Isaías 561.6-7;
Salmo 66; Romanos 1113-15. 29-32; Mateo 1521-28
De
alguna manera podemos afirmar que el tema de fondo de la liturgia de este
domingo gira en torno a la universalidad de la salvación. Ésta es para todos
los hombres, sin importar la condición que tengan o, incluso, la religión que
profesen.
La
contraposición que hacen las 3 lecturas utiliza el paradigma “judío-pagano”; “cercano-lejano”;
“santo-pecador”. Y desde aquí se van desprendiendo las enseñanzas que nos puede dejar este domingo.
La
primera surge de la Carta de Pablo a los
Romanos: en realidad todos somos partes del binomio anterior. ¿Quiénes no
hemos tenido rasgos de santidad; pero, simultáneamente, rasgos de pecadores? Parece
que estas figuras objetivadas físicamente en diversas personas o grupos
humanos, de hecho sólo son parte constitutiva de nuestra propia interioridad. Así
somos: no hay personas totalmente puras, ni totalmente pecadoras; puede haber
personas destruidas, pero éste es otro asunto. Desde aquí una primera conclusión
fundamental es que, si somos conscientes de nuestra condición humana, no podemos
albergar en nuestro corazón ni la soberbia (por sentirnos totalmente puros) ni
la desesperanza (por vernos en algunos momentos de nuestra vida sumidos en el
pecado).
Pero
San Pablo va incluso más lejos: de alguna manera la traición del pueblo judío
(los buenos) provocó la conversión de los paganos, pues los apóstoles –ante las
persecuciones- tuvieron que ir a predicar a otros pueblos. Y viceversa. San
Pablo utiliza la conversión de los pueblos paganos, como acicate para los judíos,
a fin de lograr que recapaciten y comprendan al mensaje del Evangelio.
Pero,
sea como sea, la propia experiencia de conversión de Pablo lo lleva a afirmar
que Dios mismo es quien permitió que todos cayéramos en rebeldía, para
manifestarnos ampliamente su misericordia. Dios ha permitido que entráramos en
la contradicción, a fin de manifestar más ampliamente su perdón. Como que sólo
esta experiencia dialéctica, contradictoria, nos puede poner en el justo medio
para no ensoberbecernos, pero también para no desesperarnos ante la fuerza del
pecado y la debilidad de nuestra respuesta. Gracia y pecado: es la consigna del
cristiano, a fin de poder reconocer a Dios como el único Señor, el único lugar
de donde viene la salvación.
Sin
embargo, como señala Isaías en la
primera lectura, señalando la universalidad de la salvación (cosa extraña
en el pueblo de Israel), expone con toda claridad las condiciones que permitirán
o no estar dentro del “pueblo de Dios”: no importa quién sea uno ni de dónde venga,
ni la religión que profese. Si “velamos
por los derechos de los demás y practicamos la justicia”, nuestras ofrendas y
sacrificios serán gratos a los ojos de Dios; el Templo “será casa de oración
para todos los pueblos”.
Esta
es la verdadera religión: el sacrificio, el holocausto, los ritos, las ceremonias
religiosas, no valen nada en sí mismas, separadas de los comportamientos
personales que tengamos en nuestra relación con los demás. Lo que hace que nuestras
prácticas religiosas sean agradables a Dios, es que vivamos la justicia y protejamos
los derechos, especialmente de aquellos que los tienen particularmente conculcados:
los pobres, los afligidos, los marginados... Fe y vida; culto y justicia, jamás
pueden estar divorciados.
Finalmente,
la maravillosa escena descrita en el Evangelio
de Mateo, evidencia con toda claridad la progresiva comprensión que Jesús fue
viviendo de lo que el Padre quería de Él. Hasta cierto punto este texto es
escandaloso. ¿Cómo Jesús, conociendo a Isaías y otros textos del Antiguo Testamento,
que ya hablaban de la salvación universal más allá del pueblo judío, se niega a atender la angustia de la mujer
cananea, desesperada por la enfermedad de su hija? La escena tiene que ser histórica,
pues difícilmente los evangelistas hubieran podido decir eso de Jesús, si no
hubiera habido una base real de historicidad.
Primero,
la mujer, con gritos, le pide compasión a Jesús; pero Él no la escucha. El evangelio
dice: “Jesús no le contestó ni una sola palabra”. Más bien son los discípulos
se hacen solidarios del dolor de la mujer que va gritando detrás de ellos. Pero
Jesús sigue obstinado: “Sólo he sido enviado a las ovejas descarriadas de Israel”.
Sin embargo, la mujer no se da por vencida, a pesar de ser comparada con los
perros. Sabe lo que quiere y está dispuesta a conseguirlo, aunque tenga que
hacer su orgullo a un lado. No le importa. Finalmente Jesús se conmueve, le
concede el milagro y termina reconociendo la gran fe de la mujer.
Para
nosotros lo más sorpresivo es que esa mujer cananea opera una conversión en Jesús.
Ahí es donde Jesús entiende que el Padre también lo es para los que no son judíos,;
que el Padre lo es particularmente para todos los que sufren y con gran fe acuden
a Él. No importa, de nuevo, la religión ni el pueblo al que se pertenece. Lo
que importa es si se cree en Dios con la radicalidad con la que esa mujer lo
hizo.
La
fe de esa mujer, pues, desarma a Jesús, cayendo en la cuenta que Él también es
para todos. De ahí en adelante la convicción será clara: el amor de Dios por
los pequeños, por los que sufren, por los desvalidos, va más allá de cualquier
frontera social que los seres humanos hemos puesto. El imperativo es claro:
hacer el bien al que sufre; defender los derechos de los otros; obrar la
justicia. Todos somos justos y
pecadores; judíos y paganos; pero todos amados por el Padre, comprometido con
nuestra felicidad.