domingo, 17 de agosto de 2014

20° domingo Ordinario; 17 de agosto del 2014

Isaías 561.6-7; Salmo 66; Romanos 1113-15. 29-32; Mateo 1521-28

De alguna manera podemos afirmar que el tema de fondo de la liturgia de este domingo gira en torno a la universalidad de la salvación. Ésta es para todos los hombres, sin importar la condición que tengan o, incluso, la religión que profesen.
La contraposición que hacen las 3 lecturas utiliza el paradigma “judío-pagano”; “cercano-lejano”; “santo-pecador”. Y desde aquí se van desprendiendo las enseñanzas que  nos puede dejar este domingo.
La primera surge de la Carta de Pablo a los Romanos: en realidad todos somos partes del binomio anterior. ¿Quiénes no hemos tenido rasgos de santidad; pero, simultáneamente, rasgos de pecadores? Parece que estas figuras objetivadas físicamente en diversas personas o grupos humanos, de hecho sólo son parte constitutiva de nuestra propia interioridad. Así somos: no hay personas totalmente puras, ni totalmente pecadoras; puede haber personas destruidas, pero éste es otro asunto. Desde aquí una primera conclusión fundamental es que, si somos conscientes de nuestra condición humana, no podemos albergar en nuestro corazón ni la soberbia (por sentirnos totalmente puros) ni la desesperanza (por vernos en algunos momentos de nuestra vida sumidos en el pecado).
Pero San Pablo va incluso más lejos: de alguna manera la traición del pueblo judío (los buenos) provocó la conversión de los paganos, pues los apóstoles –ante las persecuciones- tuvieron que ir a predicar a otros pueblos. Y viceversa. San Pablo utiliza la conversión de los pueblos paganos, como acicate para los judíos, a fin de lograr que recapaciten y comprendan al mensaje del Evangelio.
Pero, sea como sea, la propia experiencia de conversión de Pablo lo lleva a afirmar que Dios mismo es quien permitió que todos cayéramos en rebeldía, para manifestarnos ampliamente su misericordia. Dios ha permitido que entráramos en la contradicción, a fin de manifestar más ampliamente su perdón. Como que sólo esta experiencia dialéctica, contradictoria, nos puede poner en el justo medio para no ensoberbecernos, pero también para no desesperarnos ante la fuerza del pecado y la debilidad de nuestra respuesta. Gracia y pecado: es la consigna del cristiano, a fin de poder reconocer a Dios como el único Señor, el único lugar de donde viene la salvación.
Sin embargo, como señala Isaías en la primera lectura, señalando la universalidad de la salvación (cosa extraña en el pueblo de Israel), expone con toda claridad las condiciones que permitirán o no estar dentro del “pueblo de Dios”: no importa quién sea uno ni de dónde venga, ni la religión que  profese. Si “velamos por los derechos de los demás y practicamos la justicia”, nuestras ofrendas y sacrificios serán gratos a los ojos de Dios; el Templo “será casa de oración para todos los pueblos”.
Esta es la verdadera religión: el sacrificio, el holocausto, los ritos, las ceremonias religiosas, no valen nada en sí mismas, separadas de los comportamientos personales que tengamos en nuestra relación con los demás. Lo que hace que nuestras prácticas religiosas sean agradables a Dios, es que vivamos la justicia y protejamos los derechos, especialmente de aquellos que los tienen particularmente conculcados: los pobres, los afligidos, los marginados... Fe y vida; culto y justicia, jamás pueden estar divorciados.
Finalmente, la maravillosa escena descrita en el Evangelio de Mateo, evidencia con toda claridad la progresiva comprensión que Jesús fue viviendo de lo que el Padre quería de Él. Hasta cierto punto este texto es escandaloso. ¿Cómo Jesús, conociendo a Isaías y otros textos del Antiguo Testamento, que ya hablaban de la salvación universal más allá del pueblo judío, se  niega a atender la angustia de la mujer cananea, desesperada por la enfermedad de su hija? La escena tiene que ser histórica, pues difícilmente los evangelistas hubieran podido decir eso de Jesús, si no hubiera habido una base real de historicidad.
Primero, la mujer, con gritos, le pide compasión a Jesús; pero Él no la escucha. El evangelio dice: “Jesús no le contestó ni una sola palabra”. Más bien son los discípulos se hacen solidarios del dolor de la mujer que va gritando detrás de ellos. Pero Jesús sigue obstinado: “Sólo he sido enviado a las ovejas descarriadas de Israel”. Sin embargo, la mujer no se da por vencida, a pesar de ser comparada con los perros. Sabe lo que quiere y está dispuesta a conseguirlo, aunque tenga que hacer su orgullo a un lado. No le importa. Finalmente Jesús se conmueve, le concede el milagro y termina reconociendo la gran fe de la mujer.
Para nosotros lo más sorpresivo es que esa mujer cananea opera una conversión en Jesús. Ahí es donde Jesús entiende que el Padre también lo es para los que no son judíos,; que el Padre lo es particularmente para todos los que sufren y con gran fe acuden a Él. No importa, de nuevo, la religión ni el pueblo al que se pertenece. Lo que importa es si se cree en Dios con la radicalidad con la que esa mujer lo hizo.

La fe de esa mujer, pues, desarma a Jesús, cayendo en la cuenta que Él también es para todos. De ahí en adelante la convicción será clara: el amor de Dios por los pequeños, por los que sufren, por los desvalidos, va más allá de cualquier frontera social que los seres humanos hemos puesto. El imperativo es claro: hacer el bien al que sufre; defender los derechos de los otros; obrar la justicia. Todos  somos justos y pecadores; judíos y paganos; pero todos amados por el Padre, comprometido con nuestra felicidad.