Sofonías 23; 312-13; Salmo 145; 1ª Corintios
126-31; Mateo 51-12
Las tres lecturas de este domingo están llenas de sentido para la
vida del cristiano. De alguna manera buscan reforzar nuestra propia identidad desde
el último sentido de la existencia. Nos ponen delante de Dios para que nos
ubiquemos simplemente en nuestro ser “criaturas”: no somos más que seres
humanos, personas, seres demasiado limitados. Definitivamente no somos “dioses”;
pero, al mismo tiempo, ahí está nuestra altísima dignidad: no seremos dioses,
pero sí somos “hijos de Dios”, llamados a la plenitud de la vida en el banquete
del Reino; y en eso se nos revela la unidad progresiva que existe entre este
mundo y la vida en Dios. Este mundo y el otro, no son realidades inconexas,
separadas, sin ninguna vinculación; el camino es el mismo, aunque el punto de
partida y el de llegada sean diferentes: partimos de esta tierra, pero –al final
de nuestros días- no nos quedamos en ella; sino que vamos “a la Patria
Celestial”, aquella que “ni el ojo vio ni el oído oyó”, como afirmó San Pablo. Sin
poder trasmitir con palabras lo que vivió, sin embargo menciona que fue
arrebatado al Cielo y que lo que está por venir, no se compara para nada con
los posibles sufrimientos que podamos tener en esta tierra.
La primera lectura del Profeta
Sofonías es un rayo de esperanza para la humanidad entera. Las dimensiones
del mal en nuestro mundo sin indescriptibles. La creación entera se ha
entercado en destruir los planes de Dios: guerras, injusticias, muertes, muros,
separaciones, hambre, corrupción, impunidad, etc., etc. Ocho familias poseen la
riqueza que tiene la mitad de la humanidad. Por eso el narco, la violencia, los
secuestros, la tortura…
Pero el mensaje de Sofonías
es que a pesar del mal en el mundo, siempre hay un pequeño grupo, “un puñado de
gente pobre y humilde” que cumple los mandatos de Dios; y que al hacer eso nos
redime. Cuando una pobre viuda –como la del Evangelio- es capaz de dar todo lo
que tenía, ella nos está redimiendo, pues su acto es la muestra de que no todo
está perdido; que en la humanidad también hay personas que cumplen a cabalidad
el deseo de Dios de vivir la generosidad, la bondad, la entrega, el amor, hasta
el extremo. En esa persona –y en tantas otras que existen- la humanidad
demuestra que no sólo es posible sino que sí se puede cumplir la voluntad del
Padre que está en los Cielos.
“Busquen al Señor –dice el
Profeta-, ustedes los humildes de la tierra, los que cumplen los mandamientos
de Dios. Busquen la justicia, la humildad… Este resto de Israel confiará en el
Señor; no cometerá maldades ni dirá mentiras… Permanecerán tranquilos y descansarán,
sino que nadie los moleste”. A pesar de todo el mal en el mundo, siempre
habrá personas que nos abren a la esperanza.
Quizá lo fundamental –como señala la 2ª lectura- es caer en la cuenta que por más cualidades, recursos, éxitos
que tengamos, no somos más que criaturas, realidades creadas: ni siquiera nos
dimos la existencia que tenemos; la recibimos. San Pablo nos devela una verdad profundísima: no son los poderosos,
los sabios, los nobles, los que pueden responder realmente a Dios; pues ellos
están satisfechos; no lo necesitan; se sienten que ha sido por ellos lo que han
conseguido, lo que tienen. Pero esos no tienen cabida en el banquete del Reino,
porque simplemente se excluyen.
Los que ha llamado Dios –de acuerdo a Pablo- han sido los ignorantes, los débiles, los insignificantes, los
despreciados, los que no valen nada, “para reducir a la nada a los que valen”. ¿Por
qué? Porque ellos no tienen esas telarañas que les impiden acercarse al
verdadero Dios, y no a los ídolos que sirven en la religión que los poderosos
han hecho a su medida. Primero sirven a sus intereses; y luego, a ese “dios”
que nada tiene que ver con el Padre de Jesús, preocupado por los pobres y
excluidos, porque en su dolor y sufrimiento está fracasando el destino de la
humanidad.
La conclusión de Pablo
nos devuelve a la “identidad cristiana”: si somos algo, es por Dios; “de manera –nos dice- que nadie pueda presumir delante de Dios”.
Cuando presumimos, nos ponemos al tú por tú con Dios y automáticamente nos
separamos de Él; por eso, aunque llamados, nos podemos quedar fuera del Reino. Dios
nos ha “injertado en Cristo”, y sólo
así, desde esta nuestra identidad, podremos responder a la invitación que el
Padre nos hace.
Finalmente, el texto de Mateo sobre las bienaventuranzas –que ya
conocemos- nos revela que en esta vida, los pobres, los que tienen hambre y sed
de justicia, los que construyen la paz, los misericordiosos, los perseguidos por
causa de la justicia, son los que poseerán la tierra y su premio será grande en
los cielos. Por eso –dice el Evangelista- “alégrense
y salten de contento”.
La gran vedad, entonces, es no hay solución de continuidad entre
nuestra tierra y el cielo. Comenzamos la vida aquí, pero la plenificamos en el
banquete del Reino con Dios, nuestro Padre, con Jesús y su Espíritu. Hay una
conexión radical entre este mundo y el otro; aunque el gran reto de cada uno es
no perder el horizonte; no embelesarnos con lo que hoy tenemos o disfrutamos. Estamos
de paso y lo mejor está por venir.