domingo, 5 de agosto de 2018

18° dom. Ordinario; 5 Agosto 2018; Fdo,. Fdz. Font, sj


Éxodo 162-4, 12-15; Salmo 77; Efesios 417. 20-24; Juan 624-35

Tanto la lectura del libro del Éxodo como la del Evangelio de Juan tocan el mismo tema: la difícil cuestión de comprender a Dios y la forma como actúa, contrapuesto a las imágenes que el hombre tiene de Él y las expectativas sobre su actuación en favor del ser humano. En ambas narraciones se trata de la intervención de Dios –o en el Nuevo Testamento, de Jesús-, para saciar el hambre del pueblo a través del milagro de los panes y las codornices o los pescados.
En la primera lectura del Éxodo, Moisés, en el desierto camino a la liberación del Pueblo hebreo, se topa con el rechazo que ellos expresan, al no tener qué comer en una situación tremendamente dura al estar en medio del desierto y sentirse que van a la muerte. La reacción del pueblo, no es tan criticable. Ellos caminan y caminan, pero pasan los años y no llegan a la tierra prometida; el camino se ha hecho largo, cansado, tedioso y, sobre todo, desesperante, pues ya no tienen qué comer. Su queja es justa: “Ojalá hubiéramos muerto a manos del Señor en Egipto, cuando nos sentábamos junto a las ollas de carne y comíamos pan hasta saciarnos”. Su convicción es que ahora también van a morir, pero después de un sacrificio insoportable y sin haber conseguido la realización de la Promesa divina.
En el Evangelio de Juan, la situación es quizá más frustrante y con menos esperanza: los judíos ya han conquistado la tierra prometida, pero todos aquellos que siguen a Jesús, que se han entusiasmado con su Palabra, que han visto sus milagros y que ahora ven colmada su hambre con el milagro de la multiplicación de los panes y los pescados, siguen viviendo en una situación de esclavitud y miseria, de injusticia y desigualdad social, que pone en duda el cumplimiento de las Promesas de Yahvé. Ahora ya no son los egipcios sus dominadores, sino los romanos; para el caso es lo mismo; pero aumentado con la diferencia de clases y de beneficios, dentro del mismo “pueblo elegido”, entre la casta sacerdotal y sus lujosas residencias, y la inmensa mayoría del pueblo judío a quienes Jesús se dirigió en primera instancia.
            En esta escena que narra Juan, Jesús descubre –al igual que Moisés- que la gente no ha dado el brinco a la comprensión de un Dios diferente, de un Dios cuya libertad no puede ser puesta en cuestión con el chantaje del hambre y el sufrimiento de las personas. Los que se han alimentado se muestran incapaces de leer los acontecimientos en un plano diferente; no pueden trascender lo inmediato para comprender lo que está más allá de la misma multiplicación de la comida. Para Jesús, el milagro es algo que va más allá de saciar el hambre de la gente en un momento determinado; el milagro es un “signo” que habla de una manera diferente de plantearse la vida y la relación con su Dios. Buscan a Jesús no por Él, sino porque han comido. No caen en la cuenta que en Jesús se está realizando la presencia de un Dios que actúa a favor de los pobres y marginados, a fin de que ellos mismos realicen –como algo que dirá Jesús a sus discípulos- “las mismas obras del Padre”. Así como ellos han saciado su hambre, ahora ellos tendrán que ayudarse para saciar el hambre de los demás. El milagro sólo es signo del poder de Dios que está a favor de los pobres, para que experimenten que Él no los ha abandonado, para que crean en Él; pero que requiere de su compromiso y trabajo para lograr lo que Dios quiere: la liberación de sus hijos. Podemos decir que el signo es que ahora ellos son invitados a comprometerse y a hacer lo mismo que hizo Jesús: si en ese momento ellos fueron beneficiados con el milagro, es sólo para que vean que con la intervención comprometida de Dios, también ellos podrán recuperar la promesa de una vida plena, libre, justa, siempre y cuando se comprometan como los otros actores que Dios necesita para que la liberación y la plenitud lleguen al Pueblo.
Siempre  la tentación es mirar al pasado; es añorar “los ajos y cebollas de Egipto”, pues parece que siempre le dejamos todo a Dios. Como señala la introducción a las lecturas de este domingo, “Yahvé libera, pero el camino de la libertad requiere de un compromiso constante y de una arduo trabajo personal y comunitario con responsabilidad: implica renuncias e incertidumbres: la verdadera libertad se construyen con base en los ideales y mirando al futuro. Una falsa esperanza y una equivocada imagen de Dios dan por resultado… una fe estéril”.
San Pablo en la segunda lectura nos invita justo a transformar nuestras vidas: hay que “abandonar (nuestro) antiguo modo de vivir –nos dice-, ese viejo yo corrompido por deseos de placer”. Es decir, no podemos seguir siendo sujetos pasivos en la transformación de las condiciones injustas en las que vivimos y esperando que del cielo nos caiga la solución a los problemas. La base de nuestra confianza –según afirma Pablo por su propia experiencia- es la invitación a dejar que “el Espíritu renueve (nuestra) mente y (nos revistamos) del nuevo yo, creado a imagen de Dios, en la justicia y en la santidad de la verdad”.
Asumir nuestra propia responsabilidad basada en la absoluta confianza en el Dios de Jesús que busca nuestra liberación, es la gran invitación que hoy nos hacen las lecturas.