domingo, 26 de agosto de 2018

21° dom. Ordinario; Ag 26 '18; FFF


Josué 241-2. 15-17. 18; Salmo 33; Efesios 521-32; Juan 655. 60-69

La lucha por la liberación y el seguimiento del Señor Jesús son temas que implican una gran constancia y ánimo a lo largo de la vida. La tentación del desaliento, la “comodidad” de una esclavitud “confortable” (como la de los judíos en Egipto) o la atracción de una religión cuya esencia es cumplir la ley y realizar los ritos sagrados (los judíos en Jerusalén), siempre están a la vuelta de la esquina. Situación que sin duda alude a la cuestión de la honestidad y coherencia de nosotros los humanos, con los principios y bases que nos van llevando día tras día a una mayor realización personal, a sostener las convicciones más profundas, a luchar siempre por ser personas auténticas, libres, sensibles ante el dolor del prójimo, comprometidas con la sociedad en la que vivimos. El tema de la constancia, la lucha por el ideal, la fe en que sí se puede lograr lo que pretendemos, son cuestiones inherentes al ser humano en su proceso de realización a lo largo de toda la vida, ante las que siempre hemos de definirnos.
En la primera lectura, Josué interpela al pueblo hebreo, pues cada día son más las traiciones que van cometiendo contra el proyecto que Dios ha destinado para ellos. De una manera contundente, los cuestiona diciéndoles: “Si no les agrada servir al Señor, digan aquí y ahora a quién quieren servir: ¿a los dioses a los que sirvieron sus antepasados…, o a los dioses de los amorreos? Josué, al igual que Moisés y al igual que el mismo Yahvé a quien representan, están ya cansados de tanta inconstancia y traición. Es increíble que a pesar de tantos signos maravillosos que Dios ha realizado a lo largo de su lucha por la liberación, sigan dudando y realizando traiciones, como las de adorar a los dioses de los pueblos vecinos.
Yahvé pide una fe inquebrantable en Él como el único Señor; pide una confianza absoluta de que el camino que llevan es el único que lleva a la verdadera liberación; pero el pueblo no termina de creer; duda con demasiada frecuencia; y no sólo eso; también actúan en contra de los mandamientos que han recibido: adoran a otros dioses, construyen altares, les ofrecen sacrificios.
Sin embargo, una vez más, el pueblo reacciona y responde positivamente diciendo que no abandonarán al Señor “para servir a otros dioses, porque el Señor es nuestro Dios”. Y esa respuesta que, de alguna manera esperaba Josué, surge cuando recuerdan el hecho fundamental con el que Yahvé se manifestó como tal: “él fue quien nos sacó de la esclavitud de Egipto, el que hizo ante nosotros grandes prodigios, nos protegió por todo el camino… Así también nosotros serviremos al Señor, porque Él es nuestro Dios”.
La fe vuelve al Pueblo cuando trae a la memoria lo que Dios ha hecho por ellos. El problema de la fe y de la perseverancia en la lucha por la liberación, en el poner a Dios como el único Señor, es no olvidar lo que a lo largo de la vida Él ha ido haciendo por nosotros. Es la memoria, la recuperación de la acción de Dios en nuestras vidas, el tener delante de los ojos todos esos hechos con los que Dios se ha manifestado como tal en favor de nosotros, lo que nos permite sostener el paso y afincar más nuestra confianza y fe en su proyecto. Las circunstancias del camino son desalentadoras, la lucha por conseguir lo que el mismo Dios quiere para nosotros, es un largo camino que implica no perder la fe y nunca dejar de luchar; sin embargo, si nos olvidamos del pasado, podríamos decir, de la historia de amor de Dios para con nosotros, entonces no tendremos fuerzas para seguir hasta el fin.
Juan, en el evangelio de este domingo, nos relata algo parecido. Jesús, cada día está siendo más exigente con sus seguidores, hasta llegar a afirmar abiertamente que su lucha será hasta el final, hasta dar su cuerpo y su sangre como prueba de que su amor llegaría hasta el fin, sin claudicar ante las amenazas de muerte que ya había recibido. La lucha por la liberación, el seguimiento de Jesús, lo piden todo; pero entonces, los judíos vuelven a lo mismo. Es más fácil quedarse en una religión ritualista centrada en el templo, que comprometerse con una experiencia de fe que implica la lucha por liberar a todos los hermanos de la pobreza y la exclusión, y que puede llevar y que a Jesús lo llevó hasta la muerte.
Por eso, al escuchar que el cuerpo de Jesús será verdadera comida y su sangre verdadera bebida, los judíos no quieren trascender el simbolismo, no quieren aceptar una propuesta de fe que los lleva más allá de la comodidad en la que se encuentran con una religión a su medida, para comprometerse en la lucha por el Reino; y lo abandonan.
Ante eso, Jesús les hace a sus discípulos la siguiente pregunta que es prácticamente la misma que hizo Josué a su pueblo: “¿También Uds. quieren dejarme?”. No es para nada fácil seguirlo, acompañarlo en su proyecto del Reino, que implica una defensa de la vida de los hijos de Dios hasta la muerte, como Jesús lo estaba viviendo. De nuevo, es Pedro quien sale al frente con toda claridad a partir de la memoria de lo que su Maestro había ido haciendo por ellos y con ellos, y así responde: “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna; y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios”.
Seguir al Señor Jesús y realizar su proyecto implica una radicalidad absoluta; no se puede, como el pueblo de Israel, caminar y dejar de caminar, creer y dejar de hacerlo, reconocer a Yahvé como el Dios verdadero y luego cambiarlo por los dioses, por los ídolos de los pueblos vecinos. Sin embargo, es la memoria de lo que Dios ha hecho en el camino de nuestras vidas, es el reconocimiento de que de verdad Dios ha estado con nosotros y nos ha dado “palabras de vida eterna”, lo que nos hace permanecer en el camino.
De la misma forma, hoy el Señor Jesus nos hace la misma pregunta: “¿También Uds. quieren dejarme?”. Pidamos la ayudar del Señor, para que, a partir de la historia de amor que Dios ha tenido con cada uno de nosotros, podamos –como Jesús- entregar nuestra vida hasta el final comprometidos con la causa por la que Él mismo dio la vida.