domingo, 22 de enero de 2017

3er domingo del Tiempo Ordinario; 22 de enero del 2017; Homilía FFF

Isaías 823-93; Salmo 26; 1ª Corintios 110-13.17; Mateo 412-23

Jesús acaba de ser envuelto en el Espíritu de Dios. Éste, en forma de paloma, se ha posado sobre su hombro y le ha manifestado que Él es el Mesías, el Hijo de Dios, cuya misión es revelar el inmenso amor que Dios, su Padre, tiene por la humanidad. Jesús ha sido enviado para reconciliar a la humanidad, para devolverle la esperanza, para orientar su camino hacia la felicidad verdadera.
Un hecho dramático lo hace salir de su tierra e irse a instalar en Cafarnaúm. Juan el Bautista, el mediador por el que Jesús recibió la plenitud del Espíritu, ha sido encarcelado. El poder de las tinieblas, Herodes, no toleró la libertad y críticas del Bautista.
Quizá en Jesús, este acontecimiento lo hizo cambiar de estrategia; quizá le urgió a comenzar más radicalmente y más pronto su Misión. No había tiempo que perder; pero había que comenzar por las periferias del poder, para no correr la misma suerte de Juan.
Iluminado y movido por el Espíritu, reconoce y se aclara el tipo de mesías al que su Padre lo invitaba, con este fin de recuperar la creación rota por el pecado. La inmensidad de pobres y excluidos clamaba al cielo. Sin embargo, la gran pregunta era saber el tipo de mesías que el Espíritu quería que Jesús realizara.
Sin duda que habrá sido una tentación para Él, las expectativas del Pueblo de Israel. ¿A quién no le interesa el triunfo y la batalla? ¿Quién no se siente atraído por la fama y el orgullo de realizar entradas triunfales después de las victorias?
O quizá se inclinara por ser un mesías “sacerdotal”: desde el Templo, las Sinagogas o la investidura sacerdotal, que lo pudiera constituir como el gran mediador entre Dios y los hombres, podría realizar un mesianismo más “ortodoxo”, acorde también con la tradición judía; un mesianismo tranquilo, de gran reconocimiento, sin tener que correr la suerte de Juan el Bautista al denunciar los abusos del poder y echar en cara las injusticias de los poderosos.
Sin embargo, Jesús no cae en la tentación que ya había vivido en sus 40 días en el desierto. El Espíritu lo invitaba a realizar el mesianismo de la tradición profética, igual que el Bautista, con los mismos o mayores riesgos. Y Jesús lo asume. Escapa de los centros del poder y sin más arma, ni prestigio, ni tradición que lo amparara, solo y sin más recursos que su palabra, comienza a anunciar el Reino. No tiene más. Y anuncia el Reino, justo a todas esas grandes masas de pobres y desamparados, víctimas del poder y el abuso, de las injusticias y la marginación. Y, ahí, en la mitad de la contradicción, Jesús se mete a anunciar el Reino, a anunciar una situación que les va a cambiar la vida, una promesa y esperanza que nadie antes les había ofrecido.
“Bienaventurados los pobres” –dirá al cabo de un poco de tiempo-; pero esta promesa será verdadera, porque su mensaje no es sólo de palabras, sino de gestos, de acciones, de signos concretos que hacían creíble y verdadero su mensaje. Dice el evangelio de Mateo que “andaba por toda Galilea, enseñando en las sinagogas y proclamando la buena nueva del Reino de Dios y curando a la gente de toda enfermedad y dolencia”.
En Jesús, el verdadero mesías, el profeta de la esperanza, había comenzado a llegar el Reino, porque los pobres y maginados eran tomados en cuenta; eran atendidos, curados, liberados de las esclavitudes del diablo. Ahí se manifestaba el verdadero “deseo” de Dios, el que todo ser humano pudiera ser feliz, disfrutar de la vida que Él les había dado.
Jesús asume la tradición del antiguo testamento. El recibía la misión de continuar el profetismo de Isaías, como señala la primera lectura: convertirse en una gran luz para liberar al pueblo que caminaba en tinieblas. Con toda fortaleza y unción, asume el deseo de Dios: enviado para quebrar “el pesado yugo, la barra que oprimía sus hombros y el cetro de su tirano…”. Su misión no iba a estar ni en los centros de poder ni el Templo dedicado al culto divino.
Dos rasgos más resalta Mateo: primero, la llegada del Reino y las sanaciones de Jesús, están intrínsecamente vinculadas a la “conversión al Reino”. No basta ser receptores pasivos de los milagros; hay que convertirse en “sujetos” que decididamente asuman el Reino y lo que él implica: conversión, perdón, reconciliación, justicia, amor.
Pero segundo, el que asume el Reino, se convierte en seguidor de Jesús, como esos primeros discípulos a quienes llamó y que, “dejando enseguida la barca y a su padre, lo siguieron”. Jesús necesita de los seres humanos para llevar a cabo su misión.
Así, desde abajo, sin recursos, con un puñado de pobres, Jesús comienza la osadía de reconciliar a la humanidad con el Padre. Asumamos como San Pablo, en la 2ª lectura, que también nosotros tenemos la misión central de “predicar el evangelio”; es decir, de anunciar a Jesús y su Reino.
Y en estos tiempos de inseguridad y frustración, recemos con el salmo 26 de este domingo: “El Señor es mi luz y salvación, ¿a quién voy a tenerle miedo? El Señor es la defensa de mi vida, ¿quién podrá hacerme temblar?


 La Jornada, 22 de enero del 2017

“Ante la alerta que provocó en EU y el mundo la asunción de Trump, con la movilización de ayer queda claro que ni todo está podrido ni todo está perdido.”