domingo, 1 de mayo de 2016

6° Domingo de Pascua; 1 de mayo del 2016; Homilía de Fdo Fdz Font, sj

Hechos de los Apóstoles 151-2. 22-29; Salmo 66; Apocalipsis 2110-14. 22-23; Juan 1423-29

El tiempo pascual sigue testimoniándonos la transformación profunda que va experimentando la primitiva comunidad cristiana. No les resultó fácil romper con el judaísmo, sin soltar totalmente su historia, como pueblo escogido por Dios. Como que tenían que tirar el “agua sucia” sino tirar al niño, ese niño que nacía a partir de la Resurrección de Jesús y que transformaría radicalmente la relación del ser humano con su Dios y la religión judía.
Por una parte el Dios liberador, profético, del Antiguo Testamento era parte que el mismo Jesús había incorporado a su vida: “no dejarán de cumplirse la ley y los profetas”; pero, al mismo tiempo, y eso fue lo realmente complicado, en Jesús se había dado una novedad ni siquiera imaginada a lo largo de toda la historia del pueblo de Israel. Jesús, profeta de la misericordia, luchador incansable al lado de su pueblo contra todas las injusticias y marginaciones que sufrían los pobres a manos del poder político y religioso, no pudo ser retenido por la muerte: el Padre lo resucitó y, con eso, confirmaba su camino: su camino de una lucha contra toda dominación aunque eso costara la muerte; pero una muerte, que ya no tuvo poder sobre Él: Jesús pasó por la muerte como un rayo de luz pasa a través del cristal.
Novedad absoluta, radical: Dios con nosotros (el Emanuel) y nosotros con Dios. Un mundo más allá de las leyes, los ritos, los sacrificios; una experiencia religiosa que vuelve a confirmar absolutamente el mandamiento más importante de la Ley: “amarás a Dios y a tu prójimo, como a ti mismo”. No será ahora el cumplimiento de la ley lo que salva, sino el amor real, concreto, por el que ha sido asaltado y dejado fuera del camino; por la prostituta redimida desde el amor incondicional que experimentó en Jesús; por el leproso que no le resultó repugnante a Jesús y que se atrevió a tocarlo, a caminar con él, a reincorporarlo a la vida del pueblo.
No es el poder, ni el templo, ni la ley, ni el control… lo que salva, sino el amor que permite unir el cielo con la tierra, a Dios Padre-Madre con sus hijos, la eternidad con la temporalidad.
Muy difícil para ese puñado de hombres y mujeres incultos que no eran ni sacerdotes, ni levitas, ni fariseos, ni escribas, poder discernir con qué se quedaban del Antiguo Testamento y qué desechaban; qué hacía la continuidad histórica con el Dios liberador del Éxodo y cómo habría de romperse con la vivencia de quienes se apropiaron del templo y de la ley para controlar y oprimir al pueblo con sus formalismos legales y su venganza del “ojo por ojo y diente por diente”; con su sed de sangre deseosa de asesinar al pecador y no de salvarlo.
Pero además, no se trataba simplemente de una continuidad discernida que buscara romper con lo peor de la religión judía; sino de una novedad total, inédita en la historia. ¿Qué añadía la experiencia dela Resurrección a su vivencia religiosa? ¿Qué implicaba en sus vidas, en sus prácticas? ¿Qué mantener y qué desechar?
La Resurrección fue poner las cosas en su lugar; fue recuperar el deseo original del Padre en el momento de la Creación: que todo ser humano fuera feliz en la presencia de su Dios, como lo describe la utopía del Paraíso en el Génesis y que la muerte vuelve a perder su dominio sobre la humanidad. La praxis religiosa se había desviado; ahora había que recuperarla, ordenarla. Por eso, lo importante no era ni el Templo ni la Ley en sí mismos, sino el ser humano como centro de cualquier experiencia religiosa.
La circuncisión deja de ser requisito para ser seguir de Jesús. Lo que daña no es lo que entra del exterior (como la comida), sino lo que sale del interior como los malos deseos. Lo fundamental está en otra parte: todo es bueno; todo está hecho para el hombre. Lo definitivo es el apoyo de unos con otros en la comunidad cristiana para “que nadie pase necesidad”; es la lucha por la libertad, por la verdad, bajo la inspiración de la “buena nueva” del Evangelio; bajo el modelo de Jesús, “el hombre nuevo”.
La afirmación que hace San Juan en la 2ª Lectura, en el libro del Apocalipsis, es realmente sorprendente: ya no hay templos, “porque el Señor Dios todopoderoso y el Cordero son el templo”; no se necesita la luz del sol o de la luna, “porque la gloria de Dios la ilumina y el Cordero es su lumbrera”. El templo ha sido desplazado y en su lugar ha quedado la centralidad de Dios en la historia a través de Jesús, para plenitud del hombre.
Y la práctica “religiosa” no será otra que la del amor. Si amamos, entonces se juntará el cielo con la tierra: el Padre nos amará y vendrá a nosotros y pondrá ahí su morada. Nosotros somos ahora el templo verdadero donde podemos encontrar a Dios; por eso, además, será inviolable su condición: Dios habita en nuestro corazón.
Difícil síntesis entre el Antiguo y el Nuevo Testamento; pero el Espíritu de la Verdad los fue acompañando para recuperar lo auténtico de uno y la novedad del otro. Las cosas han vuelto a ser puestas en su lugar: el ser humano de nuevo integrado con Dios; Dios experimentado como Padre-Madre mediante el amor, sabiendo que Cristo ha vencido al mundo, ha vencido a la muerte.
Que el Espíritu nos conceda recorrer los pasos que dio la Primitiva comunidad Cristiana.