domingo, 29 de mayo de 2016

9° Dom. Ordinario; APRENDER A COMULGAR; José Antonio Pagola

Yo no soy quien para que entres en mi techo.
Habituados desde niños a recibir la eucaristía, fácilmente podemos hacer de la comunión un gesto vacío y rutinario, sin apenas contenido alguno para nuestra vida. Las palabras del centurión, «yo no soy digno de que entres en mi casa», que pronunciamos al comulgar, parecen ser una invitación a recibir al Señor de manera más viva y renovada.

La preparación litúrgica comienza con el rezo del Padrenuestro. Puestos en pie y sintiéndonos hijos del mismo Padre, invocamos a Dios con las palabras que Jesús nos enseñó, pidiendo que «venga su Reino». Pedimos también a Dios el perdón al mismo tiempo que nos perdonamos unos a otros. De esa manera, el Padrenuestro (cantado a veces con las manos abiertas y alzadas hacia Dios o juntándolas con las del hermano) nos configura como comunidad fraterna hecha de perdón y amor mutuo. A comulgar no vamos aisladamente, cada uno por su lado, sino como comunidad reconciliada que busca el encuentro con un Dios Padre de todos.

Precisamente por eso, nos damos a continuación el abrazo de paz, que es un gesto que invita a romper distancias y aislamientos, y a suprimir odios y divisiones entre nosotros.

El rito se inicia con una oración del sacerdote en la que, en nombre de una Iglesia pecadora pero creyente, se pide a Jesucristo la paz y la unidad. Después, respondiendo a su invitación, nos damos fraternalmente la paz. El gesto concreto puede ser muy variado: un abrazo, un apretón de manos, un beso, una inclinación de cabeza, una sonrisa... No es un mero gesto de amistad, sino expresión de la paz que el Señor nos regala y nosotros nos comunicamos unos a otros. Si el gesto no es caricatura, es el momento de restañar heridas, reforzar vínculos amenazados, reavivar nuestra solidaridad y comprometernos a construir paz.

Después de recitar todos el «Cordero de Dios», el sacerdote muestra el Pan eucarístico y nos llama a tomar parte en la Cena del Señor. Es una invitación a la fe y la vigilancia. Dichosos si en ese momento nos sentimos llamados a comulgar hondamente con Cristo.

Con actitud humilde («Señor yo no soy digno») pero confiada, en procesión ordenada y pausada, cantando desde lo hondo del corazón algún canto apropiado, nos acercamos con fe a comulgar.
El silencio agradecido (habría que prolongarlo más) y la oración conclusiva ponen fin al rito de la comunión. Alimentados por el mismo Cristo nos sentimos enviados a trabajar por un mundo más humano y fraterno. Sostenidos por él podemos seguir caminando con esperanza.