La
Jornada
21
de enero del 2017
Sin certezas, todo por hacer.
Hugo Aboites*
Hemos
entrado de lleno y con sorprendente velocidad a un mundo y un país donde, para
citar al clásico, toda sociedad se torna líquida. Ya lo era, pero ahora la
percepción de que avanzamos hacia un futuro profundamente cambiante y, por eso,
incierto, se ha vuelto dolorosamente tangible. Y los actores principales se
mueven, increíblemente, tomando decisiones que parecen diseñadas precisamente
para crear mayor incertidumbre y desestabilización. Donald Trump torpedea a la
OTAN, el TLCAN, las corporaciones automotrices; se lanza contra minorías y
mexicanos; se acerca a Rusia, provoca a China, acorrala a México. Y, acá, el
peso y el gobierno se derrumban, la gasolina incendia al país y con todo esto
se impulsa –nada menos que desde el gobierno federal mismo– una movilización
nacional que se enlaza con la que los maestros comenzaron en 2013. Dilapidado
el petróleo, el país depende ahora de remesas y turismo. Pero las primeras
están en la mira del nuevo y antinmigrante presidente estadunidense, y Acapulco
y Cancún son ahora reclamados como propios por el narcotráfico. Desde la
derecha, la única salida que se plantea es la mano dura.
Desde
otra perspectiva, hay que reconocer que estas profundas crisis de sentido
provocan también poderosos y colectivos procesos de conocimiento. Cuando todo
cambia, la mente se transforma y es obligada a pensar más allá de límites y
techos que ahora se diluyen con gran facilidad. Se desplaza al individualismo, el
conocimiento orienta a la acción civil y politiza a todos, rápidamente. La del
pensamiento es la respuesta más importante. El pensamiento crítico es,
precisamente, el que reconoce la crisis y, para sobrevivir, reconoce la
necesidad imperiosa de darle respuesta. Personas, instituciones, acuerdos
políticos, la estructura misma de lo que las constituye se desbarata y exige
una reconstrucción. El gobierno se tambalea, no reconoce ni comprende la
naturaleza y lo profundo del encrespado mar que lo rodea, y como no puede ni
quiere pensar la crisis desde los otros, sus decisiones sólo la agudizan. En la
educación la reforma que busca la eficiencia, la calidad, crea una escuela de
clima agresivo, y la presión de las reformas que exigen estudiantes y maestros
eficientes arrolla a los jóvenes desesperanzados y contribuye a que vean la
efímera notoriedad de la violencia extrema como aceptable salida. A balazos
contra maestra y compañeros, el problematizado adolescente es usado para
silenciar los símbolos del pensamiento y del espacio colectivo.
Sin
embargo, otros lugares educativos, libertarios, los foros de discusión, los
esfuerzos colectivos y autónomos, la prensa independiente (por eso necesitamos
tanto a La Jornada) se convierten en ámbitos de debate y de propuestas.
Expresan la vitalidad de la respuesta humana, la apropiación de un campo –donde
se piensa al país y se decide qué hacer con él– que generalmente le está vedado
a muchos. Pero ahí, en estos espacios, es donde se da con mayor fuerza el
encontronazo entre quienes quieren pensar para sobrevivir y quienes, temerosos,
reprimen. Por eso el educativo es un espacio tan agitado, importante y hoy
contradictorio. Así, en un destello luminoso, casi todos en la Asamblea
Constituyente de la Ciudad de México reconocen inmediata y generosamente que no
se debe aherrojar a una universidad. Hablo por supuesto de la UACM, y
manteniéndola en el artículo 48 de la Constitución prácticamente como una
dependencia gubernamental, y acuerdan situarla en el 13, el lugar perfecto: el
del derecho al conocimiento. Sin embargo, en la redacción alguien introduce el
halo persecutorio y punitivo con que, gracias a la desdichada reforma de la
educación, se ha definido la calidad educativa. Al mismo tiempo, las
universidades del país, sobre todo las públicas y autónomas, incluyendo la de
esta ciudad, se ven ahora sometidas a recortes profundos y colocadas (como las
de Nayarit, Zacatecas, Morelos, y muchas otras junto con la de la Ciudad de
México) en el borde del precipicio o en una situación muy difícil. En el caso
de la UACM, no porque se disminuyan los recursos, sino por la forma en que se
entregan.
Es
precisamente en las lecturas, en las escuelas y universidades donde niños y
jóvenes, más que rodeados de reglamentos y enormes pilas de contenidos a
memorizar, deberían recuperar y tomar como punto de partida, la naturaleza
profundamente dialéctica de la existencia humana y social. Ya en la familia
–como quiera que ésta se conforme– se vive el entrecruce de autoritarismo y
democracia en el complejo tejido de relaciones cotidianas, pero en la escuela y
la universidad, a través del conocimiento diverso y el más concentrado de una
profesión, se trata de dar al pensamiento una dimensión nacional e
internacional, de expandir los horizontes para poder cambiarlos. Porque en
último término, en la manera como se ve al mundo es que éste aparece como de
posible o imposible transformación. Por eso una de las funciones más
importantes de la educación es ver este mundo a partir de muchos mundos, es
decir, desde nuestra naturaleza profundamente colectiva. Porque el
individualismo es una forma poderosa de limitación del pensamiento y de su
poder de transformación. Una sociedad individualizada, como busca la
no-educación imperante, es incapaz de transformarse. Y entonces, los Trumps
presiden.
*
Rector de la UACM