¿Camino al pupitre?
Que haya más lugares para que muchos más, o todos sin excepción,
tengan oportunidad de asistir a una institución de educación superior, es una
propuesta tan importante que debe ser considerada sin eludir la complejidad que
implica. En primer lugar, es preciso delimitar lo que hay que entender por
educación superior y, en su caso, innovar en lo que esta aspiración conlleva.
No es lo mismo asegurar un sitio en instituciones cuyo único
n es la obtención de un certificado profesional, a ensanchar el acceso a
espacios donde el contacto con la cultura, el conocimiento y el diálogo con
otros que conduce al ejercicio de la crítica y la creatividad sea lo
prioritario, dejando para después, o relacionando en paralelo, la formación
especializada en una zona específica del saber humano.
En el primer caso, estamos frente a una educación superior
que se agota en adiestrar y emite un diploma para concurrir al mercado laboral;
en el segundo, ante un proyecto formativo amplio que sin dejar de considerar el
valor de cambio de los grados académicos en el trabajo, lleva consigo, como
base, una experiencia intelectual que, dada la desigualdad en el país, es ajena
para la mayoría de los jóvenes que tocarán a la puerta: el sistema educativo en
su conjunto, sobre todo las universidades, son para ellos la opción de
apropiarse no solo, ni quizá principalmente, de un conocimiento especializado,
sino del enriquecimiento que otorgan la lectura compartida, el cine, la
redacción de un cuento, el diálogo con otros sobre la historia, el silencio con
el que se aprecia una orquesta o se viaja, sin movernos, ante la danza o el
teatro.
Lo decía con mucha precisión Roberto Varela, maestro de
tantos: la función más importante de la universidad es contribuir “a la
generación de personas cultas de y en su tiempo”.
El gobierno que se prepara para asumir la conducción del
país el próximo diciembre, se ha propuesto que —en el plazo más corto posible—
no haya ninguna joven o muchacho rechazado si quiere ingresar a la educación
superior. Si se trata de multiplicar instalaciones, salones y pupitres de tal
manera que el acceso sea a un mesabanco, la lista de asistencia y las
estadísticas oficiales, esto es, sin poder asegurar una experiencia cultural e
intelectual que haga posible el crecimiento de cada estudiante, es
relativamente trivial lograrlo. Se requiere, fundamentalmente, dinero.
Y ya nos sabemos ese cuento, pues las autoridades
educativas, actuales y previas, han sido generosas en este tipo de simulación,
a la que no le viene nunca mal el manejo sin escrúpulos de las cifras con el n
de conseguir metas aparentes, y por medio de la publicidad (también comprable
con pesos y centavos: millones) hacer pasar, en los medios y por todos los
medios, esta maniobra como la realidad. Si, por el contrario, de lo que se
trata es ampliar las opciones de formación con cimientos fuertes, y en espacios
ricos en alternativas de desarrollo humano y profesional, no basta el acceso a
las sillas y corredores de decenas de nuevas escuelas.
Será preciso, con menor prisa pero más hondura, construir
esos ambientes que requieren recursos, sin duda, pero que en un proyecto
educativo sólido, resultan ser, si se vale decir, lo más “barato”, en
comparación con el costo y la paciencia para engarzar los diversos elementos
que, al relacionarse, crean la maravilla de hacer posible un lugar donde la
formación sea el eje y el horizonte que conduzca al mercado, sí, pero sobre
todo al enriquecimiento de la vida de cada uno de sus habitantes. Como dice la
canción cubana, en este como en otros temas, “no dejes camino por coger la
vereda”. Cuesta más, lleva tiempo, no rinde políticamente tan pronto. Es
cierto. Ir más allá del pupitre es lo que se necesita, y hay que empezar a
organizarlo pronto. Urge.