Isaías 601-6; Salmo 71; Efesios 32-3. 5-6; Mateo
21-12
La fiesta de este domingo al iniciar el año abre a un horizonte
nuevo, amplio, sin fronteras: la salvación de Dios viene para todos sin
distinción de raza, lugar, posición social. Jesús viene a liberar a toda la
humanidad; su propuesta de salvación busca reafirmar la voluntad de Dios de que
esta tierra sea un paraíso para sus hijos. No acaba de nacer, cuando ya el
mensaje es claro: a Dios le importa hasta el último de los seres humanos y lo
que busca para ellos es que cada uno sea capaz de encontrar la felicidad.
Sin embargo, como nos manifiestan con toda claridad los Reyes
Magos, para encontrar a Jesús se requieren una serie de condiciones, de
actitudes, de comportamientos. El Salvador se manifiesta, pero ya depende de
nosotros si lo encontramos o no. Él abre sus brazos; a nosotros nos toca darle
el abrazo.
Tanto Herodes como los Magos quieren encontrarse con el Rey de los
judíos; pero desde actitudes muy diferentes.
Si analizamos al primero, Herodes busca a Jesús porque siente
amenazado su poder. No le interesa el mensaje de salvación; no tiene curiosidad
para ver quién ha nacido; por qué algunos lo buscan de tan lejos. Se trata de
un poder que se siente amenazado por otro, y lo busca para destruirlo. Jesús
para Herodes, desde su máxima indefensión y debilidad, le representa un gran
enemigo a vencer. Es interesante cómo advierte ya la fuerza y grandeza del recién
nacido. No sabrá si es o no Hijo de Dios; pero sí intuye que es alguien que puede derrocar su poder. Reconoce
la grandeza del enemigo y por eso quiere destruirlo.
A diferencia de los Reyes, sin embargo, él no se mueve. Como
centro del poder, él no se humilla, no sale a buscar, no deja su seguridad, sus
comodidades. Encuentra a los reyes como sus emisarios, y ahí se queda sentado
en su trono.
Por el contrario, los Reyes han hecho una gran travesía para
buscarlo. Han salido de sus tierras, de sus seguridades, de sus comodidades... Han
percibido una señal, una Estrella, y han sabido leerla como un signo de Dios,
como algo que más allá de lo que era en sí, contenía una invitación, un
mensaje.
Su actitud es de asombro, de apertura, de humildad. No hay
conflicto de intereses; no hay una disputa por el poder. Ellos, aún en su
grandeza, reconocen que el recién nacido es mayor que ellos y no se sienten
menos por reconocerlo. Ellos han ubicado muy bien su realidad: no son más que
hombres; pero el que buscan es un Dios; y, sin embargo, eso no empaña su realidad;
no les resulta amenazante. Más bien, se convertirá en su sentido, en algo que
viene a darles una plenitud que no tenían. El Hijo de Dios no entra en
competencia con ellos. Por eso “salen”, y en el sentido más profundo, salen de
sí mismos, de su orgullo, de su poder, y por eso podrán encontrar y descubrir al
Salvador.
Herodes no se movió para encontrarse con Jesús; los Reyes hicieron
una gran travesía; pero grande fue su recompensa. Herodes tuvo ojos, pero no
vio; los Reyes vieron con su fe, con su corazón, con su amor, con su humildad,
con su bondad. Porque otro paso enorme fue descubrir en ese niño extremadamente
pobre, fuera de cualquier centro de poder, de cualquier templo, de cualquier
signo que les pudiera indicar que ahí había algo más que lo que podían observar
a simple vista, al Hijo de Dios.
Encontrar a Jesús, por consiguiente, implica una serie de
condiciones. No basta con que Él se haga visible, se manifieste. Hay que
buscarlo; hay que recorrer muchos kilómetros, hay que salir de uno mismo, hay
que dejar el poder, la riqueza, el orgullo; pero, principalmente, hay que estar
bajo la inspiración del Espíritu de Dios –que fue justo el símbolo de la
estrella que los guió- para poder encontrarlo, descubrirlo.
El problema no es si tenemos mucho, como los Reyes Magos, o poco,
como los Pastores. La cuestión radical es si estamos dispuestos a hacer a un
lado todos esos apegos que son, definitivamente, obstáculos para descubrir en
la pobreza, en los pobres, en la sencillez, en la humildad, al Hijo de Dios. Pero
no sólo eso, la otra condición es si tenemos esa tesitura espiritual, esa
sensibilidad religiosa, esa fe que mira más allá de lo que ve, para descubrir
en la impotencia al creador del universo; en la pobreza, al que es el dueño de
todo lo creado; en la humildad, al que es el Señor de toda la historia.
Finalmente, sólo el que se echa a andar; el que sale de sí mismo;
el que no se siente que ya lo tiene todo y cree que no hay ninguna novedad que
lo pueda sorprender en su vida, es el que encontrará a Jesús.
Dios se vacía de sí mismo –como dice San Pablo-, para tomar carne
de nuestra carne. Él no quiso “jugar a ser hombre”; Él se encarnó, dejó su
condición divina y se comprometió con la humanidad desde la parte débil de la
contradicción, desde lo más pobres. Y desde ahí comenzó a vivir con los tiempos
de cualquier ser humano; con los riesgos de la vida. Desde su pobreza “para
enriquecernos a todos”, nos manifestó su oferta de salvación que nada tiene que
ver con la “felicidad que ofrece nuestra sociedad de consumo”.
Quizá nos hemos quedado sólo con los regalos; con lo que los Reyes
nos traen; con que ellos le regalaron oro, incienso y mirra al niñito recién
nacido. Pero perdemos de vista que cada regalo era sólo un símbolo que quería
reconocer en Jesús al Rey que iba a
proponer una manera diferente de regir a la humanidad, al Dios que sorprendentemente se hizo uno de nosotros para hacernos
más fácil el que lo podamos encontrar, y al Sanador de todas nuestras heridas.
Jesús sigue entre los pobres. Salgamos de nosotros mismos para
encontrarlo y dejarnos iluminar por su Estrella para que nos guíe en lo que
hemos de hacer para convertirnos en sus seguidores.