domingo, 10 de agosto de 2014

19° domingo Ordinario 10 de agosto del 2014

1 Reyes 199, 11-13; Salmo 84; Romanos 91-5; Mateo 1422-33

Las lecturas de este domingo se enmarcan justo en el contexto que también nosotros vivimos, parecido al de los Discípulos en la barca. Muchos elementos están presentes en los textos, de forma que conviene recuperarlos.
Comencemos con el antecedente. Jesús va a la otra orilla, porque quiere apartarse lleno de tristeza y desconcierto por el asesinato de Juan el Bautista. Sin embargo, la multitud no lo toma en consideración. Ella busca sus intereses: sanar enfermos, ser curados, liberarse de malos espíritus... Jesús no los rechaza; los atiende por encima de su dolor y tristeza y hasta se compadece de ellos, pues les da de comer.
La gente no comprende el “signo”; tienen el corazón cerrado; no pueden trascender y entender que detrás de lo que ellos reciben, el Reino se está manifestando y que Dios está cumpliendo sus promesas: ha llegado el verdadero Mesías, el salvador del mundo. Por no entender, entonces lo quieren hacer Rey; Jesús siente la tentación del poder, de un mesianismo “moderado”, de una solución al alcance de la mano, pues la multitud ya se le ha entregado; pero no cae. Desesperado, despide a la gente y obliga a los discípulos a irse a la otra orilla. Jesús tiene prisa. ¿De qué? De refugiarse en su Padre; de ser sostenido por el Espíritu; de no caer en la tentación. Se pasa la noche orando.
En la madrugada va hacia la barca azotada por los vientos, a punto de hundirse. Jesús necesita forzar las cosas. Hasta ahora se da cuenta que la gente lo sigue porque les dio de comer; no han captado la presencia mesiánica. ¿Pasará lo mismo con los 12? ¿Habrán entendido algo más?
Jesús los prueba; acelera las contradicciones para medir su fe. El Reino está inmerso en una lucha permanente; no es fácil dar el brinco a la fe en medio de la ambigüedad y fracasos de la vida. Los deja solos toda  la noche, mientras Él ora. Parece ironía: ellos ahogándose y Jesús, tranquilo, orando con su Padre y el Espíritu. Ellos no pueden más; la barca está a punto de naufragar y, Jesús, que podría ayudarles, ha desaparecido.
A Jesús no le basta lo que hasta ese momento los discípulos sufren; acelera la contradicción. En lugar de aparecerse en la barca y apaciguar al viento y al mar, se les aparece caminando a unos metros de la barca, sobre el mar encrespado, justo brillando en la noche como un fantasma. Si el  miedo era grande en ellos, ahora se multiplica.
Pedro, el impulsivo, duda; pero su amor y cercanía por Jesús lo hacen creer. Le pone una prueba a Jesús, y Él la acepta: “Si tú eres, mándame ir a ti”. Jesús no lo recrimina por la condición. Simplemente le dice: “Ven”. Pedro, sobrepasa su temor, se baja de la barca, avanza caminando sobre el mar encrespado y azotado por el viento, con los ojos puestos en Jesús. Pero, cuando aparta su mirada de Él, cuando se fija en el gran peligro en el que está y mira sólo a sus fuerzas, entonces se hunde. Jesús lo salva; suben a la barca; el mar se calma.
Lo mismo podemos decir que vivimos nosotros: un contexto de guerras, violencia, inequidad, corrupción, enfermedades, muerte.  No hay para dónde hacerse: ni gobierno, ni partidos políticos, ni grupos sociales, ni ciudadanos comprometidos. La pobreza galopa; los privilegios de unos cuantos se multiplican. ¿Dónde está Dios? ¿Dónde la justicia, el Reino, la utopía de una sociedad de hermanos, como la describió Isaías, en la que la serpiente podía convivir con un niño, y el lobo con el cordero?
Elías, en la primera lectura, está igual. Desesperado por el fracaso de su profetismo se encierra en una cueva, pues prefiere morir; ya no tiene fuerzas para seguir con la elección de Dios. Sin embargo, Dios no lo deja: lo obliga a salir de la cueva para que esté atento para cuando el Señor pase. De manera distinta al evangelio, Dios no estará ni en la tormenta, ni en los vientos, ni el fuego; sino en el murmullo de la brisa suave. Entonces, Elías sale, se encuentra con su Dios, y recobra las fuerzas para cumplir su  misión.
¿Hoy dónde está Dios? ¿Dónde lo estamos encontrando? Como diría León Felipe, ese gran poeta español, “para cada uno, Dios tiene un rayo de sol”. ¿Cuál es el mío? La gran invitación de este domingo es a salir de la cueva, a no dejarnos hundir por el miedo que nos significa el contexto en el que vivimos, a no detenernos en la lucha  por el Reino; a no renunciar a nuestro compromiso por disminuir tanto dolor y sufrimiento que hoy agobian al mundo.
Particularmente tendríamos que discernir cuáles son los vientos que nos golpean y más nos desaniman; cómo nos ha sostenido el Señor, en los momentos de más desesperanza; qué palabras del evangelio me han animado y me han ayudado relativizar mis miedos y desánimos.

Sólo quien no deja de tener la vista puesta en Jesús, podrá seguir adelante en el Proyecto del Reino; si nos vemos a nosotros mismos, si confiamos sólo en nuestras propias fuerzas, no iremos muy lejos. Salgamos de la cueva, porque  el Señor va a pasar y quiere fortalecer nuestro corazón para continuar el camino.