domingo, 29 de mayo de 2016

9° domingo ordinario; 29 de mayo del 2016; homilía de Fdo Fdz, sj

1° Reyes 841-43; Salmo 116; Gálatas 11-2. 6-10; Lucas 17-10

El nuevo tiempo de la Iglesia inaugurado por Pentecostés se desplegará ahora durante el tiempo ordinario haciendo que la comunidad cristiana, bajo el influjo del Espíritu, sea fiel a lo que vivieron y experimentaron los discípulos, en la época en la que Jesús hizo historia con la humanidad.
Poco tiempo estuvo el Maestro con sus discípulos y discípulas; pero el impacto sobre ellos fue total; sin embargo, hasta que no descendió sobre ellos el Espíritu, no terminó de consolidarse la experiencia de Dios y del Reino, que Jesús les había transmitido. Con esos pertrechos, con ese equipo, ahora tendrían que lanzarse a realizar la Misión que habían recibido.
Para nada se trataba de algo sencillo o fácil; sino sumamente complejo. Jesús ya no estaba con ellos; el diálogo con Él, había terminado. Sí, tenían ahora al Espíritu con su fuerza y con su guía; pero la comunicación tenía que ser discernida y luego discutida entre ellos. Ya no había una autoridad máxima, “al alcance de su mano”, como para dirimir los conflictos o diversas interpretaciones que entre ellos se iban a dar. La autoridad de Pedro era importante, pero la última palabra la tenía la comunidad. Fue el tema de si obligaban o no a los paganos conversos a seguir con las prácticas religiosas de los judíos.
La nueva experiencia de fe que se dio en Jesús, bajo el acompañamiento del Padre y la guía del Espíritu, rompió los estrechos moldes en los que religiosamente había crecido ese puñado de seguidores de Jesús. Ahora el horizonte se abría hacia todo el mundo, hacia todas las razas, hacia todo aquel que quisiera recibir la buena noticia del Reino, no importando quién fuera ni de qué experiencia personal viniera.
Misión demasiado ambiciosa o, quizá, demasiado compleja, extensa. Sin duda, esa primitiva comunidad se habrá sentido en muchas ocasiones desbordada por las enormes dimensiones del encargo y por los retos que implicaba. Por eso, tanta insistencia en la fe, como la liturgia nos presenta en este domingo. El llevar “la buena noticia del Reino” a todos los rincones del mundo, no sería posible sin creer profundamente en la fuerza de Dios.
Desde esta óptica, el Evangelio es una constante invitación a creer en Jesús y en el Padre y su Reino. Por eso la narración de un Romano, el Centurión, que ante la enfermedad de uno de sus siervos, muestra una fe que ni siquiera los judíos habían demostrado. Le manda decir a Jesús que no se moleste, que no es necesario que vaya hasta su casa; que simplemente diga una sola palabra y su siervo quedará curado. Punto. El Centurión, de tal forma cree en Jesús, que no importa ni la distancia, ni rituales de curación, ni siquiera su presencia. Se fe es total: “una sola palabra”; un solo deseo; una fe ciega. Por eso la gran admiración del mismo Jesús: en todo Israel no había encontrado una fe como la de él.
Un pagano les está dando una cátedra de lo que significa creer. Y eso es lo que ahora los discípulos en la época de la Iglesia necesitan tener: una fe capaz de mover montañas, de trasplantar árboles, de conquistar el mundo entero. La tarea es inconmensurable, imposible de realizar sólo con sus propias fuerzas o convicciones. O Dios está con ellos, y ellos están totalmente convencidos de ello, o la Misión terminará por ser un fracaso. Por eso la necesidad de la fe; pero de una fe como la del Centurión: absoluta, total, que traspasa tiempo y espacio.
Y la enseñanza para nosotros es clara: no se trata sólo de una fe que nos lleva a conocer lo que por nuestra propia inteligencia no podemos. Creer no es solamente cerrar los ojos y decir que existe algo que por los sentidos no podemos conocer. Creer es amar a esa persona que por la fe hemos conocido y entregarnos a su causa, con la total certeza que sólo “su palabra” será capaz de ayudarnos a realizar la misión que para nuestras propias fuerzas resulta imposible.
Fe, entonces, es una entrega, un amor, una solidaridad con la causa de Jesús, una confianza plena que nos lleva a trabajar por el Reino, a pesar de lo imposible que parece su realización; fe es saber que el Espíritu de Jesús nos acompaña día y noche para realizar la misión que también a nosotros se nos ha encomendado.
Reducir la fe sólo a creer que existe lo que no vemos, es empobrecerla; fe es la actitud total del creyente que se entrega a construir el Reino sin importar lo adverso o difícil que pueda ser. Fe es “creer a la persona de Jesús”, es “creer en su invitación”, es entregarse a su causa cueste lo que cueste. Fe va más allá de un beneficio personal, hasta buscar el bien de la comunidad; la implantación del Reino en nuestra historia.
Bajo el impulso del Espíritu es posible creer en Jesús y entregarnos a su causa a pesar de todos los fracasos que podamos tener en el deseo de realizar el Reino.