Hechos 21-11;
Salmo 103; Romanos 88-17; Juan 1415-16. 23-26
La venida del Espíritu Santo sobre los apóstoles cierra el ciclo
de Pascua y con él, el de Jesús en nuestra historia. Y al terminar este primer
dinamismo de salvación, aparece el del Espíritu que acompañará a los cristianos
hasta el final de los tiempos.
Sin duda, que todos estos acontecimientos no dejan de estar envueltos
por el misterio que implica la presencia de Dios en nuestra vida. La encarnación
no es otra cosa que el deseo de Dios de “habitar” a la humanidad. “Habitar” es
una palabra muy profunda, muy densa. Una casa “habitada” tiene vida; una
persona “habitada” por Dios tiene una presencia poderosa, salvífica,
misteriosa, divina, que la hace ya poseedora de la eternidad, de lo divino, de
Dios mismo.
Y esto nos habla del sentido “pasivo” de la salvación en el
Cristianismo, tan repetido por Jesús: “no me eligieron Uds. a mí; sino yo les
he elegido”. El ser humano acepta o rechaza esta presencia; pero es Dios mismo
quien ha tomado la iniciativa de estar en lo más profundo de nuestro ser, de
hacerse “uno” –por así decirlo- con nosotros de tal forma que nos ha convertido
“en verdaderos hijos”, en carne “divinizada” por el Espíritu. No que seamos “dioses”;
pero sí sus hijos. Es el misterio de la gracia que Dios nos ha derramado
abundantemente.
Una persona habitada no es una persona “hueca”, vacía de sentido,
alienada. Una persona “habitada” es la que está consigo misma; que se posee; que
es libre; que sabe lo que quiere; que vive la vida con sentido, y con un
sentido que lo construye como persona, como ser humano; que toma sus decisiones
conforme “al fin para el que fue creado”, como invita San Ignacio. Y en la
medida en que el Espíritu “habite” en nosotros, entonces seremos fieles al
Evangelio, porque estaremos habitados por el mismo Espíritu que “habitó” a Jesús
y que lo guió conforme a la voluntad salvífica del Padre.
Éste es quizá el gran dilema de nosotros los creyentes: dejarse o
no habitar por el Espíritu; hacerle un verdadero espacio en nuestro corazón o
rechazarlo. Podemos decir que como “receptores” de la Encarnación, de ese tomar
carne de nuestra carne que sucedió en Jesús de Nazaret, querámoslo o no, ya
hemos sido hechos “a imagen y semejanza de Dios”: su semilla se integró con la
nuestra. Al encarnarse, la carne humana fue tomada por Dios, hecha uno con Él
mismo. Un rayo de la divinidad nos constituye. “Estructuralmente” así estamos
hechos; y eso no lo podemos ni evitar ni cambiar.
Pero eso no basta. Aun siendo creados como sus hijos, tenemos la
libertad para asumir o rechazar en la línea del tiempo, a lo largo de nuestra historia,
esa “filiación”. Podemos desafiar a Dios y decirle que preferimos ir por
nuestro lado, que asumir el camino de salvación que inauguró en Jesús. Parte de
la historia de la humanidad, tomada desde la óptica del pecado, es lo que nos
revela: una humanidad que le dice a Dios “no te serviré”.
Pero otra gran parte, también ha sido dócil a esa presencia del
Espíritu en nuestros corazones y se ha dejado guiar por Él.
Así, el aspecto quizá más fundamental del Espíritu en nuestras
vidas es que es nuestro “paráclito”, nuestro abogado. Como dice San Pablo en la
carta a los Romanos, “intercede por nosotros con gemidos inenarrables”. Dejarse
llevar, entonces, por el Espíritu, es aprovechar la fuerza y la intervención
que Él opera en lo más profundo de nuestro ser, a fin de responder a las
invitaciones que Jesús nos hizo en el Evangelio; al camino que él nos propuso; a la vida
que nos ofreció; a la verdad que nos hizo
y nos hace libres.
De ahí entonces que celebrar la venida del Espíritu de Jesús es
abrirnos a la nueva época que se inaugura, la Época de la iglesia, de la
comunidad de los seguidores de Jesús. Físicamente, Jesús ya no está en esa
comunidad que creó; pero les ha enviado a su Espíritu quien ahora los guiará, “les
enseñará todas las cosas y les recordará todo cuanto” Jesús les dijo.
“Hablar lenguas”, realizar milagros, tener éxtasis místicos, etc.,
etc., sólo son las señales para que la humanidad sepa que la salvación ha
llegado para todos; pero en sí mismos sólo son medios. No pueden ser lo central
de la vida cristiana. El Espíritu no se entiende sin Jesús y su evangelio, y
sin el Reino de Dios y el Dios del Reino, tal cual lo anunció el Maestro.
Fácilmente algunos cristianos se han quedado con los medios, y se
han olvidado del fin. Se “han comido el rábano por las hojas”. Lo
verdaderamente importante no son los signos espectaculares que acompañaron la llegada
del Espíritu a esa Primera Comunidad de seguidores del Resucitado. No son las “lenguas
de fuego” lo que importa; sino el fuego que el Espíritu enciende en nuestros
corazones a fin de poder seguirlo hasta la muerte, a la manera de Jesús.
Ser coherente con el evangelio no es fácil; implica demasiados
riesgos; incluso quizá el sufrimiento y la muerte; pero para eso está ese
fuego, esa fuerza que desciende lo Alto y que nos acompañará hasta el final de
la historia.
Finalmente, caer en la cuenta que las invitaciones del Espíritu sólo
son eso; no son “imposiciones” y muchas veces se oscurecen por nuestros afectos
que se desordenan y nos impiden escuchar lo que auténticamente nos pide el Espíritu.
De ahí la necesidad del “discernimiento”, como lo señala San Ignacio. Las “buenas
mociones” se pueden entremezclar con las “malas”, y entonces podemos equivocar
el camino. Por ello no podemos dejar de discernir el camino de nuestras vidas,
de crear esa sensibilidad para descubrir lo que Dios quiere para cada uno de
nosotros y realizarlo gracias a la fuerza y el poder del Espíritu.
Que esta venida del Espíritu nos ayude a reforzar nuestra opción
por el Evangelio de Jesús y a vivirlo en nuestro mundo, a pesar de la
conflictividad en la que estamos inmersos.