1 Reyes 199, 11-13; Salmo 84; Romanos 91-5;
Mateo 1422-33
Las lecturas de este domingo se enmarcan justo en el contexto que también
nosotros vivimos, parecido al de los Discípulos en la barca. Muchos elementos
están presentes en los textos, de forma que conviene recuperarlos.
Comencemos con el antecedente. Jesús va a la otra orilla, porque quiere
apartarse lleno de tristeza y desconcierto por el asesinato de Juan el
Bautista. Sin embargo, la multitud no lo toma en consideración. Ella busca sus
intereses: sanar enfermos, ser curados, liberarse de malos espíritus... Jesús no
los rechaza; los atiende por encima de su dolor y tristeza y hasta se compadece
de ellos, pues les da de comer.
La gente no comprende el “signo”; tienen el corazón cerrado; no pueden
trascender y entender que detrás de lo que ellos reciben, el Reino se está
manifestando y que Dios está cumpliendo sus promesas: ha llegado el verdadero
Mesías, el salvador del mundo. Por no entender, entonces lo quieren hacer Rey; Jesús
siente la tentación del poder, de un mesianismo “moderado”, de una solución al
alcance de la mano, pues la multitud ya se le ha entregado; pero no cae. Desesperado,
despide a la gente y obliga a los discípulos a irse a la otra orilla. Jesús tiene
prisa. ¿De qué? De refugiarse en su Padre; de ser sostenido por el Espíritu; de
no caer en la tentación. Se pasa la noche orando.
En la madrugada va hacia la barca azotada por los vientos, a punto de
hundirse. Jesús necesita forzar las cosas. Hasta ahora se da cuenta que la
gente lo sigue porque les dio de comer; no han captado la presencia mesiánica. ¿Pasará
lo mismo con los 12? ¿Habrán entendido algo más?
Jesús los prueba; acelera las contradicciones para medir su fe. El Reino
está inmerso en una lucha permanente; no es fácil dar el brinco a la fe en
medio de la ambigüedad y fracasos de la vida. Los deja solos toda la noche, mientras Él ora. Parece ironía:
ellos ahogándose y Jesús, tranquilo, orando con su Padre y el Espíritu. Ellos
no pueden más; la barca está a punto de naufragar y, Jesús, que podría
ayudarles, ha desaparecido.
A Jesús no le basta lo que hasta ese momento los discípulos sufren;
acelera la contradicción. En lugar de aparecerse en la barca y apaciguar al
viento y al mar, se les aparece caminando a unos metros de la barca, sobre el
mar encrespado, justo brillando en la noche como un fantasma. Si el miedo era grande en ellos, ahora se
multiplica.
Pedro, el impulsivo, duda; pero su amor y cercanía por Jesús lo hacen
creer. Le pone una prueba a Jesús, y Él la acepta: “Si tú eres, mándame ir a ti”.
Jesús no lo recrimina por la condición. Simplemente le dice: “Ven”. Pedro,
sobrepasa su temor, se baja de la barca, avanza caminando sobre el mar
encrespado y azotado por el viento, con los ojos puestos en Jesús. Pero, cuando
aparta su mirada de Él, cuando se fija en el gran peligro en el que está y mira
sólo a sus fuerzas, entonces se hunde. Jesús lo salva; suben a la barca; el mar
se calma.
Lo mismo podemos decir que vivimos nosotros: un contexto de guerras,
violencia, inequidad, corrupción, enfermedades, muerte. No hay para dónde hacerse: ni gobierno, ni
partidos políticos, ni grupos sociales, ni ciudadanos comprometidos. La pobreza
galopa; los privilegios de unos cuantos se multiplican. ¿Dónde está Dios? ¿Dónde
la justicia, el Reino, la utopía de una sociedad de hermanos, como la describió
Isaías, en la que la serpiente podía convivir con un niño, y el lobo con el
cordero?
Elías, en la primera lectura, está igual. Desesperado por el fracaso de
su profetismo se encierra en una cueva, pues prefiere morir; ya no tiene
fuerzas para seguir con la elección de Dios. Sin embargo, Dios no lo deja: lo
obliga a salir de la cueva para que esté atento para cuando el Señor pase. De
manera distinta al evangelio, Dios no estará ni en la tormenta, ni en los
vientos, ni el fuego; sino en el murmullo de la brisa suave. Entonces, Elías
sale, se encuentra con su Dios, y recobra las fuerzas para cumplir su misión.
¿Hoy dónde está Dios? ¿Dónde lo estamos encontrando? Como diría León
Felipe, ese gran poeta español, “para cada uno, Dios tiene un rayo de sol”. ¿Cuál
es el mío? La gran invitación de este domingo es a salir de la cueva, a no
dejarnos hundir por el miedo que nos significa el contexto en el que vivimos, a
no detenernos en la lucha por el Reino;
a no renunciar a nuestro compromiso por disminuir tanto dolor y sufrimiento que
hoy agobian al mundo.
Particularmente tendríamos que discernir cuáles son los vientos que nos
golpean y más nos desaniman; cómo nos ha sostenido el Señor, en los momentos de
más desesperanza; qué palabras del evangelio me han animado y me han ayudado
relativizar mis miedos y desánimos.
Sólo quien no deja de tener la vista puesta en Jesús, podrá seguir
adelante en el Proyecto del Reino; si nos vemos a nosotros mismos, si confiamos
sólo en nuestras propias fuerzas, no iremos muy lejos. Salgamos de la cueva, porque
el Señor va a pasar y quiere fortalecer
nuestro corazón para continuar el camino.