domingo, 29 de enero de 2017

4° domingo del Tiempo Ordinario; 29 de enero del 2017; Homilía FFF

Sofonías 23; 312-13; Salmo 145; 1ª Corintios 126-31; Mateo 51-12

Las tres lecturas de este domingo están llenas de sentido para la vida del cristiano. De alguna manera buscan reforzar nuestra propia identidad desde el último sentido de la existencia. Nos ponen delante de Dios para que nos ubiquemos simplemente en nuestro ser “criaturas”: no somos más que seres humanos, personas, seres demasiado limitados. Definitivamente no somos “dioses”; pero, al mismo tiempo, ahí está nuestra altísima dignidad: no seremos dioses, pero sí somos “hijos de Dios”, llamados a la plenitud de la vida en el banquete del Reino; y en eso se nos revela la unidad progresiva que existe entre este mundo y la vida en Dios. Este mundo y el otro, no son realidades inconexas, separadas, sin ninguna vinculación; el camino es el mismo, aunque el punto de partida y el de llegada sean diferentes: partimos de esta tierra, pero –al final de nuestros días- no nos quedamos en ella; sino que vamos “a la Patria Celestial”, aquella que “ni el ojo vio ni el oído oyó”, como afirmó San Pablo. Sin poder trasmitir con palabras lo que vivió, sin embargo menciona que fue arrebatado al Cielo y que lo que está por venir, no se compara para nada con los posibles sufrimientos que podamos tener en esta tierra.
La primera lectura del Profeta Sofonías es un rayo de esperanza para la humanidad entera. Las dimensiones del mal en nuestro mundo sin indescriptibles. La creación entera se ha entercado en destruir los planes de Dios: guerras, injusticias, muertes, muros, separaciones, hambre, corrupción, impunidad, etc., etc. Ocho familias poseen la riqueza que tiene la mitad de la humanidad. Por eso el narco, la violencia, los secuestros, la tortura…
Pero el mensaje de Sofonías es que a pesar del mal en el mundo, siempre hay un pequeño grupo, “un puñado de gente pobre y humilde” que cumple los mandatos de Dios; y que al hacer eso nos redime. Cuando una pobre viuda –como la del Evangelio- es capaz de dar todo lo que tenía, ella nos está redimiendo, pues su acto es la muestra de que no todo está perdido; que en la humanidad también hay personas que cumplen a cabalidad el deseo de Dios de vivir la generosidad, la bondad, la entrega, el amor, hasta el extremo. En esa persona –y en tantas otras que existen- la humanidad demuestra que no sólo es posible sino que sí se puede cumplir la voluntad del Padre que está en los Cielos.
Busquen al Señor –dice el Profeta-, ustedes los humildes de la tierra, los que cumplen los mandamientos de Dios. Busquen la justicia, la humildad… Este resto de Israel confiará en el Señor; no cometerá maldades ni dirá mentiras… Permanecerán tranquilos y descansarán, sino que nadie los moleste”. A pesar de todo el mal en el mundo, siempre habrá personas que nos abren a la esperanza.
Quizá lo fundamental –como señala la 2ª lectura- es caer en la cuenta que por más cualidades, recursos, éxitos que tengamos, no somos más que criaturas, realidades creadas: ni siquiera nos dimos la existencia que tenemos; la recibimos. San Pablo nos devela una verdad profundísima: no son los poderosos, los sabios, los nobles, los que pueden responder realmente a Dios; pues ellos están satisfechos; no lo necesitan; se sienten que ha sido por ellos lo que han conseguido, lo que tienen. Pero esos no tienen cabida en el banquete del Reino, porque simplemente se excluyen.
Los que ha llamado Dios –de acuerdo a Pablo- han sido los ignorantes, los débiles, los insignificantes, los despreciados, los que no valen nada, “para reducir a la nada a los que valen”. ¿Por qué? Porque ellos no tienen esas telarañas que les impiden acercarse al verdadero Dios, y no a los ídolos que sirven en la religión que los poderosos han hecho a su medida. Primero sirven a sus intereses; y luego, a ese “dios” que nada tiene que ver con el Padre de Jesús, preocupado por los pobres y excluidos, porque en su dolor y sufrimiento está fracasando el destino de la humanidad.
La conclusión de Pablo nos devuelve a la “identidad cristiana”: si somos algo, es por Dios; “de manera –nos dice- que nadie pueda presumir delante de Dios”. Cuando presumimos, nos ponemos al tú por tú con Dios y automáticamente nos separamos de Él; por eso, aunque llamados, nos podemos quedar fuera del Reino. Dios nos ha “injertado en Cristo”, y sólo así, desde esta nuestra identidad, podremos responder a la invitación que el Padre nos hace.
Finalmente, el texto de Mateo sobre las bienaventuranzas –que ya conocemos- nos revela que en esta vida, los pobres, los que tienen hambre y sed de justicia, los que construyen la paz, los misericordiosos, los perseguidos por causa de la justicia, son los que poseerán la tierra y su premio será grande en los cielos. Por eso –dice el Evangelista- “alégrense y salten de contento”.

La gran vedad, entonces, es no hay solución de continuidad entre nuestra tierra y el cielo. Comenzamos la vida aquí, pero la plenificamos en el banquete del Reino con Dios, nuestro Padre, con Jesús y su Espíritu. Hay una conexión radical entre este mundo y el otro; aunque el gran reto de cada uno es no perder el horizonte; no embelesarnos con lo que hoy tenemos o disfrutamos. Estamos de paso y lo mejor está por venir.