Hechos 11-11; Salmo 46; Hebreos 924-28; 1019-23;
Lucas 2446-53
Casi al fin de la Pascua,
la Iglesia celebra la Ascensión del Señor.
Su ciclo se cierra. La misión de Jesús ha terminado. Enviado por Padre, ha
realizado dos encargos: mostrarnos qué significa “amar hasta el extremo de dar
la vida por los demás”, condición indispensable para la llegada del Reino; y,
segundo, cambiar radicalmente la imagen de Dios: Él es la fuente de paternidad
y maternidad volcada hacia todos los seres humanos. “Reino” y “Padre” resumirían
su presencia en nuestra historia.
Pero Él ha terminado; poco tiempo en nuestra casa, pero un tiempo
denso, cargado de un gran dinamismo; tierno hasta el extremo, pero violento y radical
contra el poder y el abuso de los pobres. Él no podía quedarse para siempre; no
hubiera sido ser humano; tarde o temprano tenía que morir. Por eso su
estrategia fue clara desde el principio. Él había puesto la muestra; había enseñado
el camino; pero otros tendrían que continuarlo; tendrían que aprender y
continuar con su Misión.
De manera un tanto ingenua escogió a las personas –desde nuestro
punto de vista- menos capaces para continuar con su obra. Como dice San Pablo,
no escogió a sabios y poderosos, sino a rudos e ignorantes. “Llevamos el
mensaje en vasijas de barro” –dirá también- para mostrar que la fuerza que tiene
el Mensaje no es obra del apóstol sino de la gracia.
El final del tiempo del Mesías, abre un nuevo círculo: el círculo
de la Iglesia protagonizado por ese
puñado de hombres y mujeres sin más herramientas que “el amor a su Señor”, acompañados
–definitiva y eficazmente- por la Madre de Jesús. La responsabilidad cae ahora
sobre ellos.
Sin embargo, el encargo es relativamente sencillo: ser testigos de Jesús; dar testimonio de
su vida y de sus obras. Es curioso; no se trata de crear instituciones,
transformar las instancias políticas o militares, tomar el poder, borrar a las demás
religiones o desaparecer a los que se opusieran al mensaje. Sólo “ser testigo”.
Simple, pero también muy complicado. Cada uno de ellos estaba
invitado a ser “testigo”, a testimoniar a Jesús de Nazaret. ¡Qué fácil y qué
difícil! Hay una línea muy delgada entre buscar ser uno el protagonista y
testimoniarse a sí mismo; o con sus actos, dichos y palabras, testimoniar al
Mesías. Ellos tenían que ser espejo de Jesús, del Salvador. A final de cuentas,
estaban invitados a ser “otros Cristos”, haciendo que toda acción misionera llevara
“a dar gloria a Dios” y no a ellos mismos.
Entonces, asumida de esta forma su tarea, podemos entender por qué
Jesús confió en ellos: porque también ellos lo amaron hasta el extremo, como
les había enseñado. La condición entonces para ser seguidor y apóstol del
Reino, es estar profundamente enamorado de Él.
Enamorado de Jesús, uno ha salido de sí mismo y lo único que
importa, como a la Magdalena, es saber “dónde está el Señor”. Y de ese amor, de
esa maravilla que es ser amigos de Dios, es de lo que tenían que ser testigos.
Testimoniar un amor muy concreto a ese Hombre que se encontraron a
orillas del Lago de Galilea; que les impactó tan profundamente que se
atrevieron a dejar todo para seguirlo: a dejar su trabajo, sus barcas, sus
redes, incluso a su propia familia. Enamorados de Aquel que proclamó desde el
principio el Anuncio a los pobres, la liberación de los cautivos, la vista a
los ciegos; la redención de los cautivos. Un Jesús que se compadeció del caído,
que buscó a los excluidos, a los leprosos, a los que fueron sacados del camino,
a las prostitutas y pecadores, y los devolvió a la vida; que les ofreció una comunidad
en la que se sintieron acogidos, reconocidos en su dignidad sabiéndose también
hijos de Dios y no rechazados por Él.
Testimoniar a aquel que no hizo otra cosa que revelar a un Dios a
quien le podemos decir “Padre” y que destinó un Reino para nosotros: ser
testigos del Dios del Reino y del Reino de Dios.
Sin embargo, la pregunta: ¿Serían capaces? Jesús regresa a la
diestra del Padre, pero justo para eso y para eso les envía al Espíritu: es el
don que los acompañará y les permitirá dar ese testimonio, incluso –como su Maestro-
hasta la muerte.
Nosotros también tenemos el Espíritu. Es tiempo de celebrar
agradecidamente la venida de Jesús, se presencia en nuestra historia que
definitivamente la cambió, y el don del Espíritu, quien continua acompañando a
su Iglesia para que todos demos testimonio auténtico y veraz de Aquél que fue y
sigue siendo “el camino, la verdad y la vida”.