Libro de los Reyes 194-8;
Salmo 33; Efesios 430-52; Juan 641-51
El trasfondo de las lecturas de este domingo resalta claramente la
necesidad de abrirnos a la nueva vida que Dios nos ofrece en Jesús, por medio
de su Espíritu. La gran tentación a la que estamos expuestos cada día es a
vivir “como si no hubiera mañana”. Nos envuelven las necesidades de cada día;
las experiencias tanto negativas como positivas; las angustias y tristezas que
se nos presentan, aunque también los gozos y las alegrías. Pero todo eso nos
hace, de alguna manera, vivir sólo para el presente, para lo que vemos y
tocamos, para lo que necesitamos básicamente en esta vida.
Pero de pronto, las lecturas del domingo nos detienen en seco y
nos invitan a repensar nuestra vida; a preguntarnos a dónde vamos, qué buscamos
realmente. Como si saliera una mano que se nos pone en el pecho y nos dice: “Detente. ¿A dónde vas?” Y ahí surge la
invitación a preguntarnos, en última instancia, por el sentido de nuestra vida,
a hacernos todas las preguntas necesarias que nos permitan descubrir lo esencial
de nuestra existencia; el para qué definitivo. Tanto la historia de la teología
como de la filosofía, al igual que la historia del arte y la literatura,
retoman el tema de la contraposición entre lo verdadero y lo aparente; lo verdaderamente
esencial y lo superficial; entre lo eterno que ya comienza en nuestra vida y lo
caduco, limitado y finito, que sólo es el vehículo para abordar el verdadero
viaje. La vida es como un pequeño bote que nos sirve para llegar a la otra
orilla; es sólo el vehículo, el instrumento, el medio; pero no el fin, como diría
San Ignacio. Quedarnos sólo en lo material, en lo que vemos y tocamos, en lo
que palpamos y disfrutamos, nos impide realizar el verdadero fin al que estamos
llamados. El gran fracaso de nuestra vida sería quedarnos con el bote y no llegar
a la otra orilla. Eso diría San Ignacio, es la seducción de esta vida.
Pero, como con Elías en la
Primera Lectura, el camino es largo y, en ratos, sumamente difícil y
austero. La misión que Yahvé le había encomendado, como profeta auténtico de su
pueblo, no era nada fácil; pues tarde o temprano la desobediencia del pueblo
ganaba y la mayoría de los profetas terminaban asesinados por aquellos a quienes
intentaban servir transmitiendo los deseos de Dios, su exhortación a no cambiarlo
por otros dioses; a vivir los mandamientos actuando rectamente, sin realizar
las prácticas abominables de los pueblos vecinos.
Elías se siente fracasado; el pueblo no responde y él ya no tiene
fuerzas para seguir con la misión que Yahvé le había encomendado. Por eso huye
al desierto y no desea otra cosa que morir; ha fracasado; ya no puede seguir
adelante, como tantas veces nos pasa. Pero lo maravilloso, es que el Ángel del
Señor no lo abandona. Se le acerca, lo llama y lo alimenta, para que siga
adelante. La fuerza de Dios aparece en los momentos de mayor debilidad; quizá
para que más claramente caigamos en la cuenta de su presencia, de la necesidad
que tenemos de Él. Quizá Elías se lanza hacia la muerte, porque confió sólo en
sus fuerzas; porque perdió la visión de futuro; porque quedó atrapado en una
misión que creía era sólo de él. Dios no lo abandona y lo sostiene para que
siga adelante.
En el evangelio, Juan nos transmite la
lucha de Jesús con los judíos para que justamente pudieran entender que hay
otro tipo de pan, otro tipo de alimento, otra forma de vida, la verdadera, que
se entrecruza con la vida ordinaria; pero que fácilmente perdemos, que puede
pasar desapercibida, a pesar de los mil signos que Dios nos pone delante de los
ojos. Los judíos no pueden aceptar ni que Jesús haya bajado del cielo –como lo
afirma- ni que sea “el pan de la vida”. Jesús juega con el alimento que es la
fuente de la vida orgánica; pero Él va más allá. No sólo alimenta lo que
fortalece el cuerpo; también alimenta lo que fortalece al espíritu; y lo más
importante, lo verdaderamente trascendental, es que el alimento material sólo
es el vehículo para acceder al alimento espiritual. Si no tuviéramos vida biológica,
no podríamos llegar a la verdadera vida que Jesús nos ofrece y que es Él mismo,
como enviado del Padre. La tentación es quedarnos sólo con el primer alimento.
De nosotros, pues, dependerá cómo queramos vivir y hasta dónde con
la vida que vamos viviendo. Jesús se ofrece como verdadero alimento; la cuestión
es si así lo percibimos; si aceptamos la invitación que nos hace y si queremos
radicalizar nuestra vida hasta llegar a la vida verdadera.
Finalmente, Pablo, en
una invitación sumamente humana, integrada a nuestra vida, nos exhorta a no
causarle “tristeza al Espíritu Santo”.
Es tal la sintonía que Pablo tiene con Dios, que pone al Espíritu como a
Alguien que está en interacción con nosotros, al que nuestras acciones pueden
modificar sus sentimientos. Pero, ¿qué entristece al Espíritu? Simplemente, la
maldad entre los seres humanos: lo que daña al otro, daña al Espíritu. No hay más.
¿Qué alegra al Espíritu? El ser buenos y comprensivos como Dios. Punto.
“Imiten, pues, a Dios –nos
dice Pablo- como hijos queridos. Vivan
amando como Cristo, que nos amó y se entregó por nosotros”.