Hechos de los Apóstoles 151-2. 22-29; Salmo 66; Apocalipsis
2110-14. 22-23; Juan 1423-29
El tiempo pascual sigue testimoniándonos la transformación
profunda que va experimentando la primitiva comunidad cristiana. No les resultó
fácil romper con el judaísmo, sin soltar totalmente su historia, como pueblo
escogido por Dios. Como que tenían que tirar el “agua sucia” sino tirar al
niño, ese niño que nacía a partir de la Resurrección de Jesús y que transformaría
radicalmente la relación del ser humano con su Dios y la religión judía.
Por una parte el Dios liberador, profético, del Antiguo Testamento
era parte que el mismo Jesús había incorporado a su vida: “no dejarán de
cumplirse la ley y los profetas”; pero, al mismo tiempo, y eso fue lo realmente
complicado, en Jesús se había dado una novedad ni siquiera imaginada a lo largo
de toda la historia del pueblo de Israel. Jesús, profeta de la misericordia,
luchador incansable al lado de su pueblo contra todas las injusticias y
marginaciones que sufrían los pobres a manos del poder político y religioso, no
pudo ser retenido por la muerte: el Padre lo resucitó y, con eso, confirmaba su
camino: su camino de una lucha contra toda dominación aunque eso costara la muerte;
pero una muerte, que ya no tuvo poder sobre Él: Jesús pasó por la muerte como
un rayo de luz pasa a través del cristal.
Novedad absoluta, radical: Dios con nosotros (el Emanuel) y
nosotros con Dios. Un mundo más allá de las leyes, los ritos, los sacrificios;
una experiencia religiosa que vuelve a confirmar absolutamente el mandamiento más
importante de la Ley: “amarás a Dios y a tu prójimo, como a ti mismo”. No será
ahora el cumplimiento de la ley lo que salva, sino el amor real, concreto, por
el que ha sido asaltado y dejado fuera del camino; por la prostituta redimida
desde el amor incondicional que experimentó en Jesús; por el leproso que no le
resultó repugnante a Jesús y que se atrevió a tocarlo, a caminar con él, a
reincorporarlo a la vida del pueblo.
No es el poder, ni el templo, ni la ley, ni el control… lo que
salva, sino el amor que permite unir el cielo con la tierra, a Dios Padre-Madre
con sus hijos, la eternidad con la temporalidad.
Muy difícil para ese puñado de hombres y mujeres incultos que no eran
ni sacerdotes, ni levitas, ni fariseos, ni escribas, poder discernir con qué se
quedaban del Antiguo Testamento y qué desechaban; qué hacía la continuidad histórica
con el Dios liberador del Éxodo y cómo habría de romperse con la vivencia de
quienes se apropiaron del templo y de la ley para controlar y oprimir al pueblo
con sus formalismos legales y su venganza del “ojo por ojo y diente por diente”;
con su sed de sangre deseosa de asesinar al pecador y no de salvarlo.
Pero además, no se trataba simplemente de una continuidad
discernida que buscara romper con lo peor de la religión judía; sino de una
novedad total, inédita en la historia. ¿Qué añadía la experiencia dela
Resurrección a su vivencia religiosa? ¿Qué implicaba en sus vidas, en sus prácticas?
¿Qué mantener y qué desechar?
La Resurrección fue poner las cosas en su lugar; fue recuperar el
deseo original del Padre en el momento de la Creación: que todo ser humano fuera
feliz en la presencia de su Dios, como lo describe la utopía del Paraíso en el
Génesis y que la muerte vuelve a perder su dominio sobre la humanidad. La
praxis religiosa se había desviado; ahora había que recuperarla, ordenarla. Por
eso, lo importante no era ni el Templo ni la Ley en sí mismos, sino el ser
humano como centro de cualquier experiencia religiosa.
La circuncisión deja de ser requisito para ser seguir de Jesús. Lo
que daña no es lo que entra del exterior (como la comida), sino lo que sale del
interior como los malos deseos. Lo fundamental está en otra parte: todo es
bueno; todo está hecho para el hombre. Lo definitivo es el apoyo de unos con
otros en la comunidad cristiana para “que nadie pase necesidad”; es la lucha
por la libertad, por la verdad, bajo la inspiración de la “buena nueva” del
Evangelio; bajo el modelo de Jesús, “el hombre nuevo”.
La afirmación que hace San Juan en la 2ª Lectura, en el libro del
Apocalipsis, es realmente sorprendente: ya no hay templos, “porque el Señor
Dios todopoderoso y el Cordero son el templo”; no se necesita la luz del sol o
de la luna, “porque la gloria de Dios la ilumina y el Cordero es su lumbrera”. El
templo ha sido desplazado y en su lugar ha quedado la centralidad de Dios en la
historia a través de Jesús, para plenitud del hombre.
Y la práctica “religiosa” no será otra que la del amor. Si amamos,
entonces se juntará el cielo con la tierra: el Padre nos amará y vendrá a
nosotros y pondrá ahí su morada. Nosotros somos ahora el templo verdadero donde
podemos encontrar a Dios; por eso, además, será inviolable su condición: Dios
habita en nuestro corazón.
Difícil síntesis entre el Antiguo y el Nuevo Testamento; pero el
Espíritu de la Verdad los fue acompañando para recuperar lo auténtico de uno y
la novedad del otro. Las cosas han vuelto a ser puestas en su lugar: el ser
humano de nuevo integrado con Dios; Dios experimentado como Padre-Madre
mediante el amor, sabiendo que Cristo ha vencido al mundo, ha vencido a la
muerte.
Que el Espíritu nos conceda recorrer los pasos que dio la
Primitiva comunidad Cristiana.