficiente –como nos dirá en la
parábola del Sembrador- entonces muere. Hombre y Dios en una acción conjunta
son las condiciones necesarias para que el Reino aparezca en nuestra historia. De
Dios viene la invitación, la iniciativa, el regalo; pero si la persona no lo
acoge, entonces el Reino muere.
Sin embargo, como continúa el Evangelio, ese Reino que Jesús desea
que se implante entre los humanos, no es el reino del poder, de la grandeza, de
la opulencia, de los poderosos que explotan y dominan. No, la propuesta de Dios
es de lo pequeño, de lo que pasa desapercibido, de las relaciones que se dan en
libertad, en el compartir como en el Sermón del Monte; en el cuidar al otro
desde la misericordia, como en la parábola del Samaritano. “Los jefes los
dominan y los explotan…; que no sea así entre Ustedes”, les advierte Jesús a los
12.
Por eso el Reino es de lo pequeño, no de las grandes fortunas
amasadas a base de explotaciones e injusticias. No es estruendoso;
sensacionalista; poderoso. Es débil, si se ve desde la fuerza del anti-reino;
pero es poderoso si se le ve desde la fuerza de Dios, desde la gracia que va
actuando en el corazón de cada uno de sus hijos. Pero, también, como la semilla
de mostaza que es la más pequeña, cuando crece tendrá capacidad para acoger la
vida y hacer que dé frutos: “Los pájaros anidan a su sombra”. Es decir, eso
pequeño y desapercibido que pasa a los ojos de los poderosos, es capaz de
albergar la vida; de tener nidos, hogares, familias, sociedades que se
constituyen, no desde el poder opresor, sino desde el poder sencillo del
compartir, de la solidaridad, de la verdad y la justicia.
Iluminador completar este mensaje de Jesús con el del profeta
Ezequiel, en la primera lectura. Dios pondrá un retoño de un gran cedro en la
cima de un monte, y ese pequeño árbol, por la fuerza de Dios, humillará a los
que hasta ahora se habían considerado los más grandes. Lo pequeño, por la
fuerza de Dios, va a desplazar la presunción y vanidad de los poderosos. En el
Reino no cabe el poder de unos, la fortaleza de unos cuantos a costa de la
humillación y dominio de las mayorías.
El Reino no juega con las reglas de este mundo. Su dinámica es
inversa. Y en el fondo, porque sabe y vive que este mundo es pasajero, como
dice la 2ª Lectura de San Pablo: “estamos desterrados”, pero vamos a la Patria
verdadera. Y el que vive con esta conciencia, entonces se ancla en los
verdaderos valores, los que sabe que “brincarán hasta la vida eterna”, como le
dijo Jesús a la Samaritana. El que ha entrado en la dinámica del Reino, no se entretiene
ni pierde el tiempo con el poder, el poseer, el aparentar… Es decir, no vive
para él mismo, sino para el otro, al modo de Jesús que entregó su vida para que
los otros también la tuvieran.
Sin embargo, el Reino nunca dejará de ser un misterio, pues
estamos tocando y participando de la vida de Dios. Como dice Pablo, “siempre
tenemos confianza”, pero “caminamos guiados por la fe, sin ver todavía”. Que
nuestra tierra dé el fruto de paz, justicia y equidad, que la semilla puesta en
nuestro corazón por el Padre, trae consigo.