Isaías 493. 5-6; Salmo 39; Corintios 11-3; Juan
129-34
Iniciamos el tiempo ordinario de la vida pública de Jesús. Ha
salido de su hogar después de muchos años, movido por el Espíritu para iniciar la
Misión que el Padre le ha encomendado. No tiene más guía que las inspiraciones
de ese mismo Espíritu. Así comienza su vida pública.
Adentrándonos un poco en el corazón de ese hombre, la Misión que está
por comenzar realmente es abrumadora; lo desborda; y su comienzo es totalmente
contrario a la estrategia que humanamente hubiera comenzado. Jesús viene como
enviado de Dios; Él ha de dar testimonio del Padre y mostrar que es realmente
Hijo de Dios: justo, que “es el Hijo muy amado”. Pero en lugar de haber
comenzado a manifestarse como Dios desde su nacimiento con acontecimientos
extraordinarios, realmente milagrosos, que mostraran su “divinidad”, lo que Él mostró
durante más de 28 años fue su humanidad. De que era verdaderamente hombre, de
eso no había duda; pero, ¿también era Dios?
Él iba a ser el Mesías esperado por el pueblo de Israel, pero no
llegó así; no cumplió esas expectativas. No hubo el menor signo que mostrara su
divinidad; que mostrara un mesianismo fuerte, poderoso, extraordinario, capaz
de liberar a su pueblo y llevarlo a triunfar frente a sus enemigos. Él no
comenzó con un piso parejo. Y sin embargo, su misión principal era manifestarse
como Dios, que el pueblo creyera que era el verdadero Mesías, el que iba a
quitar el pecado del mundo.
Pero comenzando justo su vida pública, el primer signo
extraordinario surge de Juan el Bautista quien “da testimonio” de que verdaderamente
es el Hijo de Dios, el Mesías, el que quitará el pecado del mundo. Inspirado
por Dios, Juan hace esa revelación delante de sus propios discípulos: “Vi al
Espíritu descender del cielo en forma de paloma y posarse sobre él…; yo lo vi y
doy testimonio de que éste es el Hijo de Dios”.
Jesús no ha realizado hasta ese momento ningún signo, ningún
milagro; pero Juan Bautista ya ha descubierto, en ese hombre como cualquier
otro, su divinidad. Dice que no lo conocía, pero al ver el Espíritu descender
sobre Él, descubrió que ese era el Mesías; y ese es el testimonio que da para
invitar a los oyentes a que, yendo más allá de la propia humanidad de Jesús, de
ese “hijo del carpintero”, pudieran descubrir su divinidad.
Hasta ahora, Jesús no ha sido “sujeto activo” de su Misión;
simplemente, ha sido receptor de la revelación de Juan, constatando en sí
mismo, la veracidad de lo dicho y confirmando en ese momento su propia
identidad. Verdaderamente Él es Hijo de Dios y ha sido enviado a la tierra para
reconciliar de nuevo a la humanidad con Dios.
Por eso la fuerza de la manifestación del Espíritu en forma de
Paloma que se posa sobre Jesús, es tan poderosa. La imagen recuerda la narración
del Génesis cuando el Espíritu “aleteaba sobre las aguas”, separando la tierra
del mar, creando así el universo entero. Pero esa creación fue dominada por el
pecado de Adán y Eva, frustrando así los planes de Dios.
Sin embargo, la historia se revierte. El descenso del Espíritu de
Dios sobre Jesús, tiene un enorme significado: ahora Jesús será “la nueva creación”,
“la nueva humanidad” en la que el mismo Dios tendrá sus complacencias.
La humanidad que pervirtió el deseo de Dios que consistía en la
felicidad para el ser humano, hoy está totalmente redimida en Jesús. Él es el “santo”,
el reconciliador de la creación; el mediador que logrará la reconciliación de
la humanidad con Dios, su Padre. Jesús es la nueva humanidad, y ese sólo hecho descrito por Juan Bautista, nos
habla ya de que el Padre se ha reconciliado con los seres humanos, pues ya
apareció en la tierra, en la historia, un ser humano totalmente fiel a la
voluntad de Dios, a su Espíritu. En Jesús se realiza el sí definitivo de la humanidad
a la voluntad del Padre. Por eso, en Él, como dirá posteriormente San Pablo,
todos hemos sido reconciliados. Él es el “que quita el pecado del mundo”; el
que tiene “poder para perdonar”, para reconciliar, para construir a la nueva
humanidad.
Lo desconcertante es que no es el Mesías que el pueblo de Israel
esperaba. Jesús rompe el paradigma de las expectativas que había construido el
imaginario religioso de los judíos del tipo de Mesías que iba a liberar al
pueblo. Y, sin embargo, la liberación se estaba consumando en ese momento. La “nueva
humanidad” se estaba haciendo presente en Jesús. Lo más extraordinario que ha
pasado y pasará en toda la historia de la humanidad, se estaba realizando en
Jesús, sin otro signo que el de una Paloma descendiendo sobre su hombro.
Con esa experiencia, Jesús comenzará su vida pública. Tiene ya la
conciencia total de que Él es el Hijo y que ha de realizar una Misión,
aparentemente muy simple, pero al mismo tiempo sumamente complicada: la de que
el mundo crea que ese hombre, exactamente como cualquier otro, es el Hijo de
Dios, es la presencia de Dios en la historia; y que esa presencia logrará una
liberación mucho más honda, más trascendente, que el ser liberados de la opresión
de un pueblo. Su Misión será convencernos a todos que Dios nos ha creado para
ser felices.
Como afirma Isaías y que los discípulos comprendieron que se podía
aplicar a Jesús, Él será el siervo que no sólo restablecerá a las tribus de
Jacob, sino que será convertido en luz de las naciones para que la “salvación
de Dios llegue a los últimos rincones de la tierra”.