Isaías 823-93; Salmo 26; 1ª Corintios 110-13.17;
Mateo 412-23
Jesús acaba de ser envuelto en el Espíritu de Dios. Éste, en forma
de paloma, se ha posado sobre su hombro y le ha manifestado que Él es el Mesías,
el Hijo de Dios, cuya misión es revelar el inmenso amor que Dios, su Padre,
tiene por la humanidad. Jesús ha sido enviado para reconciliar a la humanidad,
para devolverle la esperanza, para orientar su camino hacia la felicidad verdadera.
Un hecho dramático lo hace salir de su tierra e irse a instalar en
Cafarnaúm. Juan el Bautista, el mediador por el que Jesús recibió la plenitud
del Espíritu, ha sido encarcelado. El poder de las tinieblas, Herodes, no toleró
la libertad y críticas del Bautista.
Quizá en Jesús, este acontecimiento lo hizo cambiar de estrategia;
quizá le urgió a comenzar más radicalmente y más pronto su Misión. No había
tiempo que perder; pero había que comenzar por las periferias del poder, para
no correr la misma suerte de Juan.
Iluminado y movido por el Espíritu, reconoce y se aclara el tipo
de mesías al que su Padre lo invitaba, con este fin de recuperar la creación
rota por el pecado. La inmensidad de pobres y excluidos clamaba al cielo. Sin
embargo, la gran pregunta era saber el tipo de mesías que el Espíritu quería
que Jesús realizara.
Sin duda que habrá sido una tentación para Él, las expectativas
del Pueblo de Israel. ¿A quién no le interesa el triunfo y la batalla? ¿Quién
no se siente atraído por la fama y el orgullo de realizar entradas triunfales
después de las victorias?
O quizá se inclinara por ser un mesías “sacerdotal”: desde el
Templo, las Sinagogas o la investidura sacerdotal, que lo pudiera constituir
como el gran mediador entre Dios y los hombres, podría realizar un mesianismo más
“ortodoxo”, acorde también con la tradición judía; un mesianismo tranquilo, de
gran reconocimiento, sin tener que correr la suerte de Juan el Bautista al
denunciar los abusos del poder y echar en cara las injusticias de los
poderosos.
Sin embargo, Jesús no cae en la tentación que ya había vivido en
sus 40 días en el desierto. El Espíritu lo invitaba a realizar el mesianismo de
la tradición profética, igual que el Bautista, con los mismos o mayores
riesgos. Y Jesús lo asume. Escapa de los centros del poder y sin más arma, ni
prestigio, ni tradición que lo amparara, solo y sin más recursos que su
palabra, comienza a anunciar el Reino. No tiene más. Y anuncia el Reino, justo a
todas esas grandes masas de pobres y desamparados, víctimas del poder y el
abuso, de las injusticias y la marginación. Y, ahí, en la mitad de la
contradicción, Jesús se mete a anunciar el Reino, a anunciar una situación que
les va a cambiar la vida, una promesa y esperanza que nadie antes les había
ofrecido.
“Bienaventurados los pobres” –dirá al cabo de un poco de tiempo-;
pero esta promesa será verdadera, porque su mensaje no es sólo de palabras,
sino de gestos, de acciones, de signos concretos que hacían creíble y verdadero
su mensaje. Dice el evangelio de Mateo que “andaba por toda Galilea, enseñando
en las sinagogas y proclamando la buena nueva del Reino de Dios y curando a la
gente de toda enfermedad y dolencia”.
En Jesús, el verdadero mesías, el profeta de la esperanza, había
comenzado a llegar el Reino, porque los pobres y maginados eran tomados en
cuenta; eran atendidos, curados, liberados de las esclavitudes del diablo. Ahí
se manifestaba el verdadero “deseo” de Dios, el que todo ser humano pudiera ser
feliz, disfrutar de la vida que Él les había dado.
Jesús asume la tradición del antiguo testamento. El recibía la
misión de continuar el profetismo de Isaías, como señala la primera lectura:
convertirse en una gran luz para liberar al pueblo que caminaba en tinieblas. Con
toda fortaleza y unción, asume el deseo de Dios: enviado para quebrar “el
pesado yugo, la barra que oprimía sus hombros y el cetro de su tirano…”. Su
misión no iba a estar ni en los centros de poder ni el Templo dedicado al culto
divino.
Dos rasgos más resalta Mateo: primero,
la llegada del Reino y las sanaciones de Jesús, están intrínsecamente
vinculadas a la “conversión al Reino”. No basta ser receptores pasivos de los
milagros; hay que convertirse en “sujetos” que decididamente asuman el Reino y
lo que él implica: conversión, perdón, reconciliación, justicia, amor.
Pero segundo, el que
asume el Reino, se convierte en seguidor de Jesús, como esos primeros discípulos
a quienes llamó y que, “dejando enseguida la barca y a su padre, lo siguieron”.
Jesús necesita de los seres humanos para llevar a cabo su misión.
Así, desde abajo, sin recursos, con un puñado de pobres, Jesús comienza
la osadía de reconciliar a la humanidad con el Padre. Asumamos como San Pablo,
en la 2ª lectura, que también nosotros tenemos la misión central de “predicar
el evangelio”; es decir, de anunciar a Jesús y su Reino.
Y en estos tiempos de inseguridad y frustración, recemos con el
salmo 26 de este domingo: “El Señor es mi luz y salvación, ¿a quién voy a
tenerle miedo? El Señor es la defensa de mi vida, ¿quién podrá hacerme temblar?
“Ante la alerta que
provocó en EU y el mundo la asunción de Trump, con la movilización de ayer
queda claro que ni todo está podrido ni todo está perdido.”