domingo, 28 de junio de 2015

13er domingo Ordinario; Junio 28 del 2015

Sabiduría 113-15; 223-24; Salmo 29; 2ª Cor 87.9. 13-15; Marcos 521-43

“Dios no hizo la muerte –así comienza la primera lectura del Libro de la Sabiduría-; ni se recrea en la destrucción de los vivientes”. La apuesta de Dios por la vida es definitiva. Dios no nos creó para morir, sino para vivir, y para vivir eternamente. Así fue el inicio de la creación y la promesa que Él le hizo al ser humano en el paraíso terrenal; justo “porque lo hizo a imagen y semejanza de sí mismo”. Pero su apuesta no es sólo por la raza humana; también añade que “las creaturas del mundo son saludables”.
El dato con el que comienza la creación es la visión positiva sobre todas las cosas: Dios no creó el mal, ni creó mal a sus creaturas; nuestro Dios no es al estilo de los otros dioses que compiten al mismo nivel para la felicidad, como los dioses griegos, o exigen la muerte para mantener el dominio sobre los hombres, como los Aztecas  y otras tantas religiones del mundo. Tanto la visión de lo creado como la visión del Creador parten del dato positivo de que la vida es algo bueno; que la felicidad es la finalidad de la misma creación; y que es tan bueno todo, que debe prologarse hasta la eternidad.
Sin embargo –como continua el libro de la Sabiduría- “por envidia del diablo entró la muerte en el mundo”; y esto destruyó el proyecto de Dios. No que la creación dejara de ser buena; pero sí que apareció la libertad y el hombre optó por lo malo, como fue el caso paradigmático tanto de Adán y Eva, como de Caín. Sin libertad, no podría haber lo más importante del ser humano que es el amor; pero con ella, el riesgo de no decidir correctamente, se abrió para la especie humana. Sin embargo, el mismo autor del libro de la Sabiduría acepta que no todos morirán, sino sólo aquellos que “pertenecen” al diablo.
Es decir, la apuesta de Dios por la vida, por la felicidad, sigue presente para toda la raza humana, a pesar de que la libertad, como condición del ser humano, lo pueda llevar a equivocarse y optar por el mal, que lo conducirá a la muerte.
Justo es lo que viene a refrendar Jesús en el Evangelio, en esa maravillosa escena que narra Marcos en la que describe la resurrección de la hija de Jairo y la curación de la mujer que padecía flujo de sangre. Las dos escenas son profundamente humanas; manifiestan la humanidad real de Jesús integrada perfectamente con su divinidad y los poderes sobrenaturales que tenía.
En la escena de la Hemorroísa, los discípulos lo regañan y, en cierta forma, le dejan ver lo absurdo de su pregunta, pues cómo se va a saber quién le tocó el manto, cuando va entre una multitud que lo empuja de un lado hacia el otro.
Y en la resurrección de la Hija de Jairo, cuando Jesús entra a su casa los deudos, ellos se burlan de Él, pues les dice que la Niña está dormida, que no está muerta. Ellos saben que está bien muerta; lo han constatado.
En ambos casos, la figura de Jesús es como la de cualquier otro ser humano que soporta las burlas, las críticas, los comentarios; pero que no lo amedrentan, sino que sigue adelante en su propósito: dar la vida al ser humano, como fue el deseo de su Padre Dios, al origen de la creación. Esa es la gran intencionalidad de Jesús: mostrarnos que el sentido profundo de su encarnación es volver a mostrarle a la humanidad la voluntad del Padre de que todos sus hijos se salven, de que todos tengan vida y –como dice San Juan- que la tengan en abundancia.
De ahí que el deseo de Dios es claro y el sentido de la venida de Jesús al mundo no es otro: que todos sepamos que Dios defiende la vida, que la quiere para sus hijos, para la creación; que todo es bueno en el mundo; pero que depende de nosotros mismos el abrir esos espacios de vida o cerrarlos. La oferta de Dios está ahí; pero la realización de esa oferta de vida y salvación, depende de la respuesta del ser humano.
¿Cuál es esa respuesta? Marcos lo dice con toda claridad: creer, tener fe en el Hijo de Dios. La Hemorroísa estaba convencida que bastaba tocar el mando de Jesús, para verse libre de la enfermedad; y así le sucedió. Jesús, podemos decir que la increpa de alguna forma, sólo para reafirmar la dimensión de la fe, para decir que esa es la pieza clave para tener esa vida en abundancia que Dios nos ofrece.
Lo mismo acontece con la hija de Jairo: él cree; está convencido, aunque la fe de sus amigos es menor. Le dicen: “Ya no molestes al Maestro; tu hija ya murió”. Sin embargo, la apuesta de Jesús por la vida va más allá de la muerte, sobre la base de la fe de Jairo. Y así sucede. La hija vuelve a la vida gracias a la acción de Jesús.
San Pablo complementa la respuesta humana: no sólo hay que creer que Dios hará todo para lograr nuestra felicidad, sino que también nosotros tenemos que poner de nuestra parte lo necesario para lograrla: si no hay una mayor igualdad entre los seres humanos, frustraremos el proyecto de vida de Dios. Sorprendente ver cómo Pablo habla de las condiciones mínimas del ser humano, como son las de tener lo básico material para vivir. A ejemplo de Jesús, quien siendo rico se hizo pobre por nosotros, para enriquecernos con su pobreza, se trata de no vivir tranquilos “mientras otros están sufriendo”. Se trata “de aplicar una medida justa; porque la abundancia de unos remediará las carencias de los otros”.

La gran pregunta es: ¿podemos realizar alguna acción en concreto o cambiar alguna actitud, para responder a la invitación que Dios nos hace?